Namibia, 20 años de independencia ¿Y el Sahara qué?

El domingo 21 de marzo se han cumplido 20 años de la independencia de Namibia


Autor: Wari

El domingo 21 de marzo se han cumplido 20 años de la independencia de Namibia. El pasado noviembre se celebró a bombo y platillo el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín, símbolo por excelencia para los europeos del fin de la guerra fría. Casi al mismo tiempo, en el África austral, el nacimiento del estado namibio fue otro importante síntoma de que algo importante estaba ocurriendo en la dinámica geopolítica que había dominado las relaciones internacionales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Era inevitable no percibirlo así en la ceremonia de alumbramiento del nuevo miembro de la comunidad internacional que se desarrolló al filo de la medianoche ante 50.000 personas que abarrotaban el estadio de Windhoek, la capital de lo que hasta entonces había sido el territorio del África del Suroeste. Los periodistas que estábamos acreditados para la ocasión no perdíamos de vista la tribuna de honor donde el presidente surafricano Frederik De Klerk compartía el protagonismo con Sam Nujoma, el flamante presidente al que el pueblo namibio acababa de elegir en unas elecciones democráticas organizadas bajo la supervisión de la ONU entre cuyos cascos azules había un centenar de miembros de las fuerzas aéreas españolas.

Namibia había permanecido desde hacía 70 años bajo la administración de Sudáfrica. Esa noche iba a ser la última vez que el himno surafricano, el de la Suráfrica del apartheid que acababa de liberar a Nelson Mandela pero que seguía siendo racista, iba a sonar representando también al pueblo namibio. El régimen surafricano había por fin soltado la presa tras haber hecho todo lo posible por quedarse el territorio que, durante décadas, había defendido formaba parte integrante del Estado de Sudáfrica.

En Pretoria se habían valido de argumentos y circunstancias muy parecidas a las que Hassán II, el padre de Mohamed VI, había sacado provecho en 1975 para invadir el Sáhara español en 1975: que si Nujoma era un «terrorista» a sueldo del comunismo internacional, que si la SWAPO –el movimiento de liberación que luchaba contra la ocupación surafricana de Namibia­ y que dirigía Nujoma– era un grupo de bandidos manejados por la URSS…Y, por supuesto, como siguen haciendo los alauitas con el Sáhara, los gobernantes surafricanos también se habían saltado a la torera resoluciones de la ONU y dictámenes jurídicos de la Corte internacional de La Haya para poder seguir ocupando ilegalmente Namibia, haciendo como que esa tierra era una provincia más de Sudáfrica, mientras explotaban ilegalmente los ricos recursos pesqueros y mineros (especialmente uranio) de lo que decían era la prolongación natural hacia el norte de su país. Cuántas similitudes con la postura de desafío a la comunidad internacional con la que Mohamed VI, el actual sultán alauita sigue haciendo como que el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui no existe y que no hay vuelta atrás con la anexión de lo que él llama las “provincias del sur de Marruecos”…

La confusión de la guerra fría le había servido a la Sudáfrica del apartheid para recibir el apoyo de Occidente en su lucha por mantener apuntalado un régimen deleznable pero que en el marco de la confrontación internacional se había convertido en un mal menor para EEUU y sus aliados frente a la solidaridad recibida por el ANC de Nelson Mandela por los movimientos de liberación surgidos en los países vecinos de las luchas contra el colonialismo. No nos olvidemos que la batalla contra la opresión colonial había entrado desde los años sesenta en el paquete de la guerra al imperialismo opresor y, por lo tanto, tenía todas las papeletas de recibir el cobijo automático del eje prosoviético, con ayuda militar cubana incluida.

Había excepciones a esta dinámica que convertía a los movimientos de liberación africanos en naturalmente rojos y procomunistas. Por ejemplo, en la vecina Angola, la guerra civil en la que había derivado la lucha contra el colonialismo portugués (entonces aliado de la Sudáfrica racista) había convertido a la UNITA de Jonas Savimbi, inicialmente maoísta y prochina, en un movimiento prooccidental y amigo del eje imperialista por arte de esa magia potagia que suele convertir en amigo al enemigo del propio enemigo: ¿dónde mejor iba a encontrar apoyo Savimbi en su lucha a muerte contra el MPLA (el otro movimiento de liberación angoleño con el que se disputó el poder hasta su muerte)? Era lo natural y normal después de que sus rivales del MPLA cayesen en la órbita soviética y recibiesen el apoyo sobre terreno de 30.000 soldados de la Cuba de Castro. Y si encima, las guerrillas de la SWAPO, el MPLA o la FRELIMO en Mozambique hacían causa común en esa llamada Línea de Frente contra el “imperialismo” y su peón en la zona (la Sudáfrica racista), a ver quién escapaba allí a la espiral infernal del enfrentamiento este-oeste…

El resultado fue que este capítulo de la guerra fría convirtió durante más de veinte años en un gran campo de batalla esa inmensa franja del continente que, desde Angola, se extiende desde la costa del Atlántico hasta el Océano Índico de las costas de Mozambique, bordeando por el norte las fronteras del antiguo Zaire (hoy República Democrática de Congo) gobernado por el corrupto y temible dictador Mobutu Sese Seko, miembro del gran eje conservador y prooccidental africano del que, además de Jonas Savimbi y la Sudáfrica racista, también formaba parte el rey marroquí Hassán II.

Según datos de la Unicef, la guerra fría en el África austral alcanzó una virulencia y eficacia letal comparables a la de las más famosas guerras de Vietnam o Corea: según sus cálculos, desde 1980, unos 1,3 millones de personas habían muerto directa o indirectamente a causa de los conflictos en Angola (al que estaba ligado el de Namibia) y Mozambique.

Afortunadamente, en 1989 el deshielo entre EEUU y la URSS había comenzado a dar sus frutos: las tropas cubanas estacionadas en Angola volvían a su casa tras haber asestado una terrible derrota a las tropas surafricanas en Cuito Cuanavale y, mientras en Berlín los alemanes acababan literalmente a martillazos con el muro de la vergüenza y convertían sus restos en souvenirs para turistas, en Namibia la ONU lograba llevar a término las elecciones con las que culminaba el proceso de autodeterminación.

Tres meses después, allí estaba en el estadio de Windhoek la crema y nata de la alta política internacional presenciando cómo dos antiguos enemigos a muerte se daban la mano y se comprometían a una sincera y duradera buena vecindad mientras se arriaba por última vez la bandera surafricana y, en su lugar, se izaba la bandera de Namibia. Como había dicho De Klerk, el encaje de bolillos con acuerdos a varias bandas entre peones grandes y pequeños que había hecho posible esa escena idílica de amistad y llamamientos a la paz y la convivencia, impensable hacía apenas un año, prometían el comienzo de una nueva era para toda el África austral e, incluso para todo el continente al sur de Gibraltar. A partir de ahí cayó el apartheid en Suráfrica, se pusieron en marcha las negociaciones de paz en Angola y Mozambique y Mobutu Sese Seko, por ejemplo, no pudo morir en su país.

Por cierto, que entre los altos dignatarios de más de 150 países que asistieron a esa ceremonia histórica en Windhoek, se encontraba el presidente de la RASD Mohamed Abdelaziz. Imposible olvidar su expresión de felicidad. Tenía motivos para ello: un movimiento de liberación amigo del Polisario había logrado la libertad de su pueblo y había culminado su triunfo con la inaguración de un Parlamento democrático, un fenómeno entonces muy raro en el continente africano.

Todo hacía pensar que, una vez que la penúltima colonia de África había alcanzado la autodeterminación, le tocaría el turno al Sáhara Occidental. Tras la medianoche ya no quedarían más pueblos en África pendientes de descolonizar excepto el saharaui, Marruecos ya había aceptado la celebración del referéndum de la ONU a cambio de que el Polisario (imagen al costado) aceptase el alto el fuego y, con la perestroika que ya se adivinaba, ya no había más excusas para que el rey Hassán II siguiese contando con la complicidad de las potencias occidentales a cambio de su papel de gendarme en el Norte de África contra el eje soviético…Veinte años después el pueblo saharaui sigue esperando. ¿Por qué con Namibia (o Timor Este), sí, y con el Sáhara no?

Por Ana Camacho

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Fotografía cabecera: bandera de Namibia


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