¿Cómo se explica que la marihuana, objeto de un discurso demonizante que se extendió desde Estados Unidos a partir del siglo XX, sea la única “droga” que arrastra a las calles masivas y pacíficas manifestaciones de resistencia popular contra su prohibición? La pregunta atraviesa el libro cuyo título Vidart comienza explicando con voz pausada: “La marihuana es la inflorescencia del cáñamo no fecundada. La gente no lo sabe. Cannabis es un término cerrado, misterioso para quien no conoce de botánica”.
La opción por el nombre vulgar, cáñamo, rescata su valor y completud, pues éste ha sido “un vegetal benéfico utilizado por la humanidad desde sus más lejanos comienzos”, como alimento y como fibra. Probablemente con la revolución agraria del neolítico, fuera el primer textil cultivado con fines industriales. Probablemente algunos ejemplares hayan sido sometidos a refinados procesos para enriquecer el tetra hidro canabinol (Thc) de sus cogollos, cuenta Vidart en el libro. Éstos se usaron no sólo para el recreo sino en la alimentación, la terapéutica y el ritual.
El autor hurga en la historia los vínculos entre los seres humanos y las sustancias: las que “pegan para arriba”, las que “pegan para abajo” y las que “te cambian la cabeza”. Da cuenta del cambiante proceder de quienes determinan lo que está bien y lo que no, y que muchas veces basándose en fundamentos pobres e intereses particulares imponen restricciones y duros castigos a sus usuarios.
Sucedió con la hoja de coca durante el imperio incaico, cuando su consumo estaba restringido al inca y su corte; pasó con el vino en los primeros años de Roma, cuando acercarse a una taberna podía significar para las mujeres una muerte a palos; pasó con el café, con el tabaco.
Condenada estuvo incluso la yerba mate, denostada por curas y funcionarios de la corona porque “permitía (a los indígenas) oír los oráculos del padre de la mentira” y hacía a los hombres “haraganes y sucios”, hasta que los jesuitas vieron que venderla podía resultar un extraordinario negocio y en el entorno de las reducciones montaron plantíos a costa del trabajo indígena y santificaron la planta para justificar tal viraje.
En el caso de la flor del cáñamo hubo un tiempo –escribe Vidart– en que era “de todos y para todos”. Los borradores de la declaratoria de la independencia de Estados Unidos fueron escritos en papel hecho con fibras de esa planta que el propio George Washington cultivaba en su hacienda, y que era pacíficamente utilizada (en parches para callos, entre otras cosas) hasta principios del siglo XX.
Entonces se anudó lo que el antropólogo describe como una “conspiración”. William R Hearts, el magnate que llegó a poseer 28 periódicos de circulación nacional, había comprado, para abastecer esa cadena, todas las plantas que en Estados Unidos producían papel a partir de celulosa. Entonces el cáñamo era –según Vidart– el “cultivo con mayores rendimientos económicos para los granjeros tradicionales”, y la invención de una máquina descortezadora de la planta, que abarataría radicalmente los costos de fabricación de papel, resultó para Hearst una amenaza intolerable.
También Pierre Dupont, que lideraba la General Motors y cuyos laboratorios proveían el ácido sulfúrico para las papeleras de Hearst, se sentía amenazado por la planta. Su competencia, la Ford, había instalado en 1930 una fábrica que producía biocombustible a partir del cáñamo. Harry Anslinger, primer comisionado de la Oficina Federal de Narcóticos desde 1930 hasta 1962 y luego representante de su país ante la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas, resultaría eficaz operador político de estos intereses y algunos otros. La campaña prohibicionista que encabezó –apoyada con entusiasmo desde los diarios de Hearst– culminó el 12 de agosto de 1937 cuando fue sancionada la Marihuana Text Act, que castigaba duramente la tenencia, uso y comercio del cannabis.
Mientras se estrenaban películas como Marihuana, la hierba del diablo, los diarios de Hearst aseguraban que la hierba “empuja a los hombres negros a que miren a los ojos a la gente blanca, a pisar la sombra del hombre blanco y a fijar sus ojos dos veces en la mujer blanca”. Anslinger decía cosas como: “la marihuana es la droga que más violencia ha causado en la historia de la humanidad”, y el Congreso hacía oídos sordos a las pruebas de su valor terapéutico y los informes científicos que demostraban que no generaba enfermos ni criminales.
El antropólogo subraya la paradoja de que años más tarde, en línea con los desestimados informes, “el Estado Mayor de los invasores estadounidenses de Vietnam pregona que los soldados deben abandonar el uso de la marihuana porque aniquila el coraje” y “seda los espíritus combativos”.
Penetrar el plantío. Salvo Australia, no hay lugar en el mundo donde Vidart no haya estado. Para esta investigación recorrió durante nueve meses costas, campos, islas y ciudades de Argentina, Chile y Uruguay, siguió y participó del proceso de la planta, se adentró en círculos de usuarios y cultivadores (“fumetas”, “cultivetas”), con quienes estableció vínculos afectivos que aún persisten. Fumó. Hizo el trabajo de un antropólogo de campo, especie que considera “en vías de extinción” y cuya tarea reivindica: “No hay nada mejor que experimentar para hablar sobre el hecho. El hombre que sólo maneja libros se acuerda, o consigna datos extraños de otros, pero quien tiene la vivencia pasa del hecho a la conciencia del hecho”.
Su primer acercamiento a las sustancias transformadoras de la conciencia, una de sus credenciales para abordar el universo cannábico, fue en 1965 con la amanita muscaria, en el desierto de Gobi, en Mongolia, experiencia que se relata en el libro El vuelo chamánico. “Me habían puesto como acompañante al vicepresidente de la sociedad de cantores populares. Tuvimos una enorme afinidad; saltó como una chispa entre los dos. Nos metíamos en el desierto a caballo pero además conversábamos casi todo. Con él redescubrí lo que pasaba en la aurora de la humanidad, cuando el ademán y el gesto alcanzan de manera inverosímil a decir cosas que desde el mundo fónico y gramatical no se conciben. La noche que nos íbamos me hizo sentarme a la mesa, empezó a golpetear, me pidió que golpeara con él, sacó una botellita de amanita muscaria disuelta en orín, tomó él, tomé yo, e hicimos el vuelo juntos. Fue una experiencia conmovedora, removedora, me transformó la vida.”
El organismo de este antropólogo es resistente a las sustancias extrañas. Incluso ha soportado picaduras que a otros los llevan a la muerte. Si la rueda es chica fumar le produce un leve mareo, si es grande ni lo registra. Pero su mente no necesita nada para emprender el vuelo, y contra estrechas suposiciones, no incorporó el hábito a su vida. Sí se curó, con un preparado hecho de semillas, de una molestia en el esófago producida por una hernia hiatal.
Experimentar no implica la persistencia del experimento, subraya. Tampoco rehúsa. “En absoluto, eso es prejuicio. Al contrario, lo defiendo. Pienso que tienen (los usuarios) la plena libertad de tener una distracción del espíritu, una dimensión distinta de los sentidos, que se aplacan. He observado que la gente se desprejuicia, que ve el mundo de una manera plácida, sin violencia. Conocí gente que fuma desde hace 50 años y están perfectamente bien, claros de juicio, correcta la palabra, hablan con propiedad, fue lo que observé. Quiero agregar que al escribir este estudio he tenido en cuenta la frase de Spinoza ‘no aplaudir ni censurar de antemano, sólo tratar de comprender’. Yo lo he entendido bien, y los apoyo. Soy activista, he advertido que fumar marihuana no produce enfermos ni criminales. Es posible que tenga algunos efectos a la larga, pero no lo han demostrado.”
Fuente: Brecha