Haití, 5 años después

Azotado de manera brutal por un sismo de 7

Haití, 5 años después

Autor: Arturo Ledezma


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Azotado de manera brutal por un sismo de 7.3 grados Richter en 2010, Haití ha vivido en la miseria en los últimos cinco años. Y aunque las políticas asistencialistas y las donaciones acudieron en tropel a proporcionar ayuda a los damnificados, los fondos han sido desviados para la construcción de hoteles de lujo, mientras el país sigue inmerso en la pobreza. Ante la imposibilidad de celebrar comicios electorales y de aprobar la relacionada ley electoral en el congreso, en 2014, la crisis política, que culminó con la renuncia del Primer Ministro Laurent Lamothe, tuvo como desenlace una oleada de manifestaciones populares y decenas de detenidos políticos. El presidente Michel Martelly «suspendió» el parlamento el 13 de enero y ahora tiene la posibilidad de gobernar por decreto.

I- 2010-2015, donaciones, promesas y cólera

2010. Claire viste una camisa blanca elegante, un limpio pantalón de mezclilla y tenis nuevos para largos recorridos. Salió de prisa, con paso firme. Brilla en medio de los escombros. Va trotando cuesta arriba, evitando cúmulos de ladrillos, coladeras destapadas y postes metálicos acostados sobre la banqueta. Harta de vagabundear, se sienta en el borde de una imponente roca que invade el carril y dificulta el tráfico. A lo largo de la Rue Delmas todo el mundo jadea, el sol parece no separarse nunca de su cenit y la línea del termómetro no se despega de los 30 grados. El esmog de la urbe caribeña se mezcla con el polvo de la destrucción y un hormiguero humano, desesperanzado, va en busca de comida y motivos para no pensar en la tragedia.

Han pasado dos semanas del terremoto, de la tremenda sacudida que en 39 segundos mató a 250 mil personas en la capital de Haití, Port-au-Prince o pap, como le dicen aquí. El 12 de enero, día de la catástrofe, Claire estaba fuera de su casa y se salvó. A su primo, a su tía y a muchos vecinos no les tocó la misma suerte. Ella todavía tiene una casa y una madre. Un millón y medio de sus conciudadanos, en cambio, duerme en las calles, en los jardines públicos o debajo de una carpa colectiva en los más de mil campos de emergencia que los albergan. El más grande —Delmas, un ex club de golf— lo presiden los militares estadunidenses y la organización Catholic Relief Service. Hay tan sólo unas decenas de baños y regaderas para 60 mil personas.

Claire tiene hambre. Su mamá no ha regresado en varios días. Todo producto básico se ha vuelto escaso, un lujo. Sólo quien logra tener un lugar en los campos puede acceder a raciones de arroz y frijoles que se entregan a cada grupo de 15 personas, más o menos el número de huéspedes que caben en una carpa. Los “excluidos” se las arreglan, buscan trabajos efímeros, intercambian baratijas o piden limosna, pero ¿a quién? La chica observa a los transeúntes, se esconde detrás de la roca, que en realidad es lo que queda del segundo piso de una construcción. Posiblemente Claire esté esperando a algún blanc, un extranjero a quien hablar y pedir ayuda. Me sigue. Después de 30, 40, 50 pasos acelerados, me rebasa. Pregunta, la mirada agachada, el tono de la voz seguro. Tomamos agua, la comida debe de estar lista y la invito a acompañarme.

¿Adónde fue el dinero?

Después del terremoto, empezó una hipócrita competencia de solidaridades y donaciones. ¿Quién daría más? La Organización de las Naciones Unidas (ONU), gobiernos, empresas, ciudadanos, sitios web, asociaciones y las más de diez mil Organizaciones No Gubernamentales (ONG) presentes en el país vertieron una masa de promesas y buenas intenciones, estimadas en cerca de 11 billones de dólares. Después de un año, sólo 5% de éstas había sido presupuestado y la verdadera competencia se dio, entonces, para ganar las licitaciones de las obras. La gestión de ese dineral fue otorgada a la Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití (CIRH), bajo el mando del ex presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, y el primer ministro haitiano, un puesto que quedó vacante por más de un año, tras la crisis política que caracterizó el gobierno del presidente-cantante Michel Martelly, a partir de mediados de 2011.
Por tanto, es fácil entender quién manda en realidad sobre el uso de las donaciones. Pese al flujo de dinero prometido, los trabajos para remover o reciclar los escombros (unos diez millones de detritos que sepultaban la capital) tardaron más de cuatro años en efectuarse. En los primeros dos años de “reconstrucción”, no hubo prácticamente ningún avance, la ciudad estaba igual, como a principios de 2010.

El entonces mandatario René Préval, quien dirigía su gabinete desde una carpa, tuvo que entregar las llaves del país a un consorcio de bancos y gobiernos foráneos que velarían por su destino. Hoy, más del 80% de los escombros ha sido eliminados, pero los esfuerzos de reconstrucción se han orientado más a la edificación de lujosos hoteles, maquiladoras y fábricas textiles que benefician más a inversores y compañías extranjeras que a resolver las necesidades de la población.

Entre 2010 y 2012, los fondos de la comunidad internacional para Haití alcanzaron la cifra de 6.43 billones de dólares, pero sólo el 9% pasó, de alguna forma, por el gobierno local. El monto de los contratos otorgados por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) fue de 485.5 millones de dólares, de los que sólo 1.2% fue para empresas haitianas.

En 2012, cuando aún medio millón de personas vivía en las carpas, el “fondo humanitario” de los ex presidentes Clinton y George W. Bush invirtió dos millones de dólares en el hotel de cinco estrellas Royal Oasis, un enclave dentro de un área urbana asolada. Un año después, con 300 mil desalojados todavía en la capital, la Corporación Financiera Internacional (IFC), parte del grupo del Banco Mundial, optó por financiar un nuevo Hotel Marriott que generaría “hasta” 200 empleos a partir de 2015 y 300 para su construcción.

La estructura estará en buena compañía: la estadunidense Best Western y la española Occidental Hotels & Resorts “resurgirán” de los detritos por el bienestar turístico de la isla, también gracias a los fondos de la solidaridad internacional y a los beneficios fiscales inusuales que tienen en los primeros 15 años de actividad. Los mecanismos de la cooperación y una rebanada de las donaciones sirven como engranajes para la apertura de nuevos mercados, atractivos para las trasnacionales y para algunas firmas de la élite nacional.

Neoesclavitud y cólera

“Haití tiene las condiciones fundamentales para un crecimiento económico sostenido, incluyendo una fuerza laboral competitiva, la proximidad de grandes mercados y atractivos turísticos y culturales únicos”, según Ary Naim, representante de la IFC en el país caribeño. Su frase sonaría cínica para muchos haitianos, ya que una situación laboral “competitiva” significa, para muchos de ellos, sweatshops, o sea “fábricas miserables” —implantadas por inversionistas estadunidenses— poco proclives a respetar las normas sobre el salario mínimo nacional de cuatro dólares y medio (ya de por sí muy bajo) y en las que trabajan bajo un régimen de sobreexplotación.

Otra paradoja de la cooperación, ligada también a la presencia militar extranjera en Haití, tiene que ver con la terrible epidemia de cólera que azota el país desde hace cuatro años y medio. Un estudio de 2011, publicado por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, estableció que el cólera, desaparecido de Haití hace 150 años, fue reintroducido por el contingente nepalés de los Cascos Azules, desplegado tras el sismo de 2010 dentro de la Minustah, la controvertida misión de paz de Naciones Unidas. Sin embargo, la ONU tardó 813 días en reconocer su implicación en la difusión de la epidemia y en pedir disculpas. Hoy se cuentan nueve mil muertos y 750 mil contagios y erradicar el cólera costará 2.2 billones de dólares.

En 2014 y 2015, con cerca de 140 mil personas todavía dispersas en 243 campos, la inversión internacional no apunta a la construcción de vivienda, sino a los proyectos hoteleros y a la expropiación y privatización de las costas e islas haitianas, como en el caso de la Île à Vache. Este pequeño paraíso del suroeste se ha vuelto el objetivo de empresarios estadunidenses y dominicanos, entre otros. El Colectivo de Campesinos de Île-à-Vache (KOPI), fundado en 2013, lucha para defender a los pobladores de la emigración forzada, de la expulsión de sus propias tierras y de la crisis alimentaria y ambiental que los nuevos megaproyectos turísticos están acarreando: deforestación, reducción de los cultivos y 20 mil habitantes alejados por la fuerza policiaca de las “brigadas motorizadas”, a cambio de la promesa de dos mil empleos, auspiciados por los operadores turísticos en la región, y mil 500 residencias que ocuparán enteramente las costas.

El Colectivo no es contrario al turismo, sino que combate los efectos nefastos de los proyectos que afectan a las comunidades locales, obligándolas a migrar hacia las ciudades y a trabajar en las fábricas miserables.

Flashback

2010. Claire mira a su alrededor, curiosa. Su francés es claro, no utiliza casi el criollo, idioma que yo no entendería, de todos modos. Estamos frente a la casona sede de Aumohd, la asociación de abogados para la defensa de derechos humanos en Haití que me da hospedaje. Su presidente, Evel Fanfan, es incansable; trabaja con presos políticos y sindicatos. La hora de la comida en Aumohd es un ritual. Los que dormimos en la casa preparamos diariamente una cantidad de alimentos para 15 000 personas: arroz, chicharos, frijoles, cebollas, salsas de pescado molido y cuscús, que aquí llaman Pití Mí (Pequeño Yo) y pastas que traje de México. Claire come doble, ríe y se lleva una porción para su mamá, en caso de que regrese pronto. Au revoir, se despide; no vuelve jamás.

El hambre de Haití

En la actualidad 80% de los diez millones de haitianos vive en la pobreza. Un millón y medio padece hambre y seis millones 700 mil no satisfacen con regularidad sus necesidades alimentarias. Una quinta parte de los niños padece desnutrición. La culpa no es del terremoto o del cólera. La “industria del hambre” ha sido históricamente un gran negocio: se crean mercados cooptados en los países “asistidos” mientras que, en Estados Unidos, los productores subvencionados participan en los programas de ayuda y venden al gobierno sus cosechas. Éste, a su vez, las entrega a diversas ONG y asociaciones que incluso pueden fungir como intermediarios y revenderlas, generando efectivo para sus operaciones.

En los ochenta, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y Estados Unidos presionaron a Haití para que fijara los aranceles más bajos a la importación de productos agrícolas del Caribe, lo cual perjudicó el agro nacional. Tras el sismo, ríos de alimentos inundaron Port-au-Prince, afectando nuevamente la producción nacional. Cinco años después, los escombros de Haití quedan ahí, desafiando el olvido, entre hambre, cólera y fallas estructurales.

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II- Intervencionismo y hambre

En abril de 2014, el World Food Program –Programa Mundial Alimentario– lanzó una alerta sobre la crisis de inseguridad alimentaria de la región norte-oeste de Haití. Sin embargo, en lugar de funcionar como denuncia de las causas reales del problema o como estímulo hacia el gobierno y la comunidad internacional para que intervinieran y fomentaran la producción agrícola local, el aviso sirvió como excusa para llamar a mayores esfuerzos en las donaciones desde el exterior. Entonces, se favoreció la llegada de productos importados. Pasó lo mismo en 2010, tras el sismo que dejó 250 mil víctimas en la capital, Puerto Príncipe, así como un millón y medio de personas sin techo. Todavía hoy, 140 mil haitianos viven bajo carpas en los campos de desplazados.

“El país tiene una necesidad desesperada de alimentos y de asistencia para la nutrición”, remarcó en abril Peter de Clercq, representante de la MINUSTAH, la misión militar de Naciones Unidas para la “estabilización de Haití”. Hace décadas que las peticiones lanzadas por alguna agencia internacional legitiman respuestas que raramente persiguen los intereses de la población de los países “asistidos”, sino más bien sirven a los objetivos de las multinacionales de la solidaridad y del comercio, de las potencias económicas y, asimismo, de las asociaciones religiosas foráneas. Pese a las “ayudas”, en los últimos cuatro años el precio del frijol, del arroz y otros alimentos creció cuarenta por ciento y se multiplicaron las protestas populares, sobre todo en el norte, en el distrito de Cabo Haitiano.

For Haiti With Love es un nombre que suena bien, aunque un poco cursi. Es una organización cristiana sin fines de lucro que sabe aprovechar las ocasiones que se abren tras cada crisis alimentaria y los pedidos de ayuda de alguna institución internacional. “Para Haití con Amor” pidió a sus simpatizantes un esfuerzo mayor en estos términos: “Tenemos que rezar verdaderamente para que más gente se interese por Haití y ayude a compartir el fardo de las ayudas allá, pero la ayuda financiera directa es lo que más necesitamos realmente justo ahora.” Así, paliando sufrimientos, tapando alguna falla con alimentos importados y oraciones, la protesta social y la inconformidad de los agricultores locales se va aliviando y los negocios pueden seguir.

El país caribeño tiene una tasa de pobreza del ochenta por ciento de la población, con un salario mínimo de 4.5 dólares al día que muchas empresas no quieren pagar. Veinte por ciento de los niños padece desnutrición, un millón y medio de personas pasa hambre y 6.7 millones tienen dificultades para cubrir su necesidades nutricionales básicas. Los programas asistenciales no han mejorado la situación y, por el contrario, han creado dependencia. La prensa mundial tiende a presentar los problemas de Haití de manera tendenciosa, extrapolándolos de su historia y del contexto neocolonial en que se engendraron, como si la pobreza endémica, la deforestación, el cólera, los daños de las catástrofes naturales y el arrebato de la soberanía hubieran sido producidos por un pueblo inconsciente o por un clima adverso.

En cambio, se minimizan las responsabilidades de gobiernos y agencias extranjeras que se reparten donaciones, programas y prebendas, y de las multinacionales que dominan la economía de la isla. Lo mismo pasa con el papel de la corrupción e ineptitud de la élite política nacional, aliada con la de las potencias más influyentes en la historia haitiana, como Francia, Estados Unidos y Canadá. Poco se habla de los despilfarros y costos logísticos de las más de 10 mil ONG presentes en Haití que, en la mayoría de los casos, constituyen más del sesenta por ciento de su presupuesto.

También la militarización de Haití es un hecho incontrovertible y poco mencionado. La comunidad internacional ha preferido invertir en misiones armadas, prácticamente desde principios de la década de los años noventa del siglo pasado, y no en el desarrollo y la democratización; baste recordar que ha habido dos golpes de Estado y miles de asesinatos políticos en los últimos veinte años en Haití. El territorio es ocupado por ejércitos extranjeros cada vez que hay alguna crisis, como sucedió después del terremoto, cuando llegaron más de 20 mil marines estadunidenses, así como centenares de soldados de otros países. Además, Haití es controlado permanentemente por una fuerza internacional, la MINUSTAH, que desarrolla tareas policíacas y militares, fuera del control del Poder Ejecutivo haitiano, que no cuenta con fuerzas armadas propias.

La injerencia de milicias foráneas se ha justificado con la presunta violencia de las ciudades haitianas y con los conflictos políticos internos que generarían inestabilidad en toda la región. En realidad, el verdadero afectado por las crisis caribeñas es Estados Unidos, donde reside cerca de un millón de haitianos y se vive con miedo la reanudación de flujos migratorios “no deseados”. Además, Haití no es un país violento: su tasa de homicidios es de siete por cada 100 mil habitantes, mientras que el promedio del Caribe es de diecisiete; en México dicho índice llega a veinticuatro y en Honduras alcanza noventa y uno.

Farol de la ONU

En la Asamblea de la ONU, en septiembre del año pasado, el presidente Enrique Peña Nieto anunció la intención de que México participe en las Misiones de Mantenimiento de la Paz de las Naciones Unidas que son aprobadas por el Consejo de Seguridad. Se enviarán contingentes civiles y militares para integrarse a los Cascos Azules, lo cual es una novedad para la política exterior mexicana y su tradición castrense no intervencionista. Ya hay países latinoamericanos, como Uruguay, Brasil, Venezuela, Bolivia y otros nueve, que mandan tropas al extranjero, bajo el control de la ONU y, asimismo, asignan personal civil y grupos de profesionales a las misiones. Como parte de la comunidad internacional, las misiones apuntan a la creación de “cierto estatus” para los países, más allá de las presuntas “responsabilidades” o compromisos “morales” y “democráticos” que se enarbolan para justificarlas.

La estrategia para generar “prestigio” manu militari, aun en el ámbito de Naciones Unidas, y la política de “potencia regional mediana” estaban detrás del anuncio presidencial, junto a la aspiración de contar más en el concierto mundial y en sus instituciones, y quizás ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad. Hay otros países, como Noruega, Suiza o Cuba, que prefieren elevar su “estatus” sin hacer hincapié en las milicias o únicamente en los intereses de los “jugadores globales” dominantes, sino que se ganan respeto con el soft power, el poder blando, es decir negociando acuerdos de paz, intermediando en conflictos armados, ofreciendo recursos, servicios e instituciones en el exterior y generando confianza mediante su imparcialidad o capacidad negociadora. Pero no es el camino que Peña Nieto parece privilegiar.

Entre las diecisiete misiones ONU en el mundo, en México se mencionó un caso específico para arrancar: el de Haití y la MINUSTAH, ya que allí la operación es “encabezada por países latinoamericanos” y “México de manera natural tiene un lugar”, según dijo la exembajadora Olga Pellicer. Cabe destacar que la MINUSTAH está bajo el mando de Brasil y hablar, en este caso, de “misión de paz”, es un eufemismo. La Misión en el país caribeño tiene tareas de policía y militares para el control, mejor dicho “la ocupación”, del territorio.

Además de ser responsables de la epidemia de cólera que ha cobrado casi 9 mil víctimas y producido más de 750 mil contagios en cuatro años y medio, los cascos azules brasileños, latinoamericanos y de otras regiones se han manchado con crímenes y abusos a los derechos humanos desde su llegada en 2004 hasta la fecha. Por ejemplo, los perpetrados por las misiones de “pacificación” en el barrio de Cite Soleil a cañonazos, causando la muerte de decenas de inocentes, para buscar a presuntos delincuentes y a seguidores del expresidente Jean Bertrand Aristide, víctima de un golpe y deportado por militares estadunidenses en febrero de 2004. Precisamente su expulsión forzada, orquestada por laCIA y el International Republican Institute de Estados Unidos y otras potencias hegemónicas en la isla, como Francia y Canadá, justificó la entrada del ejército de la ONU en apoyo al régimen antidemocrático (2004-2006) del presidente Alexandre Boniface y su primer ministro Gérard Latortue, en el cual hubo 4 mil asesinatos políticos. Los Cascos Azules y la ONU tardaron casi tres años en reconocer su responsabilidad frente a la epidemia de cólera, y el plan de erradicación de la enfermedad costará 2.2 billones de dólares.

La MINUSTAH ha tenido tareas positivas de protección de la población tras catástrofes naturales y en momentos de conflictividad política, pero también ha actuado como fuerza extranjera de control social, al margen de las decisiones del gobierno local y al servicio de Estados Unidos, principalmente. Los mecanismos, a veces perversos, de la cooperación internacional y las misiones que desde hace más de veinte años, con nombres diferentes, han sido conducidas por la “comunidad internacional” en Haití, han tenido resultados controvertidos y dudosos, si no es que desastrosos, quitando soberanía al país y provocando constantes protestas de la población. México no ha participado en los asuntos militares y policíacos de Haití, o sea la MINUSTAH, lo cual a todas luces, hasta la fecha, ha sido una ventaja.

La industria del hambre

Las alarmas sobre crisis alimentarias acaban llenando los bolsillos de productores e intermediarios estadunidenses, de agencias gubernamentales e “independientes” que administran el flujo de alimentos y dinero. Haiti Grassroots Watch (HGW) es uno de los pocos medios que informa cabalmente sobre esta cuestión, entre otras. ¿Por qué Haití tiene hambre y este flagelo es más fuerte ahora que en los últimos cincuenta años?, pregunta en un artículo en su página web. Los representantes de la Red Nacional para la Soberanía y Seguridad Alimentaria (RENAHSSA) atribuyen al gobierno el empeoramiento de la situación, pero hace ya mucho tiempo que economistas, agrónomos y expertos diseñan proyectos y ganan licitaciones, contratos y becas para supuestamente encarar el hambre.

Los donantes dan billones de dólares en “ayudas alimentarias”, “para el desarrollo” y la “asistencia humanitaria”, y controlan programas de fomento que no tocan las causas estructurales del hambre, que son al menos seis, según HGW: 1. La pobreza, la precariedad salarial y la privatización de todos los servicios; 2. El régimen de la propiedad de la tierra, la falta de su gestión racional, la inexistencia de un registro y el uso clientelar de la tierra; 3. El neoliberalismo, que impuso aranceles bajísimos sobre los productos importados hace más de veinte años y causó éxodos del campo a las ciudades, sobrepobladas y peligrosas, como también se vio con el sismo de 2010, cuando murieron más personas en los barrios más poblados, pobres y hacinados; 4. El aumento demográfico con producción agrícola estancada, basada en técnicas obsoletas y abandonada por el Estado; 5. El impacto negativo de la “asistencia” internacional que actúa según coyunturas y emergencias, por sus propios intereses, fuera del poder del gobierno local; 6. Las ineficiencias del mercado interno, los oligopolios de los importadores de comida que mantienen altos los precios.

Según HGW, más del cincuenta por ciento de la ayuda alimentar para Haití proviene de programas gubernamentales estadunidenses. Sólo una pequeña parte pasa por el Ejecutivo haitiano, pues la mayoría es administrada por agencias como el World Food Program y contratistas como World Vision, CARE, ACDI-VOCA y Catholic Relief Service. Estas “importaciones” de bajo costo hacen competencia o dumping a la producción haitiana y generan recursos para las ONG. El gobierno de Estados Unidos compra arroz, trigo, harina, aceites, pollo y frijoles a sus productores, y luego los envía a las organizaciones que pueden revender los alimentos y obtener efectivo para sus propios proyectos. La industria del hambre es un gran negocio para el cual se crean mercados cautivos en los países receptores de la ayuda, ahogando la expansión de la agricultura local. También por ello el hambre es una plaga endémica que se relaciona con los mecanismos de la cooperación internacional y la imposición externa de políticas comerciales depredatorias.

 

Fuente: Rebelion


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