En esto días se conmemora el 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Aprobada a mediados del siglo XX, luego de la experiencia de guerra y del genocidio, representa un consenso universal sobre ciertos principios básicos, entre ellos; el que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (art.1); y el que “toda persona tiene los mismos derechos y libertades proclamados en ella, sin distinción alguna…” (art.2.1)
Enfocada en los derechos individuales, reconoce entre éstos aquellos de carácter civil y político – como las libertades públicas y el derecho a la participación política- y los económicos, sociales y culturales – como la seguridad social, al trabajo y a la sindicación-.
El impacto de la Declaración ha sido enorme. Hoy, sus principios han sido incorporados en las constituciones y leyes de más de 90 países. Desde su aprobación Naciones Unidas y sus órganos asociados han avanzado en la construcción de un derecho internacional de los derechos humanos a través de diversos tratados internacionales sobre materias específicas – tales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el relativo a la discriminación y el referido a la tortura – o para sectores que se encuentran en situación de vulnerabilidad – como las mujeres, los niños y los pueblos indígenas—.
Igualmente importante, es que a través de este desarrollo se ha ido incorporando al concepto de derechos humanos un conjunto de derechos de carácter colectivo, entre ellos, el derecho a la libre determinación de los pueblos, el derecho al desarrollo, el derecho a la paz.
Mecanismos internacionales y regionales, incluyendo varios Comités, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y el Consejo de Derechos Humanos, han sido establecidos para monitorear, promover y proteger estos derechos. Más recientemente Naciones Unidas ha establecido una Corte Penal Internacional, que constituye un tribunal de justicia permanente para el juzgamiento de los crímenes de genocidio, de guerra y de lesa humanidad.
La Declaración de la ONU ha sido entonces la base de lo que algunos analistas han llamado, la “otra globalización”, aquella que no está relacionada con los mercados, las comunicaciones, o la informática, sino con la construcción de un derecho supra estatal de los derechos humanos, a través del cual éstos se hacen vigentes y exigibles en todos los rincones del planeta.
Por lo mismo, a 60 años de su redacción, la Declaración plantea desafíos no menores para un Estado como el chileno, que se percibe asimismo como uno de los más globalizados de la región, pero cuyos déficits a la luz de los principios en ella contenidos son sustanciales.
Tras 18 años desde el término de la dictadura, Chile vive en un contexto de grave desprotección de los derechos humanos, incluyendo aquellos establecidos en la Declaración Universal. En el plano jurídico, sigue vigente la Constitución Política de 1980, la que a pesar de las reformas introducidas, sigue limitando de muchas formas su reconocimiento y ejercicio. Tal Constitución, con el sistema electoral binominal que instituye y los elevados quórums requeridos para su reforma, ha generado un cuadro de fuerte exclusión política, caracterizado por la ausencia de representación de importantes sectores en el Congreso Nacional, y por bajísimos niveles de participación electoral, en particular entre los más jóvenes.
En gran medida la Constitución y sus limitantes explican porque Chile es hoy uno de los países más atrasados de la región en el reconocimiento de los derechos laborales, ambientales, de pueblos indígenas, por mencionar algunos. Esta es determinante en que nuestro país sea uno de las pocos en el continente que carece de un Ombudsman o Defensor del Pueblo, entidad que permitiría proteger a los ciudadanos de los abusos de que son objeto, por ejemplo, por las empresas privadas que administran servicios públicos. También incide en que el Estado chileno siga sin ratificar, entre otros tratados internacionales, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, la Convención que declara imprescriptible los crímenes de lesa humanidad, de guerra y genocidio, el Estatuto de Roma que crea la Corte Penal Internacional, el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura, el Protocolo Facultativo o Adicional a la Convención Americana Sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Protocolo de San Salvador), y el Protocolo Facultativo o Adicional a la Convención Sobre Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer.
Más allá del ámbito jurídico, los derechos humanos se han visto restringidos en el país, además, por opciones de política pública. Los esfuerzos de los gobiernos de la Concertación en materia de derechos humanos se han centrado fundamentalmente en las violaciones a los derechos humanos cometidas en el pasado – con los aciertos y déficits que conocemos- y no en los desafíos que éstos representan para la democracia. Más que en los derechos humanos, tales gobiernos han puesto el énfasis en el crecimiento económico, y su apuesta para lograrlo ha sido la inserción del país en los mercados globales. Para ello Chile ha suscrito 37 tratados de libre comercio y acuerdos de inversión con las grandes economías del mundo, incluyendo Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y China. Tales tratados se han traducido en la proliferación de proyectos de inversión – la mayor parte de ellos extractivos de recursos naturales – a lo largo del país, cuyas repercusiones más visibles han sido el deterioro y destrucción de los hábitats de los pueblos indígenas y de las comunidades locales, y la inequidad social. Se trata de fenómenos constatados por entidades internacionales, como la OECD, y el PNUD. No es casualidad que esta última entidad ubique a Chile entre los 10 países del mundo con peor distribución del ingreso, siendo superado en América Latina solo por Colombia y Brasil.
Frente a la creciente exclusión política y económica, diversos sectores sociales se han organizado en defensa de sus derechos. A las movilizaciones que los pueblos indígenas iniciaron en los noventa en defensa de sus derechos territoriales, se han sumado en años recientes las de los trabajadores – afectados por las bajas remuneraciones, las limitaciones del derecho a huelga, y la sub contratación- la de los estudiantes que reivindican una educación gratuita y de calidad, la de los pobladores que reclaman por un techo digno. Lamentablemente, la respuesta del Estado frente a esta protesta ciudadana ha sido la represión policial de sus movilizaciones y la criminalización de sus líderes.
El actuar represivo de los agentes policiales del Estado ha resultado en la muerte de tres personas mapuche y de un trabajador en los últimos años. A ello se suman numerosos casos de tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes de los que son responsables los mismos agentes, afectando fundamentalmente a defensores de derechos humanos.
Tales hechos han sido representados al Estado de Chile no solo por entidades nacionales de derechos humanos, sino también por instancias internacionales, entre ellas la Relatoría para los derechos indígenas de la ONU (2003), el Comité de Derechos del Niño y el Comité de Derechos Humanos, ambos el 2007, sin que hasta ahora sus recomendaciones hayan sido consideradas por las autoridades.
La persistencia de la conducta represiva por parte de las fuerzas policiales está estrechamente relacionada con la impunidad en que quedan los delitos que éstos cometen en contra de civiles, como consecuencia de su juzgamiento por la justicia militar. A ello se suma la falta de voluntad de las autoridades para promover la investigación judicial y/o sanción administrativa de estos hechos de violencia policial. Tal como señala el informe de derechos humanos del 2008 de la Universidad Diego Portales: “Las autoridades de turno encargadas del gobierno interno y la seguridad, parecen haber intensificado una práctica y discurso generalmente crítico y denostador de la protesta social y de la defensa de los derechos de ciertos grupos o visiones no hegemónicas de la sociedad.”
Este es el contexto en que Chile vive a 60 años de la Declaración. Es el contexto que será analizado por el Consejo de Derechos Humanos que, de conformidad al procedimiento de revisión periódica universal instaurado, evaluará en mayo de 2009 el cumplimiento y los déficits del Estado de Chile en relación con los compromisos que ha adquirido en materia de derechos humanos.
Los desafíos que la Declaración Universal plantea al país en este contexto no son menores. Ella nos debería llevar a revisar las bases del ordenamiento jurídico, y a introducir reformas a fin de que este reconozca y proteja efectivamente los derechos humanos contenidos en ella, y a aquellos que desde su aprobación han sido reconocidos a los individuos y colectivos por el sistema de Naciones Unidas. Ello nos obliga en primer término a la reforma de la Constitución. Tratándose de una carta generada en un contexto autoritario, que no permite su auto regeneración, se hace indispensable, como han sostenido sectores crecientes de la población, la conformación de una Asamblea Constituyente con una representación plural, desde donde se elabore una nueva carta fundamental que oriente la vida nacional, que tenga al centro los derechos humanos, y cuyo texto sea sometido a la aprobación de la ciudadanía.
La Declaración, además, nos debería llevar a revisar las políticas públicas hoy vigentes en el país, en particular aquellas referidas al modelo económico, a la relación entre proyectos de inversión y derechos humanos, a los derechos de los pueblos indígenas y las comunidades locales afectadas por estos, a su participación en los beneficios que ellas generan, a la protección del medio ambiente en un contexto de cambio climático. Ello en especial teniendo presente la reciente crisis financiera, en que el neoliberalismo clásico ha demostrado sus insuficiencias como mecanismo asignador de recursos, y en la que el rol del Estado en la economía ha sido revalorizado hasta por quienes han sido sus históricos detractores.
Finalmente, obliga a una discusión sobre los paradigmas culturales hoy dominantes en nuestra sociedad, los que ya sea por el impacto de los medios de comunicación de masas dominados por el mercado o por la inacción del Estado, se han empobrecido, relegando a un segundo plano principios como el respeto por el otro, la solidaridad, la fraternidad que inspiraron la Declaración de la ONU, por detrás del consumo, el lucro y el éxito que hoy constituyen las aspiraciones culturales prevalecientes en la población.
Si no asumimos estos desafíos, la polarización y la exclusión que crecientemente han caracterizado a nuestro país en los últimos años, seguirán debilitando las posibilidades de una convivencia social armónica, así como deteriorando aún más la democracia que tanto costo recuperar. Esperemos ello no sea así.
Por José Aylwin