En mayo de 1951, Albert Camus se sorprendió al abrir la revista Les Temp Modernes, el órgano auspiciado por Jean Paul Sartr. Allí leyó, con incredulidad y con tristeza, una dura crítica a su libro El hombre rebelde. Camus, tras el primer impacto, comprendió que todo diálogo había acabado con Sartre y los suyos, una relación que duraba años. Sartre, por su parte, pensó que lo que termina es porque debe terminar.
La intelectualidad francesa, siempre atenta a todo contexto, se percató de inmediato de que una lucha imprevisible había estallado entre dos líderes de muy distinta naturaleza humana y, por derivación, de distintas corrientes ideológicas. Francia, como la conocemos, es un polvorín con la pólvora esparcida por el suelo cuando se enciende la chispa de una controversia que va de lo ideológico a lo personal o a lo sociológico. Albert Camus murió el 4 de enero de 1960, y Jean-Paul Sartre, muchos años más tarde, el 15 de abril de 1980. No importa el paso del tiempo, la guerra sigue en pie.
Camus, el ganador
Onfray asume la misión de reparar cualquier injusticia que las huestes de Sartre pudieron infligir en un temperamento humanista, apacible, como el de Camus. El biógrafo no quiere ser distante: coloca a Albert Camus como la figura estelar de la primera mitad del siglo XX. Onfray, quien se define como hedonista, tolerante, activo ateo, impulsor de corrientes anarquistas, libertario y realmente implicado con la ética de su tiempo, tiene todas las posibles aproximaciones al pensamiento de Camus.
Biógrafo y biografiado procedían de orígenes humildes, ajenos a la legitimidad parisina. Camus era hijo de un obrero y una asistente sorda, de origen menorquín. Onfray es hijo de unos humildes agricultores normandos. Los dos conocían la orfandad de llegar a la metrópoli sin otro aval que el hambre por incorporarse al escalafón intelectual. Los dos tenían en Nietzsche una primera iluminación, adecuada para abrirse paso en ambientes endogámicos.
Para Onfray hay dos tipos de filósofos: el que reduce la vida a conceptos abstractos y se distancia de los mecanismos reales del espíritu y, por contra, aquel otro, representado por talentos como el de Sócrates, Epicuro o Camus, para los que «esculpirnos a nosotros mismos es una forma de dar sentido a la vida». La verdad es que eso que llamamos posteridad está dando la razón a Albert Camus: sus dos obras emblemáticas, El extranjero y La peste, han vendido un total de diez millones de ejemplares, lo cual tiene un significado cuantitativo indiscutible. Camus, hasta ahora, está ganando la guerra abierta contra Sartre, tal como la entienden los intelectuales franceses. El curso de la batalla entre talentos y sus obras no se libra principalmente en una dialéctica teórica; son las ideas, pero, sobre todo, las personalidades que las encarnaron las que seducen —en el caso de Camus— o suscitan desconfianza —en el caso de Sartre—.
Camus hoy, con la clarificación del tiempo, sigue siendo un hombre que sigue fiel a su origen humilde, lo que le une a los desfavorecidos del mundo, por decisión reflexiva y, lo que es más importante, por empatía espontánea. Mientras, el tiempo sigue dibujando a Sartre dotado de tanto talento como de soberbia y distanciamiento de los seres humanos reales.
La odiosa comparación
Albert Camus descubre su tuberculosis en 1930, con 17 años, y esa enfermedad, disminuyendo sus condiciones físicas con fatigas y toses frecuentes, limiará mucho su tiempo futuro, acercándolo al sentimiento trágico de la vida, probablemente de forma muy semejante al peregrinaje de Nietzsche, quien también llevó a cuestas su enfermedad. Camus hizo de las dificultades una forma de construirse y llegar a ser el adversario filosófico más temible que Sartre llegó a encontrar.
Sartre, a lomos de un talento que fascina con brillantes formulaciones, frivoliza, sin embargo, en ambiguas relaciones, con el nazismo que pudo ver desde Alemania, con el colaboracionismo y la Resistencia, actitudes que trataba de dotar de sentido, sin alterar íntimamente su conciencia. Camus, más coherente, se enrola en el ejército francés; ayuda a escolarizar niños judíos en Orán; entra en la Resistencia, publica revistas clandestinas.
Es fácil de entender que, tras la guerra, dos trayectorias tan diferentes fueran calando en la sociedad francesa, a pesar de la constante tarea de desconsideración de la obra de Camus por parte de Sartre y sus tropas. Para ellos, Camus era incapaz de comprender a los filósofos; era un lector de segunda división, en el fondo, un pensador burgués o, peor, un filósofo para «clases terminales». Todo había comenzado en 1951, con una crítica que quizá solo pretendía ejemplificar la sumisión que Sartre exigía a todo intelectual que reclamara un espacio propio.
El juicio final
Camus al fin ha sido comprendido. Decía: «En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio» o «La libertad no es nada más que una oportunidad para ser mejor». En política, «son los medios los que deben justificar el fin». Mientras, Sartre decía: «El infierno son los otros» y «Todos los medios son buenos cuando son eficaces».
Albert Camus recibió el premio Nobel de Literatura, en 1957, cuando tenía 44 años. En 1964, siete años después que Camus, Sartre recibió el ofrecimiento del Nobel de Literatura; lo rechazó explicando que su aceptación implicaría perder su identidad como filósofo.
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Fuente: Filosofía Hoy