Viernes 04 de noviembre de 2011 – 29 años después de su desaparición, los familiares de José Castellano fueron a buscarlo de entre la tierra. Otramérica fue testigo de su exhumación. Esta es la crónica sobre la cara de la guerra que azotó a Guatemala y que todavía da zarpazos a un país donde la verdad no trajo la justicia.
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A José lo fueron a buscar a su casa y se lo llevaron sin muchas preguntas. Su esposa María, sus dos hijos, y el resto de la familia se ahorraron comentarios. No convenía. Era el 14 de enero de 1982 y el Ejército guatemalteco mataba a quien sea, con argumentos o sin ellos.
María tenía 19 años, un año menos que José. Ese mismo día (jueves) recibió la visita de dos soldados más.
– ¿Dónde está tu esposo? Le preguntaron, aunque ya se lo habían llevado. “Está allá abajo (camino)”, respondió. El interrogatorio continuó: ¿Están casados? Sí ¿Y tienen hijos? Dos… Y llegó la advertencia. Si no lo encontramos allá abajo, venimos por usted.
Esta indígena Maya los siguió, sin importarle mucho la amenaza. Quería saber de José, “Chepe”, su esposo, y en efecto, lo ubicó. Unos 30 o 40 soldados lo tenían apresado en un camino desierto muy cercano a su casa.
María quería decirle algo, quizás que lo amaba, pero su cuñada no la dejó. Le advirtió “te van a matar”. En la tarde regresaron y sólo encontraron un saco de maíz, la radio de José y su machete.
La búsqueda del familiar se intensificó el viernes, el sábado y el domingo. Visitaron un “destacamento” que tenía el Ejército en San Martín de Jilotepeque y recibieron evasivas: “Aquí no hay nada. No busque más”.
El día lunes, cuatro días después del arresto, llegó la noticia, de boca de un joven de la aldea. José había aparecido. Unos “chuchos” (perros) se lo estaban comiendo. María corrió hacía el lugar. Era el mismo sitio donde lo había observado apresado. Estaba un brazo, una pierna, pedazos de tela de su pantalón y un zapato. Su suegra, la mama de José, encontró la cabeza como a 15 metros de distancia, en la cima de un cerro.
Reunieron los pedazos de José y los envolvieron en un saco y los dejaron allí mismo. Localizaron a una autoridad cercana al alcalde para que los enterrara. María agarró sus pertenencias (ropa y comida) y se marchó con sus hijos a un pueblo cercano. No pudo despedirse, no pudo decirle que lo quería, y tampoco pudo abrir la boca para denunciar la injusticia. No convenía.
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Son las 10 de la mañana y estamos en el lugar preciso donde María observó a José por última vez hace 29 años. Lo acompaña su hijo, de 30 años, vecinos, amigos, y la autoridad que hoy va buscar a su esposo.
Es una finca rodeada de pinos. Catalán es su nombre. Está llena de sembradíos de maíz. Fue una tierra comunal hasta que alguien, no sé quién, la adquirió en un proceso amañado que todos mencionan fue “ilegal”.
Luis nunca conoció a José, a su padre. Ni siquiera siente mucho afecto. “Cuando lo mataron tenía un año”, me dice. Pero tiene un azadón y unas coordenadas casi exactas para encontrar esa pierna, ese brazo y la cabeza de su papá.
Unos antropólogos han señalado un sitio con unas cintas naranjas y un tablero que registra en números y claves el caso. Han recomendado excavar por turnos.
Los más adultos abren el hueco. Como de un metro de ancho. Los más pequeños retiran la tierra con palas. Abren y cierran. Y así continúan. “La tierra se pone suave, cuando está suave, estamos cerca”, comenta uno de los antropólogos.
Son las 12. Ya van cuatro agujeros. El primer metro se ha extendido a casi 8 metros. Pican, abren y cierran. Otros están pelando con machetes el maizal de los alrededores. Sacan tierra, mucha tierra, y carbón. “Tú papá a lo mejor se convirtió en carbón”, le dicen a Luis sus compañeros. Pican y abren, y aparece un pedazo blanco, como una lombriz de tierra enorme. “A lo mejor es el hígado”, comentan y ríen. Todos sonríen, incluyendo a Luis.
La hermana de José coloca unas velas a un costado de los agujeros, en un acto casi ceremonial. Las otras mujeres se hincan a observar. El azadón pasa de una a mano a otra mano, de un vecino, a un amigo a un forense. Se reparte comida entre los que estamos en el lugar, para que la búsqueda continúe. Son las dos de la tarde, y todavía no aparece José. Nadie se detiene.
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San Martín de Jilotepeque fue uno de los lugares de Guatemala donde más muertes se registraron. “Yo creo que unos 5 mil”, afirma un ex guerrillero del Ejército del Pueblo que también participa en la búsqueda y con quién conversé el día anterior en San Martín.
Este pedazo de tierra donde nos encontramos fue un escenario de la guerra. Miles de militares llegaron aquí, arrasaron lo que encontraban, y el Ejército del Pueblo se replegaba a montañas cercanas. Quemaban sus viviendas, sus animales y cuando encontraban a alguien “sospechoso de vínculos con guerrilleros”, los juntaban y los masacraban a tiros.
El 22 de octubre, de este año, encontraron 84 restos en una fosa común en Choatalún, una aldea muy cercana a este punto. Arriba de donde estamos, ubicaron unos 40 cuerpos más. Los moradores me llevaron antes de empezar la jornada de exhumación de José al cementerio donde reposan los restos ubicados para que verificara personalmente el hallazgo.
Es un monolito, como de tres pisos. No hay nombres, ni epitafios, solo números. 1, 17, 34. El Estado les hizo el monumento, “como parte de la reparación y la dignificación de las víctimas”. Se puede leer en una placa alusiva a los desaparecidos, donde sí aparecen los nombres de ellos, 71 nombres, y 13 sin identificar.
Es un tema que en San Martín de Jilotepeque ha cobrado mayor fuerza en la última década, ahora que es posible exhumar y hablar un poquito. Ya no son foco de atención de la prensa, en parte porque la violencia narco está dejando más muertos en este momento.
Un familiar de uno de los desaparecidos que participa activamente en la búsqueda de los “cientos” de muertos que dejó el conflicto armado con una organización de la que es integrante, me ha dicho, que en estas fosas ubican a “hombres y mujeres, niños también”. De entre 5 y 6 años.
Algunos los distinguen por el tamaño de sus manitos, o por su ropa. En otros casos, encuentran “canicas” en sus pantalones. Todos ellos aparecen juntos, en huecos. Los hombres, asegura, llevan sogas del cuello a las piernas. Es un acto terrible, que según confiesa, cada vez que ocurre le parte el corazón, porque ha encontrado amigos, vecinos y hasta hermanos.
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José no aparece todavía. Ya van más de 7 horas de trabajo. El ánimo es muy bueno pese a los resultados, y las mujeres han llegado con una comida muy especial para el trabajo, que solamente se prepara para ceremonias muy especiales, como “bodas”. Es una sopa de maíz y otras verduras, con gallina criolla que se hace acompañar de unos bollos de yuca, (muy buenos) y café caliente.
Las mujeres también fueron a buscar al ayudante del alcalde de ese entonces que enterró a “Chepe” y lo han traído.
«¡Voy a decirles la verdad!», comenta con su llegada. Es un viejo, curtido, con machete al cinto, que asegura podría ser el último testigo, porque los demás compañeros que lo ayudaron a cavar el hueco “fallecieron”.
“Nosotros lo enterramos aquí” y señala el mismo lugar donde se ha trabajado toda el día. “Lo que pasa es que los “chuchos” (perros) eran grandes y creo que regresaron después de enterrarlo y se llevaron lo que quedaba de José”. “¿Está seguro?”, le consultan. Sí. Contesta. Y agrega: “Es más. Unos meses después me enteré que los chuchos se murieron, por comerse a José”. La mayoría sonríe. El pesado comentario es absorbido con una tranquilidad que solo aquí en San Martín comprenden.
La comida se reparte y las labores de búsqueda se detienen. Algunos recuerdan como aviones bombardeaban el lugar y el ruido de las metrallas. Otros hablan de su pasado por el ejército guerrillero con los más chicos, como para que la memoria histórica juegue un papel determinante este día.
Las velas se han apagado casi en su totalidad. Pero todos, están en cierta forma tranquilos, porque saben que aquí mataron a José, que era inocente de todo, campesino y trabajador, que fueron los militares, y que aunque no se haya ubicado este día, su historia y su vida, será contada por mucho tiempo.
Hoy no hemos tenido suerte. Así ocurre en muchas ocasiones, sin embargo, de nada vale ubicarlos, porque según uno de los antropólogos que participó en la exhumación, en las causas judiciales que se abren, cuando se encuentran los cuerpos, no se puede señalar a un verdugo, sino al “ejército de Guatemala”. Y al ejército de Guatemala no lo investiga nadie.
Por Vìctor Alejandro Mojica Páez
Tomado de Otramérica