Conocí a Miguel Enríquez en 1967. Ese año fue muy largo. El Che peleaba en Bolivia, Cuba profundizaba con medidas radicales su revolución y ejercía el internacionalismo, al mismo tiempo que enfrentaba las posiciones de la URSS y el movimiento internacional que ella conducía. Raúl el 24 de julio y Fidel el 26 expresaban la posición de la Revolución, y pronto sería la Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad –la OLAS– en La Habana. Yo estaba en Chile a mediados de julio, mirando lo que había con la premura de aquellos momentos, cuando lo conocí; Manuel Cabieses Donoso, el director de Punto Final, propició aquel encuentro irregular. Miguel y otros compañeros suyos del clandestino Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) estaban indiciados judicialmente en esos días, por una actividad en el Teatro Roma.
Mi primera impresión de Miguel fue la de un “muchacho bien”, bonito y con el pelo como se debía llevar, aunque sin afeitar. Le dije medio en broma que si lo estaban persiguiendo era mejor que se afeitara, pero de inmediato simpatizamos. Sostuvimos una conversación larguísima. Miguel me explico lo que era el MIR, organización incipiente, fue muy honesto y no exageró nada, lo que hubiera sido comprensible y era más bien lo usual. Me aclaró que él no era el Secretario General, sino el Dr. Sepúlveda, pero que “los viejos” no trataban de imponerse en la organización. Que el MIR no era grande, que sólo tenía fuerza en Concepción, entre los estudiantes y algunos grupos, y entre los trabajadores del mineral de Lota y Coronel. Que tenían alguna gente en Santiago y solamente una persona más al norte, en La Serena, la capital del Norte Chico. Creo que era un médico, un profesional.
Y entonces agregó: “nosotros podemos hacer lo que ustedes digan. Podemos ir seleccionando a los mejores y prepararlos un poco, enviarlos por La Serena hacia la vía que nos pongan, para que vayan a combatir con el Che en Bolivia.”
Miguel Enríquez fue la persona que más me impresionó en Chile. En esos días me entrevisté con muchos: con Salvador Allende, con Luis Corvalán, con unos cuantos sectores, uno a uno, naturalmente. Todos me hablaron de política, de la situación, de sus aliados y sus adversarios; dieron sus opiniones. Miguel me habló de la necesidad de acción, de ayudar al Che en Bolivia, de que aunque su organización no fuera todavía gran cosa y la cuestión aún no se entendiera, había que impulsar la lucha armada en Chile.
Nos reunimos por segunda vez en Cuba, cuando Miguel vino, en noviembre de 1967. Ya iba a ser el Secretario General del MIR. Recuerdo que salimos por ahí, que conversamos mucho, y comimos en un restaurant del Vedado, “Los 7 mares”, que ha tenido sus altas y sus bajas; en ese momento estaba bien. Las cosas de Cuba, la política de Chile, América Latina y de todas partes, la lucha, el reformismo, los temas de la teoría marxista. Y también las muchachas bonitas de la Universidad, que subían o bajaban por la calle J.
En otra ocasión, no recuerdo cuándo, sentados en un sofá, Miguel me habló del libro Capitalismo y subdesarrollo en América Latina, de André Gunder Frank, publicado hacía muy poco por Monthly Review Press. Miguel compartía la tesis del autor, pero también tenía algunas opiniones críticas. Era todavía un estudiante de Medicina, pero ya había estudiado mucho a Lenin, Marx y otros autores, y entendía y debatía muy bien de teoría. Más adelante me mandó a pedir el Tratado de Economía Política de Ernest Mandel, dos gruesos tomos, en medio de una situación muy complicada en Chile. Creo que Miguel fue uno de los intelectuales más capaces y brillantes entre los revolucionarios latinoamericanos de aquella época, a la vez que era el joven distinguido que llevaba una pistola disimulada en un bolso de compras. Esa reunión, tan difícil en una misma persona, del hombre de pensamiento y el hombre de acción.
Una última cuestión personal. Poco después de que Miguel cayó en combate, me propuse que si un día yo lograba terminar y publicar un libro, se lo dedicaría a él expresamente, y a todos los caídos peleando por la liberación socialista en América Latina.
No me gusta reducir estos recuerdos a los anecdotarios, porque aunque nos brindan mucho de la riqueza de rasgos y cualidades de compañeros que han llegado a ser grandes por su actuación y sus ideas, dejan fuera elementos fundamentales de su legado. A Miguel le tocó vivir en una etapa sumamente complicada y difícil. Chile era un país más avanzado que muchos otros de América Latina; allí conoció el mundo el joven Rubén Darío y publicó Azul, el primer libro del modernismo; a la escuela militar chilena iban a formarse jóvenes militares latinoamericanos a principios del siglo. En los años cincuenta y sesenta esa acumulación cultural nacional ayudaba a los chilenos que poseyeran una actitud revolucionaria a tener más posibilidades de desarrollo. Pero el capitalismo chileno, aunque subalterno respecto al imperialismo, había conseguido una compleja elaboración del tejido social y el sistema político, que lo protegía mejor que a otros contra una transformación verdadera, contra una revolución de liberación.
La cultura de la dominación articulaba bien en Chile lo político y lo social. Poseía una política de partidos eficaz, con sus tres “tercios”: una izquierda amplia, diversificada y lejos de ser unitaria; un partido de centro como la democracia cristiana, moderno y muy capaz –que podía incluir a un Jacques Chonchol o un Agustín Gumucio–; y una derecha como opción conservadora bien constituida, aunque los años sesenta le reducían el espacio a las derechas a escala mundial. Existían un sindicalismo grande y muy activo, organizaciones patronales, medios masivos de comunicación que cumplían sus funciones, como lo hacían el Estado, la institucionalidad y la ideología democrática.
Recuerdo que dos de los chilenos con los que contacté en 1967, dos buenos compañeros, trataron de de convencerme de que la “insistencia cubana” en el imperialismo norteamericano y otros argumentos nuestros se debían a que en Cuba “siempre hubo dictaduras”, mientras que en Chile había democracia, funcionaba la institucionalidad y los militares respetaban la Constitución. Hasta los documentos de la Conferencia de la OLAS llegaron a plantear que la lucha armada era la vía para liberar América Latina, menos en Chile y Uruguay. Miguel estaba totalmente en desacuerdo con que Chile era una excepción, y al año siguiente me entregó un texto suyo llamado “La violencia en Chile”, escrito a mano, con una letra enorme. Reivindicaba y explicaba por qué era necesaria la opción armada para Chile, contra las ideas de casi todo el espectro político chileno.
No me detengo en detalles acerca de los tres años del gobierno de la Unidad Popular. A partir de la victoria electoral de Allende sobrevino una gran densidad de los acontecimientos y del enfrentamiento de ideas, sentimientos y acciones. Se abrió paso una nueva realidad. ¿Cómo la entendió y la actuó cada uno de los participantes, qué condicionó a cada uno de ellos, y a todos? No se ha hecho un análisis a fondo del proceso de 1970 a 1973, ni en aquel tiempo ni durante los treinta años siguientes, un balance que permitiera sacarle más provecho a la experiencia. En las actividades del trigésimo aniversario del golpe militar del 11 de septiembre pude apreciar un gran adelanto en esa dirección, se debatieron datos y puntos de vista, se sentaron en las mismas mesas quienes tuvieron posiciones diferentes u opuestas dentro del proceso, con moderación y ganas de no ser sectarios, lo que me pareció algo muy juicioso.
Miguel recorrió todo el camino de 1970 a 1973 en la primera fila, descollando por la consecuencia de su actuación, por su conducción del MIR y por la claridad y la profundidad de su pensamiento. Las ideas y la estrategia de su organización eran inaceptables para la línea predominante en la Unidad Popular, pero el MIR, sin perder su identidad ni su política, estuvo junto al proceso, trató de ayudar a su profundización y a la capacidad de respuesta popular, no se dejó arrastrar por el sectarismo ni por enfrentamientos y no hizo una “oposición de izquierda”. En la trágica coyuntura del 11 de septiembre, Miguel y un grupo de sus compañeros combatieron con las armas a los golpistas. A continuación el país fue sometido, en un mar de sangre y represiones, pero también Miguel alcanzó su mayor gloria. Durante trece meses de resistencia armada, con total desprecio de la vida, se negó a la opción del exilio calificándola de deserción, no por razones morales sino políticas, porque así se le quitaba al pueblo la oportunidad de seguir luchando, y lanzó la consigna: “el MIR no se asila, lucha y resiste”. Al mismo tiempo que daba el ejemplo con su conducta, hizo política revolucionaria desde la clandestinidad, y propuso en febrero de 1974 un amplio Frente Político de Resistencia que abarcara a todos los que se opusieran realmente a la dictadura, para lograr que se formara un movimiento de rebeldía popular. Sin duda Miguel Enríquez cometió errores, pero lo principal fueron sus aciertos. Y murió peleando.
Confío en que va a venir un tiempo muy diferente, en el que América Latina superará esta larga etapa de retrocesos y desarme. Fíjense como nadie preveía que en Irak pudiera levantarse una guerra de resistencia de la envergadura que existe y se mantiene. Cuando en este continente se despliegue otra vez la rebeldía contra el imperialismo y el capitalismo, el aporte hecho por Miguel Enríquez a la cultura revolucionaria –y no sólo su heroico ejemplo— dará mucho más frutos de los que ha dado. Entonces aparecerán nuevos jóvenes desconocidos, que emprenderán el camino de la lucha y retomarán las ideas de liberación, pero desde un punto de partida más alto que el de hace treinta años: el que nos han dejado los que pelearon y pensaron antes, como hizo Miguel Enríquez.
Por Fernando Martínez Heredia
Rebelión
[1] Palabras en el homenaje a Miguel Enríquez por el trigésimo aniversario de su caída en combate, en la Organización de Solidaridad con los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL), La Habana, 8 de octubre de 2004.