Pichangas de barrio: dedicado a los compañeros de cárcel de mi padre

Una fría noche de invierno una veintena de agentes de la Policía de Investigaciones allanaron la casona en la que vivíamos con mi familia

Pichangas de barrio: dedicado a los compañeros de cárcel de mi padre

Autor: Wari

Pichanga de barrio

Una fría noche de invierno una veintena de agentes de la Policía de Investigaciones allanaron la casona en la que vivíamos con mi familia. Estaba por cumplir 11 años cuando se llevaron a mi padre y resfriado en mi cama nada pude hacer. Al día siguiente me costó calzarme los chuteadores y salir a jugar por un club que ya no recuerdo. Mis amigos me alentaban mientras un frío duro congelaba mis movimientos. Solo pensaba en mi padre. Me dolían los pies, las manos, el alma. Ganamos por tres a dos. Me invitaron a celebrar con unas cazuelas de campo que las familias de ese club de barrio habían preparado. Tomé mis cosas y las guardé en un bolso de vinilo que portaba con mucho orgullo. Luego fui a la casa y mi madre me regañó porque llegaba tarde para ir a visitar a mi padre a la Cárcel Pública de Curicó. Después de semanas de incertidumbre y de un calvario que incluyó el viejo y siniestro cuartel de Investigaciones de calle Rodríguez, el Picadero del Regimiento de Telecomunicaciones, mi padre fue ingresado a la cárcel. Para los presos políticos de esos años iniciales de dictadura llegar a la cárcel era un oasis en medio del infierno.

Es un domingo, día de visita para los presos comunes y políticos. Absurdas y brutales formas de castigar los hermanaba en el dolor. Llegué tarde al ritual de prepararse para visitar a mi padre; tuve que realizarlo solo. Recuerdo que en un bolso puse gubias y formones, que mi padre había solicitado, un intelectual que aprendió a tallar la madera y de ella sacar esculturas y juguetes. Como sabía que mi querido viejo era un gran lector seleccioné de su biblioteca libros y algunos ejemplares del Clarín e inconsciente los metí en un bolso junto a las herramientas. El Clarín llamaba mi atención de niño marcado por la intensa agitación de Chile. Estudiaba en un colegio de curas maristas, opositores a la Unidad Popular. Para ilustrar un trabajo llevé el Clarín y un condiscípulo comentó en voz alta “Gladys Marín la puta del Clarín” Me dolió esa anunciación del odio que dio el vamos a la “Orden de Matanza”. Esa frase expelía un odio de clases.

Es una tarde de invierno de 1974, los árboles de la vieja Alameda cuyas hojas se han ido volando como los sueños de una generación, se alzan recortando su silueta contra la Iglesia de San Francisco. En esa polvorienta avenida una veintena de cabros chicos jugábamos una pichanga de barrio. Caía la tarde desangrándose en lenta agonía y con furor le dábamos a una pelota de cuero engrasada. Todos nos sentíamos Beckenbauer, Cruyff, Ahumada. El mundo estaba en Alemania pero volvía los ojos horrorizados a Chile. En TVN sonaba la suite “Karelia” de Sibelius. Los torturadores aplicaban la picana eléctrica mientras en blanco y negro miraban el fútbol. Nosotros, niños de Allende, con padres y amigos detenidos, celebrábamos los goles y la picana eléctrica no paraba. ¡No paraba! Ponían a todo volumen el intermezzo de Karelia para acallar los gritos de dolor y espanto. Las multitudes gritaban los goles y los patriotas gritaban de dolor.

Urgido por atrasarme para la visita partí caminando junto a Roberto, mi hermano. Caminamos conversando, soñando, a ratos en silencio por el maicillo del parque hasta llegar a la lúgubre cárcel pública. Una larga fila entreveraba las familias de los presos comunes con las familias de los presos políticos. Al llegar nuestro turno para entrar, un gendarme, un apéndice de la dictadura, nos allanó la encomienda que llevábamos. Cuando encontró las gubias y formones comenzó con ironías “Para qué le traen estas herramientas a su padre, si no sabe usarlas”. Estoicos escuchamos sus insultos. Al ver los ejemplares de Clarín enfurecido nos gritó “¡Cómo se atreven a traer esta mierda subversiva!” y los requisó. Años después regresé como abogado a mi ciudad natal para trabajar en la Vicaría de la Solidaridad y el Codepu. Catorce años después volví a la cárcel pública a defender a los PP. Encontré al gendarme que a mis once años de edad me humillaba cuando visitaba a mi padre, y me saludó servil: “Ahora que usted es abogado se vengará”. Recordé un poema del comandante sandinista Tomás Borge, y parodié sus palabras: “Mi venganza personal será mostrarte la bondad que hay en los ojos de mi pueblo”.

Por Rodrigo de los Reyes Recabarren

El Ciudadano Nº146 / Clarín Nº6.923

Fuente fotografía


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