El maltrato del poto

El Zurdo nunca fue habiloso, nadie lo tomaba en serio y era fácil manipular sus decisiones

El maltrato del poto

Autor: Mauricio Becerra

El Zurdo nunca fue habiloso, nadie lo tomaba en serio y era fácil manipular sus decisiones. En el liceo no hizo amigos, en el potrero sí, donde crió al caballo negro de la familia, la posesión más valiosa de esa estirpe campesina, el compañero de la siembra transpirada, la fuerza amable de la cosecha ruda.

Lo llamó Poto, metáfora de color, le dijo una vez mientras le peinaba la cola.

La pérdida del animal fue lo que más lloró, cuando partió exiliado a la capital, despojado de la vida bucólica que tanto amaba. Nunca quiso convertirse en lo que era, sin embargo, su padre forjó ese destino de manera estricta, a los dieciséis años, cuando lo mandó internado. Para lo único que tiene cabeza un cabro de campo, de escuela rural y tontorrón; le explicó el patriarca al despedirlo.

Llevaba la mitad de la vida usando piel oliva, respetando su destino forzado de obrero obediente, sin discurso ni familia, sin nadie preocupado por su retraso nocturno, sin un alma interesada por aquel pánico, que sentía cuando oía el grito del superior, idéntico al de ese padre malvado que nunca más vio. Cada vez que por su lado pasaba un teniente, bajaba la cabeza y juntaba rabia apretando los dientes, haciéndolos sonar como ampolletas reventadas en un abismo. Era la ira expulsada en el aliento disimulado, calando fuerte como rebelión del asma, reclamando respeto para su mollera débil, ninguneada en el desfile del uniforme. Lamentablemente, su responsable sumisión, no era motivo suficiente para resaltar entre el montón con apellido de alcurnia y espinazo más desarrollado. Su cuerpecito alimentado con Leche Purita de consultorio, no era digno de trepar en la pirámide institucional. Recibía a la gente con una pluma burocrática en la oreja, golpeando el timbre, bostezando sobre el escritorio de lata verdosa, hasta donde llegaban los civiles para solicitar certificados de residencia. Los atendía con indiferencia, envidiando el albedrío de esos que luego se iban libres por la avenida, no como él, que debía aceptar la subordinación del claustro. Hasta que un día, un superior, se burló de su letra redonda e infantil. Explotó y escupió los pies del burlón. Aquel año fue derivado a limpiar la mierda en las caballerizas, manchadas por la sangre sensible del équido. Limpió los ojos lagañosos del mamífero, pegoteados por llorar la represión. Limpió la herida injusta, suavemente, y reconoció en la pupila, entre la sangre cicatrizada con lacrimógena, la especie amable de su Poto.

Entonces cuando por fin estuvo disfrutando la brisa de la bosta, recordando el pastizal del sur en pleno centro de Santiago, lo reclutaron para apoyar a los colegas de la calle. Por primera vez se enfrentó a esa ciudad voraz, que devolvía los caballos con sangre a las caballerizas. Se vio parado frente a esos colegas que guiaban las riendas para lanzar al animal contra el pueblo. Apretó el revólver con la mano izquierda, llenó de ira, y avanzó rasgando la neblina acida de la bomba gubernamental. Se  quemó la vista y la nariz, pero pudo ver más allá del huracán que estallaba en sus ojos, observó hacia donde iba el jinete que vanagloriaba esa estampa altanera, exponiendo el caballo a una guerra ajena. Disparó a la cabeza del jockey uniformado. El raso cayó del caballo y fue arrollado por el Guanaco que manejaban sus amigos. Los universitarios que arrancaban, abriéndose paso por la barricada de Portugal con Alameda, no entendían la performance del autogol, pero a esas horas de la noche, de ese cuatro de agosto, todo caos era posible.

El Zurdo se encaramó en el lomo de la bestia liberada y escapó de la urbe, galopando por la avenida seguido por los caballos de la policía que aún estaban prisioneros.

Los perseguidores, pagados con el impuesto de los perseguidos, iban tras la turba subversiva. Los estudiantes corrieron junto al zurdo por mitad de la calle, siguiendo una jauría de perros sin dueño, caninos libres, que conocían el camino a las praderas del sur, donde el rebelde iría a liberar el Poto, para convertirse en habiloso.

Eugenio Norambuena Pinto


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