El procesamiento de siete militares en retiro por haber quemado a dos jóvenes opositores a la dictadura vuelve a traer a la conciencia de los chilenos el drama de asesinatos, torturas y muertes de compatriotas perpetrados durante la dictadura y mantenidos en la impunidad por los pactos de la transición.
La reapertura de la causa fue posible gracias a la denuncia del ex conscripto Fernando Guzmán, quien integró la patrulla militar que detuvo y quemó a los jóvenes. Los procesados como autores son los militares (R) Julio Castañer, Luis Zúñiga, Francisco Vásquez, Iván Figueroa, Nelson Medina y Jorge Astengo. También es acusado de cómplice Sergio Hernández, conductor del camión militar que participó de la operación.
En las últimas horas se sumó el testimonio de otro ex conscripto Pedro Franco Rivas, quien reafirma que tras quemar a los jóvenes Rodrigo Rojas de Negri y Carmen Gloria Quintana, los conscriptos fueron trasladados a Peldehue, donde fueron “presionados para declarar que todo lo ocurrido era un accidente».
UN TENIENTE CATÓLICO
Los militares querían una imagen ejemplarizadora. Desde mayo de 1983, cuando comenzaron masivas protestas contra la dictadura de Pinochet, la estabilidad del régimen era cada vez más resquebrajada. La respuesta habitual era sacar militares de uniforme y de civil a las calles con autorización para disparar a quienes exigían democracia. Una protesta de agosto de 1983 terminó con 30 personas muertas.
Para los días 2 y 3 de julio de 1986, un frente amplio de sindicatos, federaciones estudiantiles, colegios profesionales y otras organizaciones, convocaron a una nueva protesta. La respuesta de la dictadura fue militarizar las principales ciudades con la Unidad Fundamental Antisubversiva (UFA), cuya performance en los fríos días de Santiago era salir con el rostro pintado, uniforme de combate y fusiles listos para disparar.
La primera jornada del paro nacional de ese mes de julio, dos patrullas de soldados a cargo del teniente Pedro Fernández Dittus y Julio Castañer, encontraron en las proximidades de la Universidad de Santiago a dos jóvenes. Carmen Gloria de 18 años y Rodrigo de 19, quien acompañaba con su cámara fotográfica a un grupo de jóvenes que planeaba hacer una barricada. Tenían la misma edad de los conscriptos que integraban la patrulla, quienes los golpearon con intensidad.
Fernández Dittus se comunicó con tres oficiales de Inteligencia, que llegaron en un camión militar. La suerte estaba decidida: Carmen Gloria y Rodrigo fueron rociados con la bencina y quemados. Mientras trataban de apagarse las llamas eran golpeados por los conscriptos con sus culatas. Uno de los golpes hizo a Carmen Gloria perder parte de su dentadura; a Rodrigo lo dejaron inconsciente.
Carmen Gloria y Rodrigo inconscientes fueron subidos en frazadas en la camioneta militar y abandonados en un camino rural de Quilicura. En el camino fueron cambiados a otro vehículo militar. Según el testimonio del conscripto Guzmán, Fernández Dittus no mató a los jóvenes porque dijo ser católico.
El impacto del caso provoca que en la tarde de ese día, el Departamento de Relaciones Públicas del Ejército desmienta “categóricamente la participación de sus miembros en los hechos aludidos”.
Casi una semana después producto de las quemaduras muere Rodrigo, a quien su madre, Verónica De Negri, en sus últimas horas debido a todo su cuerpo quemado, sólo podía acariciarlo en los pies. En los días previos, pese a la insistencia de los familiares, Rodrigo no fue admitido en ninguna clínica de Santiago. La precariedad del sistema público de salud bajo la dictadura no tenía las condiciones para mantenerlos con vida en la Posta Central. La Clínica Alemana y la Clínica Las Condes se negaron a recibir a los jóvenes.
Carmen Gloria logró sobrevivir, pero quedaría con el rostro desfigurado, transformando su imagen en un símbolo de la represión de Pinochet.
SE QUEMARON SOLOS
Lo espantoso del caso trascendió las fronteras y la dictadura estuvo obligada a dar explicaciones. A las pocas semanas una versión del Ejército sostenía que Carmen y Rodrigo llevaban las bombas con bencina y se encendieron por accidente. Los militares sólo llegaron a apagarlos con frazadas y los dejaron abandonados en Quilicura. En total estaban implicados tres oficiales, cinco suboficiales y diecisiete conscriptos.
Pese a que una decena de testigos presentados por los abogados de la Vicaría de la Solidaridad aseguraban que los militares habían quemado intencionalmente a las víctimas, el juez a cargo del caso, Echavarría Lorca, a fines de julio de 1986 avala la tesis de los militares y traspasa la investigación a la Justicia Militar, procesando sólo al teniente Fernández.
Algunos de los testigos fueron amenazados de muerte y abandonaron el país. En agosto de 1986, el fiscal militar arresta al testigo Pedro Martínez Pradenas, quien es procesado por la Ley de Control de Armas, ya que el fiscal militar consideró que había estado entre los manifestantes que portaban artefactos incendiarios. El mismo día otro testigo es secuestrado por dos civiles que los conminan a cambiar su testimonio. En septiembre es procesado el abogado querellante, Héctor Salazar, por haber declarado que “creo que el alto mando del Ejército de Chile le debe a los tribunales y al país la verdad”.
En agosto de 1988 el fiscal militar, Erwin Blanco, dicta una condena de 300 días de cárcel contra Fernández Dittus por no haber trasladado las víctimas a un hospital. En enero de 1993, la Corte Suprema lo condena a 600 días en prisión por la misma causa. El 25 de febrero de 1997, Fernández Dittus queda en libertad tras haber permanecido poco más de un año en el penal de Punta Peuco. Sería el primer condenado por derechos humanos en salir libre por cumplir su condena.
PACTO DE SILENCIO Y LA MUERTE DE EUGENIO BERRIOS
El día de reconstitución del atentado el conscripto Guzmán se enfrentó por primera vez al rostro desfigurado de Carmen Gloria. En la declaración dada al juez recientemente dice que recuerda que “llovió y yo me subí al carro de la Carmen Gloria con todas mis ganas de decirle ‘estos hueones fueron los que te quemaron’”.
Pero prefirió quedarse callado. “El problema ahí era la familia, que también pesa, y se lo dije, esa vez me cagué de miedo”- recuerda.
Todos los militares que participaron en la acción, incluidos los 17 conscriptos, quince días después de los hechos fueron trasladados hasta el Fuerte Arteaga en Colina, donde se les instruyó para enfrentarse al juez. Las declaraciones ya estaban preparadas y se les mostró una maqueta del lugar para así reafirmar la versión oficial.
Incluso se les instruyó que cuando estuvieran frente a Carmen Gloria, “teníamos que intimarla con la mirada, y si veíamos que alguno de nosotros estaba nervioso, uno de los extremos tenía que fingir un desmayo”- cuenta Guzmán, quien reconoce que Rodrigo nunca portó una bomba y que “fue un invento del Ejército para justificar su actuar”. La cámara fotográfica que portaba quedó en las manos de su asesino.
Las instrucciones para mentir en el juzgado fueron dadas por Fernández Dittus y Castañer, agrega el ex conscripto.
Mas la telaraña de silencio implicó esferas más altas del Ejército. Según el testimonio del ex conscripto, tuvieron hasta una reunión con el general Santiago Sinclair en el Regimiento Los Libertadores. Sinclair era el vicecomandante en Jefe del Ejército, o sea, el segundo en la línea de mando bajo Pinochet.
El general les dijo “que estuviéramos tranquilos que nada nos iba a pasar y que nos preocupáramos de nuestras familias porque si algo salía mal, él y su comandante estaban dispuestos a efectuar un segundo 11 de septiembre de 1973”- contó Guzmán.
Así se pusieron de acuerdo con lo que iban a decir y prepararon una declaración judicial engorrosa. Estuvieron 27 horas declarando ante la actuaria y se les pidió demorarla al máximo para cansarlos.
Además, para mantener el silencio se proveyó de dinero y permisos a los conscriptos involucrados. Cuando Guzmán manifestó su disconformidad en 1987 “me dijeron que tenía una depresión y me dieron permiso indefinido con goce de sueldo”- cuenta.
Luego recibió varias amenazas, lo iban a buscar varias veces y lo llevaban esposado hasta el regimiento Los Libertadores. Llegado allá hasta la guardia, lo devolvían para casa.
La confesión del ex conscripto evidencia una vieja sospecha de las agrupaciones de detenidos desaparecidos: La existencia de un pacto de silencio que protege a la mayoría de los involucrados en violaciones a los derechos humanos ocurridas durante los 17 años de dictadura. Si bien hasta ahora se sospechaba de un pacto tácito entre los implicados, la declaración de Guzmán da cuenta de que toda la estructura institucional del Ejército de Chile para hacer frente al caso quemados se implicó para mantener un manto de silencio e impunidad.
El temor durante la dictadura a los superiores y la inmanente presencia de Pinochet como actor clave de la transición sustentó durante años la nula colaboración por parte de los militares en la aclaración de las muertes de miles de chilenos.
Terminado el servicio militar, todos los conscriptos implicados fueron mantenidos en el Ejército. “A cambio de nuestro silencio, la institución nos proveyó de permisos, de dinero, como una manera de continuar con esta mentira y mantenernos callados”, aseguró el conscripto.
El Regimiento de Caballería Blindada N° 10 Libertadores, donde pertenecían los militares que participaron en el ataque a los jóvenes, fue el centro operativo de lo que perfectamente es una asociación ilícita.
En 1987, mientras Fernández Dittus estaba en prisión preventiva fue ascendido a capitán de Ejército. Y eso que dos años antes había atropellado y matado a una empleada doméstica, caso por el cual fue indultado por Pinochet.
El oficial tras ingresar a Punta Peuco en 1996, comenzó a recibir una pensión por una invalidez denominada “estrés post guerra” como víctima de padecimientos en “actos de servicios”, lo que aumentaba casi el doble su jubilación. Dicha pensión se repite en otros casos de violadores a los derechos humanos y da cuenta de un soterrado engranaje con recursos fiscales diseñado al interior del Ejército que no sólo se preocupa de tener contentos a los implicados en crímenes, sino que además está lubricando el silencio.
En las declaraciones del conscripto Guzmán, se acusa que hasta recibieron amenazas de muerte de la superioridad para que mantuvieran el silencio.
La mecánica de la muerte para mantenerlo siguió operando ya entrada la democracia para proteger no sólo crímenes contra sus compatriotas, sino que también oscuras operaciones de tráfico de armas y drogas. Así ocurrió cuando en abril de 1995, en una playa cercana a Montevideo fueron encontrados los restos de un cuerpo arrodillado con dos impactos de bala en el cráneo y con huellas de haber estado maniatado. Se trataba del bioquímico de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), Eugenio Berríos Sagredo, quien estaba desaparecido desde 1992, cuando el Ejército chileno lo había sacado del país asediado por una investigación judicial.
Berríos fue un prolífico miembro de la policía secreta de Manuel Contreras y elaboró armas químicas, como gas sarín y toxina botulínica, usadas en el asesinato de opositores a la dictadura de Pinochet, entre ellos el ex presidente Eduardo Frei Montalva. También Berríos desarrolló la llamada cocaína negra, que no tiene olor, y fue parte de una oscura red de tráfico de cocaína que abastecía a Australia y Europa, con redes de Montevideo y Argentina. Sabía mucho el hombre.
Su muerte, en la que participaron militares chilenos, argentinos y uruguayos dio cuenta de la vigencia de las redes de la siniestra Operación Cóndor, que en las décadas de las dictaduras latinoamericanas coordinaron las policías represivas de Argentina, Paraguay, Uruguay, Brasil y Chile, para el asesinato de opositores o el encubrimiento.
Algo parecido pasó con el coronel de la DINA, Gerardo Huber, quien en 1987 es nombrado director del Complejo Químico Industrial del Ejército, ubicado en Talagante y muere en 1992 en extrañas circunstancias. Una red de tráfico de armas hacia Croacia descubierta a comienzos de la década de 1990, tenía como punto de origen dicho regimiento. Una investigación del juez Adolfo Bañados que contempló citar a Berríos, provocó que se activara la llamada operación Control de Bajas, diseñada según un ex jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejército, por el mismo Pinochet, en ese momento aún como Comandante en Jefe de la institución.
LA IMPUNIDAD INSTITUCIONAL
Cuando a comienzos de la democracia Carmen Gloria se entrevistó con el entonces ministro secretario general de Gobierno, Enrique Correa, todas sus esperanzas en conseguir justicia se diluyeron. “Aquí hay cosas bien claras, se va a hacer justicia con tres casos emblemáticos y nada más”- le dijo el ministro, según asegura Carmen Gloria.
Enrique Correa, ministro de la Segegob entre 1990 y 1994, fue el encargado de mantener el diálogo con el Ejército a través del general Ballerino, brazo derecho de Pinochet, quien se mantendría en la Comandancia en Jefe hasta 1998. En esos años se consolidó que la salida a la dictadura pactada implicaba la impunidad en los casos de violaciones a los derechos humanos.
El gesto fue público cuando Patricio Aylwin presentando el informe de la Comisión de Verdad, dedicada a esclarecer el número de violaciones a los derechos humanos, dijo apenas que el Ejército “debía pedir perdón” y que se realizaría justicia “en la medida de lo posible”.
El silencio lubricado en los cuarteles contó con el apoyo inédito de la clase política chilena de la post dictadura que si bien se sumaba al rechazo respecto de las violaciones cometidas por la dictadura contra la población chilena, se preocupó de mantener una impunidad solapada. La opereta de la transición en el ámbito de los derechos humanos se valió de dos dispositivos para asegurar la impunidad: Por arriba las garantías explícitas dadas por los gobiernos de la Concertación de no molestar al Ejército y, al interior de la institución, un pacto de silencio aún vigente.
Toda institucionalidad del Estado .o sea, financiada por nuestros impuestos, para mantener un secreto criminal.
De la década de 1990 se recuerdan apenas la resolución de los crímenes del ex canciller Orlando Letelier, caso presionada por Estados Unidos para cerrar la página de un atentado cometido en el corazón de Washington; del caso degollados y, en la década siguiente, del asesinato de general Carlos Prats y Sofía Cuthbert.
Cuando comenzaron a ser procesados militares, los gobiernos concertacionistas se apresuraron en construir una cárcel especial para ellos. Nació así Punta Peuco y el Regimiento de Telecomunicaciones de Peñalolén, donde fueron recluidos los principales cabecillas de la DINA y la CNI.
A la impunidad en la mayoría de los asesinatos cometidos por los militares chilenos, los pocos criminales que se han condenado mantienen un nivel de privilegios muy distante respecto del resto de la población penal. Uno de los regalos del ex presidente Lagos a los militares fue el Penal de Punta Peuco, que resulta ser un hotel de lujo para el nivel de hacinamiento de las cárceles chilenas.
Justamente en el Batallón de Telecomunicaciones de Peñalolén fueron recluidos los militares procesados la semana pasada por el juez Mario Carroza.
MESAS DE DIÁLOGO COJAS
Cuando Pinochet fue detenido en Londres en 1998 a ojos del mundo se develó la impunidad que a casi una década de gobiernos democráticos cubrió los crímenes de la dictadura. Para salvar la honra de la transición chilena, el gobierno de Eduardo Frei y el Ejército pergeñaron una mesa de diálogo para encauzar las demandas de los familiares de detenidos desaparecidos y de otros casos de asesinatos por parte de agentes de la dictadura, que aparecían en las pantallas de la televisión del mundo denunciando la impunidad.
Al igual que en otros conflictos sociales futuros, la mesa de diálogo terminó siendo un espectáculo más para la prensa que una instancia real de entrega de información para los familiares de las víctimas que estaban cada vez más viejos. Tras meses de palabras de buena crianza, las fuerzas armadas entregan un listado de cientos de detenidos desaparecidos que reconocían que sus cuerpos fueron “lanzados al mar”. Una gran metáfora usada por el Ejército para sepultar la verdad sobre los cuerpos y los asesinatos en el fondo de los océanos.
También da cuenta del pavoroso temor del presidente Frei al mundo militar y del cuidado de la transición pactada en dictadura, el hecho de que siendo consciente de la participación de la DINA y del químico Berríos en la muerte de su padre, Frei no hizo nada durante su mandato para esclarecer una verdad tan angustiante para su propia familia.
Ya en el gobierno de Ricardo Lagos, se conformó una comisión para esclarecer las torturas cometidas durante dictadura. El informe de más de 400 páginas establece los lugares de detención, las víctimas, las torturas y menciona a los torturadores. Para cuidar la transición chilena, Lagos decretó que el informe sea secreto durante 50 años.
En los dos gobiernos de Bachelet la tónica de no incomodar a la familia militar de los anteriores gobiernos concertacionistas se profundizó. Es la evaluación del periodista Víctor Herrero, que sostiene que desde el retorno a la democracia en 1990, “los dos gobiernos de Bachelet son los que menos han empujado por esclarecer y sancionar las violaciones cometidas durante la dictadura”.
Herrero coloca de ejemplo que el proceso para esclarecer la muerte del padre de la presidenta, el general Alberto Bachelet, en la Academia de Guerra de la Fach, comandada por su amigo de familia, Fernando Matthei, la iniciativa correspondió a la Asociación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP), que inició la querella en noviembre de 2010. Poco después se sumó el Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, bajo el mando de Rodrigo Hinzpeter. Sólo al final y a regañadientes se sumó a la querella la familia de Bachelet.
Los abogados de la AFEP sondearon a Ángela Jeria antes de interponer la querella, comenta Herrero. También lo hicieron varios ex oficiales de la FACH, que también fueron torturados por sus propios compañeros de armas. David Osorio, abogado de la AFEP, cuenta que “esperamos y no pasó nada, presentamos la querella pensando que entonces sí habría una reacción de la familia Bachelet y tampoco pasó nada; simplemente no hubo colaboración, no hubo interés (…) Nunca hubo disposición, y parece ser una constante de la señora Jeria: una indiferencia absoluta respecto a este caso”.
Cuando el ministro Carroza dictó condenas en el caso, trascendió que el subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy, y Ana Lya Uriarte, jefa de gabinete de Bachelet, definieron la política a seguir por el PDDHH del Ministerio del Interior sería la de no apelar a las condenas dictadas por Carroza.
ROBO DE COMPUTADORES A PERIODISTAS
Este fin de semana el ex conscripto Guzmán y Verónica de Negri, madre de Rodrigo Rojas, se juntaron a conversar. El le pidió perdón y ella le habría dicho “ve que la verdad libera”, a lo el ex conscripto respondió “la mochila era muy pesada y la soporté solo mucho tiempo”.
De Negri hizo ver en una entrevista que los soldados que quemaron a su hijo eran adolescentes y también víctimas de la dictadura porque los amenazaron de muerte para que no hablaran. También advirtió que «mientras el Gobierno y aquí pongo mis manos al gobierno, no cambie su política de derechos humanos este tipo de crímenes van a seguir sucediendo».
Actualmente hay 1.500 procesos en curso por desapariciones y ejecuciones en dictadura, cantidad imposible de resolver a tiempo por el actual sistema judicial.
Las declaraciones del conscripto dejan varios cabos sueltos y abre la sospecha sobre la existencia de una red al interior del Ejército para proteger a los criminales que pasa por jubilaciones abultadas, silencios cómplices y amenazas de muerte. El hecho despierta también interrogantes sobre el compromiso de las fuerzas armadas chilenas respecto de los derechos humanos del pueblo que debieran defender y que hasta ahora no hayan hecho ningún autoexamen y limpiado sus instituciones de personas manchadas con la sangre de sus compatriotas.
La existencia de dichas redes de protección también podría estar, como fue en el caso de Berríos, operando fuera de los batallones. El robo de los computadores de los periodistas Javier Rebolledo y Mauricio Weibel, desde sus domicilios en 2012 y en 2014 en la editora Ceibo, cristalizan esas sospechas. Los profesionales investigaban un desconocido cuartel de la DINA, ubicado en la calle Simón Bolívar, donde quien llegaba allí estaba ya sentenciado de muerte por los aparatos de seguridad de la dictadura y la implicancia en violaciones a los derechos humanos del ex alcalde de providencia, Cristián Labbé.
También, ya una semana después de las revelaciones del soldado, cabe preguntarse si el ministro de Defensa ya le exigió alguna explicación al Ejército por lo denunciado por el conscripto. Porque se trataría de una verdadera asociación ilícita financiada con recursos fiscales.
Así como fue vergonzoso para la Nueva Mayoría que Piñera, un presidente de derecha, cerrara el Regimiento de Telecomunicaciones de Peñalolén como cárcel exclusiva para militares, pareciera que hoy las culpas en las conciencias de los conscriptos abrirán verdades que el gobierno de una mujer que fue torturada persiste dejar en la impunidad.
“Las heridas no han quedado en el pasado. Mientras no haya justicia, no hay avances”- sostuvo De Negri.
Mauricio Becerra Rebolledo
@kalidoscop
El Ciudadano
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