Autor: Jorge Molina Araneda
Vale la pena recordar uno de los hechos principales que dio origen a la Guerra del Pacífico…. Hubo un empresario chileno que contribuyó a desencadenar esa conflagración y que, ciertamente, también rentó de ella. Se trata de Agustín Edwards Ross, el bisabuelo de Agustín Edwards Eastman.
De acuerdo a Víctor Herrero en su Agustín Edwards Eastman: Una biografía desclasificada del dueño de El Mercurio:
La forma cómo Agustín Edwards Ross contribuyó a desencadenar la Guerra del Pacífico comienza en 1873, cuando su padre (Agustín Edwards Ossandón) le pidió que asumiera la presidencia de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, una sociedad anónima donde los Edwards tenían 42 por ciento de las acciones. En febrero de ese año, el joven Agustín Edwards de 21 años de edad envió a un emisario suyo a La Paz para gestionar con el gobierno de Bolivia el reconocimiento de los derechos y concesiones de esa compañía para explotar y exportar salitre en amplias zonas de la región de Antofagasta, que entonces pertenecía al país vecino. Estas concesiones habían sido adquiridas cinco años antes al gobierno paceño por la firma Melbourne Clark & Compañía, conformada por capitales chilenos proporcionados por Francisco Puelma, Jorge Smith, la Casa Antony Gibbs & Sons, Agustín Edwards Ossandón (padre de Agustín Edwards Ross) y su protegido José Santos Ossa. El emisario enviado por el empresario chileno obtuvo del gobierno boliviano un contrato que autorizaba a la Compañía de Salitres y Ferrocarril la explotación del salitre por un período de 15 años, libre de derechos e impuestos.
Ese contrato favorable para los intereses salitreros chilenos nunca fue ratificado por el Congreso de Bolivia. Cinco años después, en febrero de 1878, la Asamblea Constituyente de ese país aprobó la ratificación del contrato con la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta “a condición de hacer efectivo, como mínimo, un impuesto de diez centavos el quintal de salitre exportado”. Los capitalistas chilenos estaban indignados. Consideraban que se trataba de una abierta violación de su tratado firmado en 1873. Reclamaron airosamente ante el gobierno boliviano y ante su propio gobierno en Santiago para revertir la decisión.
El problema era que ninguno de los dos gobiernos consideraba en esos momentos que fuera un asunto tan grave.
Entonces, la estrategia de la compañía salitrera chilena fue aumentar la presión sobre el gobierno en Santiago. Francisco Puelma y Agustín Edwards Ross visitaban periódicamente La Moneda demandando apoyo oficial del gobierno de Aníbal Pinto, quien, por cierto, era deudor del Banco Edwards. Pese a su lobby, el gobierno chileno seguía sin interesarse mucho por la situación. Después de todo, unos años antes, en 1875, el gobierno de Perú había expropiado a los dueños de las salitreras en la región de Tarapacá, entre ellos varios chilenos, y la situación no había pasado a mayores. Ahora sólo se trataba de unos impuestos. Además, en esos meses, el gobierno chileno estaba lidiando con un problema fronterizo mucho más grave con Argentina en el sur del país.
Ante la tibia respuesta del gobierno, la compañía salitrera presidida por Agustín Edwards Ross decidió adoptar una táctica más dura: simplemente se negó a pagar los impuestos decretados por Bolivia. Y así, la situación comenzó a escalar.
Transcurridos nueves meses sin que la compañía pagara el tributo, al tiempo que continuaba operando normalmente sus minas en la región boliviana, finalmente al gobierno de La Paz se le agotó la paciencia. El 11 de noviembre de 1878 el prefecto de Antofagasta ordenó la detención y encarcelamiento de George Hicks, el británico que era el gerente general de la Compañía de Salitres y Ferrocarril, por ser “deudor al fisco de la cantidad de 98.848 bolivianos y 13 centavos”. Sin embargo, la compañía continuaba negándose a pagar los impuestos y a los pocos días los bolivianos dejaron en libertad a Hicks.
Dos meses después, los acontecimientos se precipitaron. El 5 de enero de 1879, La Paz aprobó un decreto para confiscar los bienes de la compañía chilena, y anunció que remataría sus activos el 14 de febrero con el fin de recuperar los impuestos que adeudaba al fisco boliviano. Con ello, las operaciones de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta quedaron efectivamente paralizadas y más de 2.000 mineros se quedaron sin trabajo.
Entre tanto, el gobierno de Pinto había cedido un poco a las presiones de los empresarios salitreros y había despachado al Blanco Encalada, su buque de guerra más poderoso, a Caldera, el último gran puerto y también el punto terminal de las líneas de telégrafo en territorio chileno. Era una primera señal de Santiago que estaba prestando más atención al pleito entre la compañía chilena con el gobierno del país vecino. Cuatro días después del decreto de confiscación, el buque de guerra ancló frente a la bahía de Antofagasta. Era una acción seria pero todavía fanfarrona del gobierno chileno que, en esos días, aún creía en una solución diplomática al conflicto.
Animados por esta movida de su gobierno, aunque decepcionados por no lograr acciones concretas para revertir la paralización de sus minas, la compañía redobló sus apuestas. El 14 de enero, bajo la presidencia de Agustín Edwards Ross, se reunió en Valparaíso el directorio de la empresa salitrera. En una carta que el representante de la firma Gibbs & Sons en el directorio de la compañía envió a sus superiores en Londres, resumía de la siguiente manera la nueva táctica de la empresa:
“El señor Puelma recomendó gastar algún dinero para estimular a periodistas en los diarios para que publiquen artículos de naturaleza patriótica, es decir, de nuestro lado en este problema, y así fue acordado, de manera que podemos esperar la inmediata aparición de una serie de esos artículos en un diario de Santiago, probablemente El Ferrocarril, y en uno de Valparaíso, tal vez La Patria”.
Efectivamente, en los días y semanas siguientes, ambos periódicos comenzaron a abandonar su línea periodística que se limitaba a informar del impasse en Antofagasta como parte de una serie de problemas en la política exterior chilena, para adoptar una postura más beligerante. Otros medios se sumaron a este nuevo tono. El 5 de febrero, por ejemplo, el diario Los Tiempos le hacía la siguiente pregunta a sus lectores respecto de Antofagasta:
“¿Quién descubrió el cobre ahí? ¿Quién la plata? ¿Quién el guano? ¿Quién el salitre? Nosotros. Estamos ciertos de que vendrá de Bolivia la reacción del buen sentido. Mientras tanto, tengamos seca nuestra pólvora”.
Justo el día en que la Compañía de Salitres y Ferrocarril iba salir a remate, el 14 de febrero de 1879, las tropas chilenas desembarcaron en el puerto de Antofagasta. Con ello, se evitaba que la empresa fuese adquirida por una firma de otro país, por ejemplo, de Estados Unidos, con lo cual Chile ya no tendría oficialmente un interés en el conflicto. Ese mismo día, la empresa chilena pudo reanudar su producción salitrera. Dos semanas después de la ocupación de Antofagasta, Bolivia le declaró la guerra a Chile, y en virtud de un pacto secreto de asistencia mutua con Perú, este país también entró al conflicto. Un mes después, en abril de 1879, Chile les declaró oficialmente la guerra a ambos países. El conflicto bélico duraría poco más de cuatro años y causaría unos 14 mil muertos, según estimaciones conservadoras.
Llama la atención que tres de los cinco ministros, que conformaron el primer gabinete de guerra, eran accionistas minoritarios de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta. Ellos eran Antonio Varas, ministro del Interior; Domingo Santa María, ministro de Relaciones Exteriores, y Jorge Huneeus, ministro de Justicia.
Agustín Edwards Ross sacó dos lecciones valiosas del conflicto de 1879. La primera era que las guerras victoriosas son un negocio muy rentable. La segunda fue que la prensa es un factor clave en formar una opinión pública favorable a los intereses propios. De hecho, su compañía de salitres había logrado transformar un problema contractual entre una empresa y un Estado extranjero en una causa patriótica.
Respecto a la primera lección, los datos avalaban la intuición de Edwards. En 1879 la economía chilena creció 15,2 por ciento y en 1880 se expandió en 12,4 por ciento, los niveles más elevados en toda la segunda mitad del siglo XIX. Además, los negocios personales de Edwards Ross florecieron durante la guerra. Los siguientes acontecimientos ilustran este punto.
Pocas semanas después del comienzo de la guerra, el 31 de julio, apareció ante el notario de Antofagasta el estadounidense Charles C. Greene, el nuevo gerente general de la Compañía de Salitres y Ferrocarril. Greene, quien años después sería el cónsul de Estados Unidos en Antofagasta, pidió a nombre de 21 empleados de la empresa un permiso notarial para explorar yacimientos salitreros y de otros minerales en la región recién ocupada por Chile. Poco después, el 19 de agosto, Greene se presentó ante el nuevo gobernador chileno de Antofagasta e inscribió formalmente 51 estacas de salitre a nombre de este grupo de empleados. Los solicitantes no tuvieron que pagar nada por registrar estos yacimientos. Pues bien, el 29 de enero de 1880 los veintiún empleados que habían obtenido las concesiones comparecieron ante el notario de Antofagasta Benjamín Molina para ceder gratuitamente sus pertenencias a la Compañía de Salitres y Ferrocarril, que pasó así a ser dueña exclusiva de estas minas. El directorio que intervino en esta maniobra estaba compuesto por Agustín Edwards Ross, Francisco Puelma, Miguel Saldías, que era el abogado de la empresa, y Ricardo Escobar, que era el representante de las acciones de Gibbs & Sons.
La operación se mantuvo en secreto por más de 30 años. Pero en 1911 salió a la luz pública cuando Alberto Valenzuela de la Vega, una ciudadano común y corriente que se había enterado de las concesiones, entabló una querella en contra de la compañía con la esperanza de obtener una recompensa por denunciar “bienes fiscales indebidamente poseídos por terceros”. Pero el fisco no se hizo parte de la demanda y cuando el conflicto judicial escaló hasta la Corte Suprema, la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta contrató a un abogado de primer nivel: Luis Barros Borgoño, un exrelator de esa misma corte y futuro vicepresidente de Chile. El juicio recibió bastante publicidad y en algunos diarios, en especial los de mancomunales obreras, era descrito como un ejemplo de cómo la oligarquía y el Estado se confabulaban para favorecer los intereses de los grandes empresarios.
Para cuando sucedieron estos hechos, Edwards Ross ya había fallecido y era su hijo, Agustín Edwards Mac-Clure (fundador de El Mercurio de Santiago), quien resguardaba los intereses patrimoniales de la familia en esa compañía que, precisamente a partir de la Guerra del Pacífico, llegó a ser una de las más grandes en el negocio mundial del salitre. Por cierto, la compañía ganó la demanda.
Con el término de la Guerra del Pacífico, Agustín Edwards Ross emergía como una de las figuras más poderosas de Chile. No solo había logrado expandir la vasta fortuna familiar, sino que ejercía también una enorme influencia empresarial y política. Los Edwards, que habían hecho fortuna en las inhóspitas y polvorientas ciudades y pueblos del norte chico, se instalaban ahora cada vez más cerca del centro mismo del poder.
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