Bastó una filmación desde un celular mostrando a un paco dando vueltas un carro de mote con huesillos para que la llama se expandiera. Luego vinieron las filtraciones de otras imágenes, con funcionarios inhalando químicos, torturando.
El problema es que, además de evidenciar esa violencia policíaca casi naturalizada por la sociedad chilena, una imagen terminó por valer más que mil palabras. Más que las mil palabras redactadas en denuncias, escritas en lienzos y carteles, vomitadas de rabia frente a los colegas de sus verdugos. Repetidas una y otra vez por la voz silenciada de los familiares de las 74 personas que han muerto desde el fin de la dictadura hasta el 2009, en manos de carabineros e investigaciones.
De ahí que sea demasiado iluso concluir que es el registro audiovisual del abuso la clave para instalar a nivel social el debate sobre la violencia policial, y para conseguir así un cambio en mecanismos de represión que en realidad han finalizado en mucho más que un detenido haciéndose en los pantalones de puro miedo. Si fuera por eso, la exhibición por televisión de la brutal muerte en 2007 del joven de 26 años, Rodrigo Cisternas -quien fue acribillado por carabineros en el contexto de una huelga de los trabajadores forestales en el sur-, habría servido para cuestionar en profundidad, a nivel institucional y social, el accionar de los uniformados. O para que los 25 disparos que recibió se tradujeran en años de cárcel para los policías que lo asesinaron, bajo el grosero argumento de que se había puesto en riesgo su integridad.
Lamentable y paradójicamente, las filtraciones de los videos que hemos visto –cuya exhibición no deja de ser absolutamente necesaria, por cierto- terminarán simplemente por fortalecer a la institución, pero no precisamente en su comportamiento frente a la población. Sólo redundará en el establecimiento mediático de la idea de que estos casos son aislados y que con el hecho de dar de baja a una decena de “delincuentes” y “traidores”, Carabineros recuperará su extraviada honorabilidad.
Según constataba en el 2004 un informe de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), desde el reinicio de la democracia hasta ese año las denuncias por «violencia innecesaria» ya alcanzaban los 6 mil casos. Entonces, ¿quién podría llegar a pensar que sólo ahora los altos mandos de Carabineros se enteraron que entre sus filas había elementos “maleados”? La verdad es otra: la violencia y el abuso de poder de la policía contra la población es brutal, discriminatoria, pero por sobre todo, sistemática.
No sólo lo saben los familiares de Johny Cariqueo, Alex Lemún, Claudia López, Daniel Menco y Matías Catrileo -todos muertos en manos de carabineros-, sino que también el muchacho porteño cuyas piernas fueron aplastadas por un furgón policial hace un par de semanas en Valparaíso. Quedó al tanto igualmente el senador Alejandro Navarro cuando fue golpeado en la cabeza por un integrante de Fuerzas Especiales, y el fotógrafo Víctor Salas, a quien le vaciaron un ojo de un bastonazo cuando registraba una marcha cerca del Congreso. Lo dice el terror en la mirada de los niños y ancianas mapuches golpeados a media noche por uniformados en la Araucanía; lo vivió Patricio Queipul, pequeño secuestrado por la policía en esa misma zona en 2008. Lo han experimentado las mujeres manoseadas en comisarías tras cada protesta del 21 de mayo en el puerto. Llora el abuso de poder la familia de José Huenante, quien a sus 16 años se convirtió en el primer detenido desparecido en democracia, tras perderse su huella el 3 de septiembre de 2005 cuando fue detenido por carabineros de Puerto Montt.
PAÍS «TERRORISTA”
Sujetos sedientos de poder hay en todas partes. El tema pasa por la legitimidad que, aún terminada la dictadura, han conservado quienes ingresan a carabineros para hacer uso de su poder abusivamente contra la población. Una legitimidad asegurada desde el Estado, pero que pasa también por la complicidad de los medios de comunicación, llegando hasta la de la misma sociedad civil.
Por una parte, tenemos la legitimidad en que finalmente se traduce el hecho de que los uniformados no son llevados a un tribunal civil a la hora de ser juzgados por un delito, sino que a una de carácter militar. En ese contexto, cabe preguntarse: ¿Qué temor podría tener, por ejemplo, un policía en la Araucanía al dispararle a un comunero mapuche, si el cabo Walter Ramírez –quien dio muerte por la espalda a Matías Catrileo- sólo recibió como condena dos años de pena remitida y una asignación de zona al ser trasladado a Aysén?…
Por otra parte, el accionar policial encuentra legitimidad en la criminalización que se ha construido de sus víctimas por parte de los gobiernos de turno post Pinochet. Y es que si algo hizo bien la Concertación, fue encargarse con eficiencia de criminalizar la protesta social, las demandas políticas y las formas de lucha de una parte de la población crítica al carácter neoliberal de la democracia chilena. Una criminalización (por supuesto, continuada hoy por la Derecha) establecida discursivamente, a través de los medios de comunicación, y legalmente, en algunos casos llegando a la aplicación de la Ley Antiterrorista, contra cualquier tipo de acción o manifestación que cuestione el orden establecido. Así han pasado a formar parte de este amplio grupo desde los mismos mapuches, siguiendo con los estudiantes movilizados, los habitantes de casas okupas, los trabajadores forestales, salmoneros y del cobre, los funcionarios públicos que reclaman por mejores sueldos, el comercio informal, los deudores habitacionales y los pescadores artesanales, hasta los medios de comunicación comunitarios.
Sin embargo, paralela a esta legitimación del abuso sostenido en una criminalización de la protesta, corre la discriminación de clase contra los marginados de la sociedad. Yovani Reyes murió ahogado con dos bolsas de drogas en su garganta, tras ser obligado a consumirlas por sus custodios en una comisaría de Playa Ancha. Había sido detenido por estar tomando alcohol en la calle junto a unos amigos.
De los medios de comunicación funcionales al poder poco o nada se puede esperar. Para la muestra, un grosero botón. El martes 6 de julio de este año, el diario La Estrella de Valparaíso traía en portada una noticia sobre dos carabineros dados de baja. Según su propio relato, una mujer denunció haber sido detenida, violada por dos uniformados y dejada abandonada en un sitio eriazo. Sin embargo, en una suerte de declaración editorial frente al tema, y por cierto sintomática respecto a la relación de una gran parte de los medios con la autoridad y supuesta honorabilidad policíaca, el diario tituló: “Acusó de violación a dos paquitos”.
UN ENEMIGO EN SU CAMINO
Marcada a fuego por una dictadura feroz, que enseñó con muerte las consecuencias de desafiar a la autoridad, podría decirse que la sociedad chilena aparece hoy todavía demasiado temerosa para hacerse respetar frente al abuso policial; o que, simplemente lo ha naturalizado sin generarse mayores cuestionamientos. Sin embargo, la dictadura también neutralizó la conciencia de clase y origen de la población chilena, y pavimentó el camino para que la naciente democracia contara con su apoyo a la hora de criminalizar cualquier acto que la hiciera tambalear. Las demandas del pueblo mapuche no consiguen contar con la aprobación de una población que simplemente los discrimina y desconoce su vínculo de origen con ellos. No es raro escuchar justificar el uso de la violencia de carabineros para poner fin a los “desordenes” producidos en una manifestación. En las llamadas “detenciones ciudadanas” son más las personas que aprovechan de golpear al sujeto ya reducido que aquellas que intentan detener este abuso. No por nada, hubo demasiadas personas que volcaron a Facebook e hicieron circular por cadenas de correos sus deseos de que ojalá hubiesen sido más de 81 los presos muertos en la cárcel de San Miguel, dentro de los cuales había un muchacho detenido por vender CDs piratas, tan consumidos por los chilenos como los programas de las policías en la TV. No por nada, Piñera y otros colaboradores de la dictadura, fueron escogidos para gobernar Chile.
El 2003, los ex cabos de Carabineros Myriam Solís y Julio Pino entregaron a la Corte de Inmigración de Inglaterra un documento titulado «Chile, un país en falsa democracia». Allí detallan, entre otros actos represivos, numerosos casos de maltrato y torturas a detenidos que presenciaron. La “asfixia” con bolsas en la cabeza o el sumergimiento de ésta en agua; las “palizas” colectivas de uniformados contra el detenido; el “teléfono” o golpes simultáneos en ambos oídos de la víctima con las palmas abiertas; la “tortura psicológica”, intimidación y amenazas; la “ruleta rusa”, que consiste en percutir en la nuca del prisionero el arma de fuego del policía sin municiones; la “crucifixión”, donde el detenido permanece horas colgando de sus brazos atados a los barrotes de la celda sin tocar el suelo; y la “tortura eléctrica”, o aplicación de corriente en dedos, pezones, genitales o la lengua, serían los «métodos más habituales utilizados por las fuerzas policiales en Chile» post dictadura, según los ex uniformados.
Una descripción brutal y grave sobre los métodos de represión de una sociedad que se dice democrática. Tanto como la más contundente y paradojal conclusión de los dos ex carabineros: «Lo habitual e impune de estas prácticas en todo el país, convierte a cualquier ciudadano en una posible víctima».
Colaboración especial para El Ciudadano
Por Daniel Labbé Yáñez