El Diccionario de la real Academia Española define al terrorismo como “dominación por el terror”, y en una segunda acepción como “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”.
Jurídicamente, el concepto no es nada pacífico, y se habla de que ya en los años 80 existían más de 100 definiciones de terrorismo a nivel de la literatura especializada. En un plano político, se oscila desde posiciones que sostienen que si el terrorismo consiste en una violación masiva y sistemática de derechos fundamentales, entonces en rigor solamente los Estados podrían ser sus perpetradores, hasta la de quienes conciben sin problemas la posibilidad de un “terrorismo individual”[1].
El martes 15 de noviembre del año en curso se efectuó un seminario sobre “Terrorismo y estándares en derechos humanos” en el edificio del ex-Congreso Nacional, convocado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos. La estrella del evento fue su invitado internacional, el catedrático español Manuel Cancio Meliá, de la Universidad Autónoma de Madrid, quien al exponer sobre el concepto jurídico de terrorismo dijo dos cosas esenciales a modo de conclusión:
1.- En un estado de derecho, terrorismo no puede sino ser una forma de violencia que atente contra la vida humana. Si no atenta contra la vida, se trataría de otra cosa muy distinta, subsumible en otras figuras del derecho penal común, pero en ningún caso de terrorismo.
2.- No existe el «terrorismo individual»: una definición jurídica de terrorismo debe tener en cuenta que se trata de una forma «pervertida» de acción política, y por lo mismo requiere siempre de una organización que acude al terrorismo como parte de su estrategia. Autores de matanzas indiscriminadas de personas que actúan solos son “asesinos”, pero no terroristas.
Lo interesante de esta definición suministrada por Cancio es que si la tomamos como estándar para comparar con casos recientes en curso como el de Luciano Pitronello y el llamado “Caso Bombas”, resulta evidente que tales requisitos no se verifican, y pese a ello la vaguedad intencional de nuestra Ley de Conductas Terroristas permite ocupar esta herramienta, que es la más intensa del sistema penal chileno, en contra de actos aislados que: a) no obedecen a ninguna planificación ni estructura organizativa permanente –tal como declararon en su momento importantes personeros del gobierno anterior-, y que, b) tampoco están diseñadas para atentar contra la vida humana (rasgo definitorio del terrorismo que también ha afirmado la Comisión Interamericana en un Informe de fines del año 2010 en un caso planteado por comuneros mapuche contra el Estado de Chile[2]). Así, figuras que objetivamente corresponderían a delitos de daños, o infracciones a la Ley de Control de Armas y Explosivos, son elevados en base a criterios bastante dudosos a “delitos terroristas”, permitiendo la aplicación de medidas punitivas ultraintensas en contextos de gran espectacularidad, si bien en muy pocos casos se llega a condenas en virtud de dicha Legislación especial (es lo que ha ocurrido en general en los juicios contra la Coordinadora Arauco Malleco, y en el “caso bombas” si bien la imputación de “asociación ilícita terrorista” sirvió para dejar a 10 personas en prisión preventiva por 9 meses, no pudo sustentarse a la larga y operó un sobreseimiento solicitado por la propia Fiscalía antes del juicio oral).
La definición actual en el artículo 1 de la Ley de Conductas Terroristas de los elementos que permiten calificar delitos comunes como delitos terroristas, tras su modificación a fines del año 2010 mediante la ley 20.467, es la siguiente:
“Artículo 1º.- Constituirán delitos terroristas los enumerados en el artículo 2º, cuando el hecho se cometa con la finalidad de producir en la población o en una parte de ella el temor justificado de ser víctima de delitos de la misma especie, sea por la naturaleza y efectos de los medios empleados, sea por la evidencia de que obedece a un plan premeditado de atentar contra una categoría o grupo determinado de personas, sea porque se cometa para arrancar o inhibir resoluciones de la autoridad o imponerle exigencias”.
En relación a esta nueva definición, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que “se mantienen en vigor los problemas de amplitud, vaguedad, imprecisión y falta de diferenciación con otros tipos penales que la llevaron a concluir que los tipos de la ley 18.314 contrarían en su formulación el principio de legalidad”[3].
En primer lugar, respecto a la finalidad de causar temor, si este elemento se deduce de “la naturaleza y efectos de los medios empleados”, no se incluye por el legislador “una explicación sobre cuáles medios pueden considerarse de naturaleza tal o con afectos tales que conviertan un delito común en un delito terrorista”, de ahí que la Comisión concluye algo que resulta de absoluta gravedad: “la distinción entre un delito común y un delito terrorista, quedan a la completa discrecionalidad del juez en cada caso concreto”[4].
En segundo lugar, tampoco hay claridad respecto a cuándo una conducta obedece a un “plan premeditado de atentar contra una categoría o grupo determinado de personas”. En palabras de la Comisión, “no se explica qué tipo de predeterminación o planificación es necesaria ni a cuáles categorías o grupos de personas se refiere la norma”. En el caso analizado por la Comisión, la existencia de un incendio en cuya planificación hubo definición de roles fue considerada como cumplimiento de dicho requisito, “sin que sea posible diferenciar esta conducta de un delito agravado o calificado por la premeditación”. Además, en dicho caso se llegó al extremo de considerar que todos quienes se encontraran en las tierras reclamadas por los el pueblo mapuche darían lugar a una “categoría” o “grupo determinado de personas” en los términos del artículo 1 de la Ley de Conductas Terroristas[5].
En relación al otro elemento subjetivo que señalaba el artículo 1, la intención de “arrancar resoluciones o imponer exigencias a las autoridades”, la Comisión observó que debido a la formulación disyuntiva empleada por esta disposición antes de la reforma, “dicha intención puede operar aisladamente como un factor subjetivo que transforma un delito común en terrorista, con independencia de los medios utilizados o sus efectos”. Por esta vía, mediante el uso de este elemento se podría llegar a cubrir “una multiplicidad de hipótesis que no necesariamente se asocian con la violencia terrorista propiamente tal”, y además se hace difícil diferenciar estos delitos de otros de naturaleza extorsiva[6]. Tras las modificaciones incorporadas a la ley 18.314 en octubre del 2010, el “arrancar o inhibir resoluciones de la autoridad o imponerle exigencias” ya no opera como un elemento autónomo, sino que es una de las tres formas en que se considera que los delitos tienen por objetivo causar en la población o parte de ella el “temor justificado de ser víctima de delitos de la misma especie”. Con todo, la objeción relativa a la amplitud de los medios o efectos utilizados subsiste: un hecho que ya ha ocurrido en años recientes –apoderarse de microbuses como protesta contra el Transantiago-, en la medida que plantee como reivindicación una demanda hacia la autoridad, podría ser considerada como el “delito terrorista” del artículo 2 Nº 2, en base a la vaguedad y amplitud de estas definiciones legales.
En conclusión, podemos señalar que la Ley de Conductas Terroristas chilena constituye una especie de “cajón de sastre” que el Poder utiliza para criminalizar de la manera más intensa que sea posible las expresiones radicales de disidencia política y social, y que paradójicamente permite una suspensión o restricción desproporcionada de los derechos y garantías que al menos en el plano discursivo un Estado social y democrático de Derecho dice resguardar. En todo caso, lo “paradójico” de esta situación sólo podría sorprendernos si nos dejamos influir por el discurso jurídico dominante, lleno de contradicciones internas que resultan esenciales para la ideología más amplia a cuyo servicio este discurso opera, pero desde una posición crítica y con sentido histórico, resulta una obviedad afirmar con Marx que “para el Estado no existe sino una ley única e inviolable: la supervivencia del Estado”. Y de esto es lo que se trata aquí.
[1] Una definición “jurídica” que tiene la virtud de tomar en cuenta los elementos históricos y políticos que contribuyen a acotar adecuadamente el fenómeno, es la que suministra Pontara desde el contexto italiano de los 70: “un acto terrorista es una acción llevada a cabo como parte de un método de lucha política, que aspira a influir, conquistar o defender el poder del Estado, y que implica el uso de violencia extrema (muertos o heridos) contra personas inocentes, no-combatientes”.
[2] “Existe un consenso internacional en el sentido de que el repudio y la obligación de prevenir, suprimir y erradicar la violencia terrorista, parten de la premisa de que dicha violencia atenta principalmente contra la vida humana” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe de fondo Nº 176/10, 5 de noviembre de 2010, parágrafo 141).
[3] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe de fondo Nº 176/10, 5 de noviembre de 2010, parágrafo 152. La Comisión IDH cita la conclusión similar a que llegó el Comité de Derechos Humanos en el Examen del Quinto Informe Periódico de Chile en abril de 2007, expresando su “preocupación ante la definición de terrorismo comprendida en la Ley Antiterrorista 18.314, que podría resultar demasiado amplia” (Ibíd, parágrafo 144), así como lo señalado en noviembre del 2007 por el Relator Especial de Naciones Unidas sobre protección de los derechos humanos en la lucha contra el terrorismo en relación al artículo 1 de la misma ley, cuya definición “es excesivamente amplia y vaga a la luz del principio de legalidad penal consagrado en el artículo 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos”, el que implica que “la responsabilidad penal debe determinarse a través de disposiciones claras y precisas establecidas por la ley, a fin de respetar el principio de certeza jurídica y de asegurar que éste no quede sujeto a una interpretación que permita ampliar el ámbito de la conducta penada” (Ibíd, parágrafo 145).
[4] Ibíd., parágrafo 137.
[5] Ibíd., parágrafo 139.
[6] Ibíd., parágrafo 140.
Por Julio Cortés Morales
Abogado. Profesor en las Escuelas de Derechos de Universidad Central y ARCIS.
El Ciudadano
Texto de autoría externa. Recibido y publicado por