“Veinte años no es nada”, señala la canción; y en materia de derechos humanos, las dos décadas de gobiernos concertacionistas dan cuenta de lo poco, o nada, que se ha avanzado.
Tras la derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988, el primer gobierno de la Concertación, encabezado por Patricio Aylwin, quien asumió el 11 de marzo de 1990-, se inicia con el gran desafío de hacer frente a las violaciones a los derechos humanos de la dictadura y a las demandas de verdad, justicia y reparación de las víctimas.
En el intertanto, el dictador impuso “leyes de amarre” que impedían fiscalizar actuaciones de las autoridades anteriores a 1990, manteniendo, además, la aplicación del Decreto Ley de Amnistía (N°2191, 1978) a los crímenes de los militares, así como “leyes secretas” para garantizar su propia impunidad y la de otros miembros de las fuerzas armadas.
Se impuso la transición pactada a la democracia, negociada entre Aylwin, Cáceres, Jarpa y los militares. Los acuerdos se hicieron públicos en junio de 1989 y se aprobaron en un referéndum del 30 de julio de ese mismo año, manteniéndose la inamovilidad de los comandantes en jefe y del general director de Carabineros; el Consejo de Seguridad Nacional, con igual número de miembros civiles y uniformados; el sistema binominal de elecciones; los senadores designados y vitalicios; y la posibilidad de que tribunales militares juzguen hechos que involucran a civiles.
En este contexto, la transición y el eje de la política gubernamental de derechos humanos se ve restringida a la búsqueda de los cuerpos de detenidos-desaparecidos, con posturas eufemísticas tales como “justicia en la medida de lo posible”, “justicia con clemencia” o “justicia para casos símbolos”, que tiende a equiparar a víctimas con victimarios.
VERDAD SIN JUSTICIA, SU REPERCUSIÓN EN LA DEMOCRACIA
En marzo de 1990 se crea la Comisión de Verdad y Reconciliación, cuyo informe (Rettig) establece el número de detenidos-desaparecidos y de ejecutados políticos, permitiendo la apertura de procesos que sucumben ante la Ley de Amnistía o la competencia a los tribunales militares. Luego, la “Mesa de Diálogo: Hacia el reencuentro de todos los chilenos”: Ahí, las fuerzas armadas reconocen que hubo cuerpos arrojados al mar, nombrándose jueces especiales para investigar esos hechos con la figura de secuestro calificado.
Por último, la Comisión sobre Prisión Política y Tortura, con un nuevo informe (Valech), donde prestan testimonio 35.868 personas y se caracterizan los mecanismos de represión aplicados en todo el país en un total de 1.132 recintos, y se proponen medidas de reparación. Sin embargo, se estableció el secreto sobre la identidad de los perpetradores por 50 años, lo que se traduce en impunidad, desatendiéndose hasta hoy la recomendación del Consejo de DDHH de la ONU para que se traslade esta información a los tribunales de justicia (como se hizo con el Informe Rettig), a fin de sancionar a los culpables.
Se aceptó avanzar en verdad, pero no en justicia. Tolerancia que tendrá serias repercusiones en años venideros pues, al no instalarse desde el inicio una sanción ejemplificadora, quedó abierta la puerta para que nuevos hechos de tortura y muerte involucren a uniformados y las policías en democracia.
Desde el año 2000 una avalancha de informes de relatores especiales y comités de expertos de la ONU dan cuenta de graves violaciones a los derechos humanos en Chile durante los gobiernos de la Concertación, en particular en contra del pueblo mapuche y en situaciones de detención, por el uso de leyes especiales para criminalizar demandas sociales (antiterrorista y de seguridad nacional) y la persistencia de la justicia militar con su manto de impunidad.
Los recientes esfuerzos de reubicar el tema de los derechos humanos en el escenario político han sido instrumentales y, por decir lo menos, faltos de proyección. Limitándose a la construcción de un Museo de la Memoria tibio, que refresca una visión de la dictadura pero tampoco alude a señalar e identificar a los culpables. Y un Instituto de Derechos Humanos, que ha sido cuestionado hasta el cansancio por sectores que tienen un trabajo histórico, siendo desoídos, siguiendo la costumbre.
“Veinte años no es nada”, señala la canción; y en materia de derechos humanos, las dos décadas de gobiernos concertacionistas dan cuenta de lo poco, o nada, que se ha avanzó.
DEMOCRACIA SIN CIUDADANÍA: EL SINO DE VEINTE AÑOS
Tras dos largas décadas en el gobierno, uno de los aspectos de mayor rezago entre los compromisos adquiridos por los partidos de la Concertación, pese a ser consustancial a la democracia, es la implementación y garantía de derechos ciudadanos. Ello, en elementos tan básicos, como el derecho a voto, pero también frente a aquellas transformaciones indispensables para un desenvolvimiento democrático efectivo, como es la necesaria reforma a la Constitución impuesta por la dictadura, contar con una ley de participación ciudadana y el establecimiento de la figura del defensor del pueblo.
En efecto, el artículo 25 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas, ratificado y vigente en Chile desde la década de los setenta, garantiza a los ciudadanos el derecho a la participación política y al voto.
Específicamente, la posibilidad de: a) Participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos; b) Votar y ser elegidos en elecciones periódicas, auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores; y c) Tener acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas de su país.
Sin embargo, existe hoy un número importantísimo de chilenos –capaz de modificar sustancialmente el curso de una elección- a quienes se les impide ejercer este esencial derecho a sufragio. Es el caso de los chilenos en edad de votar que se encuentran en el extranjero, y que asciende a cerca de un millón de personas, quienes por más de una década han visto frustrada su lucha por recuperar el derecho a participar en los designios del país, situación agravada por el hecho de que muchos de ellos fueron sometidos a un exilio forzado por la dictadura y el de las personas privadas de libertad sin condena –llega al 50% de la población penal del país-, como sí ocurrió en las cárceles argentinas durante la pasada elección presidencial.
Tampoco se ha establecido el voto electrónico, pese que Chile es un país que ostenta el mayor número de usuarios de Internet en América Latina; ni el voto de los mayores de 16 años, como lo han adoptado diversas países desarrollados.
No obstante la Concertación no sólo mantuvo, sino que además hizo uso (con el mismo fin represor y de control), de la restricción antidemocrática impuesta por la dictadura –mediante Decreto Supremo N°1.086 de Pinochet, en 1983-, al derecho a la “reunión pacífica, sin permiso previo”, garantizado en la Constitución (Art. 19, N°13). Decreto que obliga hasta hoy a solicitar autorización a las intendencias para manifestarse en espacios públicos, plazas o calles. Es decir, la paradoja (incongruente) de pedir permiso al Estado para manifestarse en contra de él mismo; limitando y criminalizando, a su vez, el derecho a la libertad de expresión de la ciudadanía. Ello, en un país sumergido en el discurso homogenizante y tendencioso de los medios de comunicación que controla casi en su totalidad la derecha política.
Por Hervi Lara Bravo y Paulina Acevedo Menanteau
El autor es docente y miembro coordinador de la Comisión Ética Contra la Tortura.
La autora es periodista, comunicadora en derechos humanos y se desempeña como coordinadora del área de comunicaciones del Observatorio Ciudadano.
Fotografía: Carteles con fotografías de detenidos-desaparecidos. Alameda Bernardo O’Higgins, 1979. Por Álvaro Hoppe.
El Ciudadano