La escritora y antropóloga médica norteamericana, Kimberly Theidon, visitó Chile esta semana invitada por el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas para participar en el seminario «Memoria, Conflicto y Coexistencia». Theidon es investigadora sobre violencia política, reconciliación y políticas reparatorias de postguerra, experta en el contexto latinoamericano.
Entre su obra, destaca Entre Prójimos: El conflicto armado interno y la política de la reconciliación en el Perú” (2004) que relata las investigaciones llevadas a cabo en Perú a mediados de los 90, después del conflicto militar entre el ejército peruano, la población civil y las comunidades, entre otros. Fue premiada por la Asociación de Estudios Latinoamericanos en el 2007, y utilizada como base argumental de la película La teta asustada, un relato sobre violencia sexual, memoria y el reconciliación en un Perú segregado étnicamente.
Durante su visita a Chile, El Ciudadano tuvo ocasión de conversar con ella sobre violencia sexual en la dictadura, memoria historica y reparación.
Según el informe de la Comisión Valech, 3.400 mujeres fueron objeto de violencia sexual por parte de agentes del Estado durante la dictadura de Pinochet. Sin embargo, hasta el momento se han presentado sólo siete querellas criminales y los torturadores siguen refugiándose en los pactos de silencio y la impunidad. Las organizaciones de derechos humanos apuntan a la necesidad de visibilizar este delito. ¿Cómo enfrentar ese proceso?
Hay una tendencia en no reportar por varias razones. Éste es un crimen que paradójicamente lleva mucho más estigma para la sobreviviente víctima que para el perpetrador. Si me roban la cartera o entran en mi casa, nadie me va a decir que estaba provocando. La violencia sexual es un crimen donde se echa mucha culpabilidad a la víctima sobreviviente.
Además, hay muy poco incentivo para hablar de un hecho estigmatizante y doloroso, que hay que contar de una cierta forma, con ciertos detalles, para convencer al interlocutor de que realmente esto me ha pasado. Representa reproducir una narrativa detallada agonizante: ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿por dónde?, ¿cuántas veces? Es hacer hablar a las mujeres en primera persona sobre la violencia y sobre la violación. A eso se le suma el hecho de que lograr justicia es realmente muy difícil.
En Perú, durante la Comisión de la Verdad, se reportaron 538 violaciones por los 20 años de conflicto armado y 17.000 testimonios, de los cuales sólo 11 de hombres. Eso quiere decir que las personas no hablaron en primera persona. Y además, hasta la fecha, ningún hombre ha sido ajusticiado o sentenciado por la violencia sexual durante el conflicto armado.
Los testimonios completos de las víctimas contenidas en el informe de la Comisión Valech serán desclasificados después de 50 años de su publicación. Algunos sectores piden que se desbloquee el secreto apelando a que esto serviría para hacer justicia. En cambio, otros opinan que las víctimas tienen derecho a que sus identidades y relatos no sean revelados. ¿Qué debe prevaler en estos casos?
Puede ser que este silencio sirva a algunos intereses. Esperar 50 años puede ser muy útil para ganar tiempo y muchos de los culpables estarán muertos. ¿Para qué sirve? ¿A quién sirve este silencio? Hay que pensar cómo respetar este silencio y, a la vez, abrir un espacio para aquellos que sí quieren hablar. Lo importante es que la sociedad chilena tiene que enfrentar, asumir esa conversación y abrir un debate nacional sobre este aspecto.
En este punto se plantea el debate entre memoria versus olvido ¿Hay que rescatar o hay que olvidar? ¿Existe un límite para la memoria?
Parto de la idea de que no podemos caer en el binomio entre memoria-olvido. Hay que plantearlo como memorias-contra-memorias. Cualquier memoria está elaborada, silenciada y expresada en relaciones de poder. Siempre hay una lucha de quienes tienen el poder para narrar lo que pasó.
Hay que abrir un espacio para memorias y contra memorias y entender a quiénes sirven. Que no sirva para que de nuevo algunos asuman una posición más hegemónica frente a los demás. Hay memoria oficial, del Estado, hegemónico, y a otro lado, hay memoria popular.
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¿Cómo se pueden encontrar las grietas para que la memoria popular tenga un espacio en la memoria colectiva?
Cuando pienso en la hegemonía de Gramsci, pienso que no es total, no es permanente. Cualquier grupo que quiere preservar su posición hegemónica tiene que intentar constantemente fortalecerlo. Porque el tiempo puede abrir nuevas memorias y espacios, nuevas posibilidades narrativas. En Chile no ha pasado tanto tiempo para cerrar y también hay que considerar que la idea de pasar página es una fantasía porque la historia vuelve, las memorias vuelven. Y es ahí donde se requieren mecanismos que faciliten ese camino, como la coexistencia, por ejemplo. La reparación tiene que enfocarse hacia las necesidades de la vida cotidiana pero también por el lado simbólico, es decir, reparar las indignidades y las humillaciones.
Una de las mujeres que aparece como testigo en los audiovisuales del Museo de Derechos Humanos, que visité hace un par de días, relata que el dolor de la electricidad era horrible, pero ella logró olvidarlo. No así la humillación de estar allá desnuda, mojada, atada en la cama. Es la dignidad lo que hay que reparar, tiene un aspecto moral y simbólico.
“Para muchas mujeres violadas, tener su bebé se convierte en algo repugnante”
Sobre los efectos que produce la violencia sexual política en las mujeres, en tu libro explicas que aquellas que se quedaron embarazadas durante un contexto de violación tienen más complicaciones en el embarazo y el parto, además de que el hijo fruto de una violación puede sufrir varias secuelas…
Cada vez más estamos reconociendo desde las ciencias sociales, la biología y los estudios de género que esta experiencia provoca transformaciones corporales, ya sea en contextos de violencia política o intrafamiliar. Muchas podrían empezar en el momento de la concepción porque una mujer violada por 20 soldados convierte el momento de concebir un bebé en un momento de dolor, angustia, sangre y horror. Esto tiene que marcar. Y probablemente este bebé no va a ser normal.
También las secuelas y los efectos se pueden dar durante la gestación de la mamá. Hay mujeres que me han hablado de esto preguntándose «¿qué monstruo está creciendo dentro de mi?». Toda esta ambivalencia y -a veces- rechazo, lo transmite la madre dentro del útero. Por eso es fundamental respetar el derecho de estas madres a decir “no quiero prestar mi cuero ni mi labor reproductiva para eso”. Tienen derecho a no querer ser madres y a tener un acceso al aborto seguro, factible y a bajo costo.
En Chile esta opción todavía no es legal. Justo ahora se está debatiendo la violación como uno de los supuestos para poder practicarse la interrupción del embarazo. Pero el debate es controvertido y se da en los espacios políticos. ¿Dónde queda el protagonismo de las víctimas?
He notado en países como Bosnia, Uganda, Ruanda que muchos de esos bebés nacen con problemas. Muchas de las mujeres han intentado abortar metiéndose hierbas en sus vaginas, palos o tirándose desde el techo de su casa. Hay muchos intentos de abortar que fracasan pero tienen efectos.
Se justifica que las mujeres no interrumpan su embarazo con el argumento del amor maternal, que implica un guión hegemónico, en el que no caben otros espacios ni otras experiencias más allá de ser madre, a pesar de que, en muchos casos, la maternidad puede ser muy difícil. Para muchas mujeres violadas, tener su bebé se convierte en algo repugnante, llegan a odiar a sus guaguas porque les recuerda constantemente lo que les ha pasado. Si queremos asegurar injusticia a largo plazo para esas mujeres, sus fetos y sus bebés, sigamos penalizando el aborto como lo hacemos ahora. Si quieren abortar lo van a hacer de cualquier modo ellas mismas.
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¿Tiene otras implicaciones la violencia sexual política respecto a la misma violencia dada en el contexto intrafamiliar?
Frente a una entidad estatal se suma la traición institucional, que el Estado no solamente no ha protegido sino que ha violado derechos de las personas. En Perú, entre 1996 y 2000, se llevó a cabo una política del Estado contra mujeres pobres, de la periferia urbana, en zonas rurales, de mayoría quechua.
Allí el peor perpetrador de violencia sexual fue el Ministerio de Salud. Hay 270.000 mujeres esterilizadas durante el segundo mandato de Fujimori bajo engaño, amenazas y en condiciones horribles. Eso no fue incluido en la Comisión de la Verdad ni en Registro Único de Víctimas [llevados a cabo después del período de terrorismo en Perú para reparar a las víctimas], no se consideró violencia política. Recién, en noviembre de este año, se aprobó un decreto de ley para abrir un Registro Único de Víctimas de esterilizaciones forzadas.
¿Qué efectos tuvo esto?
Ese abuso masivo contra las mujeres ha tenido repercusiones horribles en sus vidas, sobretodo para las comunidades que viven en economías agrícolas y pobres en las que los hijos son la fuente de seguridad social durante la viejez. Además muchas quedaron discapacitadas, con problemas psicológicos, infecciones permanentes o cáncer.
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¿Qué responsabilidad tienen las sociedades que han pasado estos procesos?
Hay que pensar que la responsabilidad de asumir los legados de la violencia sexual es un deber de todas las comunidades y sociedades, no sólo de los sobrevivientes. Abrir espacios para que los demás asumamos esta responsabilidad y respetar si las mujeres deciden no hablar. Hay un derecho al silencio porque el silencio es lo que permite recuperar la vida cotidiana, preservar el futuro de los niños.
Me remito a las palabras tan lindas que pronunció Salomón Lerner, el presidente de la Comisión de la Verdad peruana. Cuando entregaron el informe en 2003, hizo una pregunta retórica: ¿Qué dice nuestra comunidad política frente al hecho de perder 70.000 miembros de esta sociedad sin darnos cuenta? Los que se perdieron eran los pobres, además con un importante componente de etnicidad. La historia nos enseña que la maldad de unos es sólo posible por la indiferencia de otros. Eso es lo que pasó en Perú y lo que pasó acá. No decir absolutamente nada mientras no vengan a llamar a mi puerta. Hay que aceptar que si están dañando a las personas de nuestra sociedad y no decimos nada, eso nos convierte en cómplices. Y eso incomoda mucho.
Meritxell Freixas