Soy hija de exiliados, nieta y sobrina de detenidos. Puedo agregar, para insistir, que soy bisnieta y sobrina de víctmas de la Shoah. Ah, también tengo un hijo de dos años, y he vivido en cinco ciudades de cuatro países en 30 años, lo que que ha marcadamente afectado mis habilidades de adaptación. Previsiblemente, salí llorando del Museo de la Memoria. Ví las cartas de los niños a sus padres detenidos y pensé en mi hijo. Vi las imágenes del bombardeo y pensé en mis padres asustados. Vi la cama de electrocutación y pensé en los amigos de mis padres. Vi los diarios extranjeros y pensé en los 14 años que mis padres, tíos y abuelos pasaron fuera de Chile. Incluso pensé en mi superficial nostalgia de Chile mientras vivo en el extranjero, hoy (no sin culpa, por supuesto).
Tengo una historia familiar absolutamente determinada por la dictadura y por la violencia, a pesar de que el hecho más violento en mi vida ha sido un asalto –no muy violento por lo demás- a plena luz del día. Los actos de injusticia en contra de los familiares de detenidos desaparecidos, la desidia de los aparatos de justicia, los dichos de la derecha chilena (y también a veces de la izquierda), las viejas histéricas pinochetistas, generan en mi furia, impotencia, desesperación. Ni que decir de los films, las exposiciones y los libros sobre las víctimas de la dictadura. Esta vez es pena, mucha pena.
El problema es que, en una carta como esta, que quiere refexionar sobre la polémica suscitada desde unos días en torno al Museo de la Memoria, a nadie debería interesarle leer este relato personal. Al Museo tampoco debería interesarle la historia personal de quienes cruzan sus puertas, porque no existe ni para justificarse con los de un lado ni para convencer a los del otro. Este tipo de narrativa genera pasión, la misma pasión que inunda a las señoras pinochetistas que dicen ‘no toquen a mi general’. A mi, no me toquen mi pena, una pena, por lo demás, menor, quizás incluso inmadura, prestada de otros, completamente incomparable a la de los que vivieron en carne propia la violencia. Es una pasión necesaria, sin duda, pero su expresión no coopera en nada para la sanación de esta herida muy, muy profunda. Lo que ayuda, es que el relato oficial, comunitario, nacional, se convierta en un Nunca Más rotundo y contundente. Este es, a mi parecer, el deber del Museo de la Memoria, que cumple de manera casi completamente satisfactoria. El problema del museo es que este mensaje va acompañado por una cama electrocutante, cartas de niños, y videos musicalizados, lo que nos remite a esa pasión caliente-fría, que hierve y a la vez congela en un lugar.
Donde se equivoca la Sra. Krebs, profundamente a mi parecer, es confundir la museografía interior del museo con su objeto moral, que es condenar un acto indiscutiblemente criminal. El Museo debe concentrarse sobre este periodo específico de la historia (no así sobre ‘la memoria’ en general, como postula extrañamente el Sr. Villalobos), pero no tiene porqué mostrarnos este periodo así como Disney nos muestra en sus films lo malo que es el Tío León Violento que sólo quiere Poder y derribar al Sobrino Leoncito que sólo quiere el Bien para sus Amigos animales. El error de Krebs es pensar que el objeto del Museo está desviado porque solo muestra un lado de la historia. Lo criticable es más bien su museografía, que muestra muy profundamente, encarnadamente, la historia, sacando a flote las pasiones invasivas y, más importantemente, inmovilizantes.
Villa Grimaldi, o el memorial de Berlín también, son buenos ejemplos de un memorial ‘calmo’, de pedagogía positiva. Ahí donde estaban los prisioneros, hay un árbol por cada celda. Ahí donde había muros, hay espacio abierto, luz, una suerte de futuro mejor. Ahí donde se torturaba, hay nombres sin cara. Los números se convierten en escultura, los nombres en flores, los criminales en silencio. Sin desmerecer el acopio documental que ha realizado la institución –que sin duda debe guardarse infinitamente en una biblioteca de acceso público-, la manera de exponer los objetos es cuestionable en cuanto muestra la violencia de una manera tan explícita que se encarna en nuestra experiencia del museo. Más que invitarnos a mirar compulsivamente, los espacios deberían conducir a la reflexión. No se trata de sacar todos los objetos y plantar un árbol al medio del museo, pero sí sería positiva una revisión de los objetivos ‘performáticos’ del museo y de su efecto a nivel psicológico. Debemos sin duda saber los datos, mirarlos, examinarlos, pero hay una cierta voluntad ‘violenta’ en la manera en que el Museo de la Memoria expone su colección a los visitantes.
No sabemos si la Sra. Krebs tiene una afección personal con la dictadura. Quizás durante la Unidad Popular le quitaron tierras a su familia; quizás tiene un familiar desaparecido y el dolor es tan grande que necesita una reparación flash. No es nuestro deber juzgarla en ese sentido. Pero sí podemos insistir en reprocharle que en su calidad de directora de la institución encargada justamente de la Memoria Colectiva de una nación, cuestione que la historia debe mostrarse ‘de ambos lados’, como si los actos cometidos durante la dictadura en contra de los derechos humanos de miles de personas fueran una cuestión de opinión ideológica.
Por Amarí Peliowski