Chile ratificó en 1990 la Convención sobre los Derechos del Niño, convenio aprobado el año anterior por la ONU que cambió, por lo menos en la letra de la ley, radicalmente nuestra idea sobre la infancia. A partir de entonces, cuatro principios fundamentales deberían regir las legislaciones de los países suscriptores: la no discriminación, el interés superior del niño, su supervivencia, desarrollo y protección, así como su participación en decisiones que les afecten.
La firma y reconocimiento de los derechos de los niños, una de las poblaciones vulnerables y vulneradas en su condición y derechos, la ejecuta el Estado chileno en el primer año de la posdictadura. Una suscripción efectiva pero también simbólica en cuanto el país emerge y se recupera de una sangrienta dictadura en la que se violaron los derechos humanos de millares de adultos y no pocos menores.
La ratificación del Convenio de la ONU es también el inicio de un proceso mundial, y por cierto local, de reconocimiento de los derechos de otros grupos humanos marginados por una historia patriarcal y machista. En este proceso el Estado chileno ratificó otros convenios internacionales para reforzar el cuidado y la defensa de comunidades históricamente agredidas y maltratadas. En este espacio está el Convenio 169 de la OIT de reconocimiento de los pueblos originarios o más recientemente iniciativas de inclusión de la población LGTBI, la unión civil que apunta al matrimonio entre personas del mismo sexo y los derechos de los migrantes. En toda la historia de Chile, abiertamente sesgada y patriarcal, estos grupos no sólo habían sido ignorados en cuanto a sus derechos, sino permanentemente violentados.
En este ejercicio que contiene sin duda algunos avances en la inclusión de grupos segregados, tal vez el más relevante ha sido la visibilización de la extensa discriminación hacia las mujeres, así como el abierto y oculto machismo presente en la legislación, en las costumbres y en el trato tanto en la vida pública como privada. Una lucha levantada por las mujeres de forma transversal que es hoy, posiblemente, una de las materias sociales y políticas de mayor envergadura e importancia.
Pese a los convenios internacionales, Chile no cumple con sus compromisos. Ello es especialmente notorio en el trato hacia los pueblos originarios y hacia los niños. Una actitud no sólo de indolencia sino también de persecución, acoso y represión. El caso de los niños mapuche reprimidos por las fuerzas policiales del Estado chileno tiene una doble gravedad: Chile no los respeta ni como representantes de minorías étnicas a las que se ha comprometido ante el mundo a dar un buen trato ni como niños. Una doble violación a los tratados internacionales.
La violencia estatal contra la infancia mapuche está expresada en numerosos aspectos que van desde las políticas de segregación, negación de derechos territoriales y culturales al permanente asedio y represión. Se trata de políticas de Estado que incluyen la ley antiterrorista, instrumento ilegítimo aplicado en más de una ocasión a menores de edad mapuche. Esta persecución y violación de derechos ha conducido a actos innobles e inhumanos de un estado hipócrita al obligar a Lorenza Cayuhan a parir a su hija engrillada, a provocar muertes de niños, como el asesinato del menor de edad Alex Lemún Saavedra, cuyo homicida sigue en al servicio del cuerpo represivo, o la intoxicación de cientos de niños gaseados por Fuerzas Especiales.
El Estado chileno no respeta únicamente los derechos de los niños mapuche. Tampoco los hace con todos los menores que han debido llegar, por múltiples y complejos motivos, a los centros del Servicio Nacional de Menores. El Sename, lejos de cuidar y acoger a los más débiles, ha demostrado actuar como una prisión en cuyo interior hay tortura, dolor, violencia sexual y muerte. Todo ello, silenciado por todos los gobiernos de la postdictadura.
La firma de ambos convenios por los gobiernos de la postdictadura y su no cumplimiento es también otro agravante, que conduce hacia la esencia de las políticas de la transición. La traición a principios básicos, como es el respeto a los derechos humanos, pero también hacia otros como los sociales, económicos y culturales, es una consecuencia de la influencia del poder del dinero y las elites económicas en las políticas públicas de los últimos 27 años. Una relación que ha cooptado y comprado a los representantes políticos al convertirlos en empleados de los grandes intereses financieros y las corporaciones. Los casos SQM, Penta o Corpesca son sólo la punta de un témpano de enormes dimensiones que ha sumergido a la actividad política y a la elite económica en un torrente de corrupción y pestilencia.
La fruición por el poder y el dinero fácil tiene expresión en estas políticas que violentan, reprimen y matan. El aparato represivo del Estado ha sido activado por los diferentes gobiernos para mantener la institucionalidad económica y social que tanto favorece a las forestales, que gozan de subsidios públicos para un negocio millonario levantado de manera ilegítima sobre tierras históricamente reclamadas por las comunidades. En el caso del Sename, la entrega de los servicios de cuidados de menores a centros particulares externos, ha convertido a esta actividad en un negocio que ha incentivado los abusos y el maltrato.
Ante esta realidad, qué sentido tienen los convenios de respeto a los derechos humanos y los pueblos originarios, todos aplastados bajo el único interés y objetivo de los gobiernos de la postdictadura. La hipocresía y la indolencia cruza a nuestra clase política.