De acuerdo a un estudio llevado a cabo por la Universidad Andrés Bello, casi la mitad de las emisiones que contaminan el aire de Santiago tienen su origen no tanto en la actividad industrial ni en un parque vehicular que año tras año sigue creciendo de manera irracional y sin regulación alguna, sino en las estufas a leña, al igual de lo que sucede en algunas ciudades del sur de Chile como Temuco y Coyhaique. Según este estudio, avalado por otros como el realizado por la Universidad de Santiago y el propio ministerio del Medio Ambiente, en primer lugar entre las comunas que más utilizan este elemento y que, por ende, más contaminan la capital del país, aparece Las Condes, con un consumo promedio por hogar que supera con largueza el de otras comunas santiaguinas, lo que se debe al mayor poder adquisitivo de la comuna, que permite acceder a dicho combustible, uno de los más caros entre todas las opciones de calefacción disponibles. Sin embargo, y de manera paradojal, el impacto negativo de este consumo no afecta la calidad del aire de quienes en medida importante generan esta contaminación, sino la de otras comunas ubicadas en el sector centro y Poniente de la capital, debido a una serie de factores geográficos y meteorológicos que posibilitan el arrastre aéreo de la polución hacia comunas más pobres.
Al mismo tiempo, y de acuerdo a otro estudio relativo a la basura residencial generada en Santiago llevado a cabo por investigadores del Instituto de Políticas Públicas de la Universidad Diego Portales, la comuna de Vitacura es la que más desechos de este tipo produce en términos proporcionales, situación que tiene directa relación con el mismo factor anterior, esto es, una mayor capacidad económica para el consumo. Y al igual de lo que sucede en el caso de la leña, también es posible apreciar acá una paradoja, como es la inexistencia de basurales en esta comuna, cuyos desperdicios van a parar a otras de menores recursos en las que se ubican la mayor cantidad de vertederos de la capital, afectando a la población que habita en áreas bajas y periféricas de Santiago. A partir de esta realidad, es posible apreciar de qué manera estos impactos contribuyen al deterioro de la calidad de vida de quienes, por diversas condicionantes socioeconómicas, son más vulnerables.
Más allá de corresponder a hechos en apariencia meramente coincidentes y sin relación entre sí, estos dos ejemplos puntuales dan cuenta de una problemática mayor, compleja y profunda, y que tiene que ver con la manera en que se ha estructurado nuestra sociedad en términos territoriales, generando una profunda desigualdad, con la concentración de la riqueza y de la pobreza en áreas determinadas. En el origen de las inequidades sociales, el territorio resulta un factor determinante, pues en Chile no da lo mismo donde se nace. La región, la comuna, el barrio, pueden llegar a resultar decisivos a la hora de definir la magnitud de las diferencias entre quienes más poseen y aquellos más desposeídos, segregando social y económicamente a las personas y perpetuando, de esta forma, la lógica de un modelo excluyente como el nuestro. Riqueza y pobreza nunca se habían definido una respecto de la otra de manera tan polarizada, con la consiguiente tensión para el conjunto de la sociedad, de la que hoy somos testigos.
Como todo organismo vivo y en permanente movimiento, el adecuado funcionamiento de una sociedad requiere de equilibrios que permitan un desarrollo sano y funcional entre sus partes, sin que alguna de ellas genere afectaciones lesivas sobre otras, toda vez que finalmente ello repercute en la salud general del sistema, traduciéndose este daño en el deterioro de las relaciones sociales. Sin embargo, y para que ello pueda concretarse, detrás de este concepto de sociedad como espacio compartido, el sentido de bien común debe tener una preponderancia que permita este desarrollo armónico, noción que actualmente ha sido reemplazada por el individualismo y la satisfacción particular de determinados grupos en evidente desmedro y perjuicio de otros. Al igual que sucede con los ecosistemas, en los cuales los equilibrios son vitales para sus subsistencias, los sistemas humanos como parte integrante del entorno ambiental también se resienten si son alterados, y más aún de la manera irresponsable y exacerbada en la que se han visto desestabilizados en nuestro país, merced a una lógica de acaparamiento y concentración de las riquezas, de una minoría, en desmedro de una mayoría desposeída, generándose brechas insalvables que terminan siendo el caldo de cultivo en donde se incuban, como consecuencia lógica de sus determinantes objetivos, fenómenos sociales como la delincuencia común.
Dicho problema, que en aquellos países con mejores índices de distribución de la riqueza es ostensiblemente menor, no surge por generación espontánea, sino que es un eslabón de una cadena, un subproducto residual de estos profundos y perniciosos desequilibrios sistémicos. No entenderlo de esta manera a partir de interpretaciones reduccionistas es no querer entender el problema en su real dimensión, cuyas soluciones en términos de efectividad deben ser de fondo y no de forma, esto es, atacando la enfermedad en sus causas, no en sus síntomas. Para ello, es necesario hacerse cargo de los impactos generados mediante la modificación de las condiciones que dan origen a la problemática, más allá de medidas superficiales, que no subsanan nada, sino al contrario, agravan la situación al perpetuarla. En este sentido, lo que debe ser comprendido es que lo que le hacemos al entorno a través de nuestros hábitos nos lo hacemos finalmente a nosotros mismos, por mucho que algunos pretendan aislarse mediante la creación de realidades que sólo son subconjuntos dentro de un contexto global en el cual se está inserto.
De poco sirve crecer económicamente si no se distribuye con equidad, con sentido de sociedad, de país, no de empresa privada. Bajo esa concepción, el crecimiento económico sólo resulta ser una muy buena noticia para quienes se llevan la mayor parte de la torta para la casa, no para el resto. La famosa teoría “del chorreo” es una falacia más, propia del discurso del engaño: algo que se no llena nunca, que no tiene fondo, jamás chorreará. En definitiva, más vale crecer menos y distribuir mejor que incrementar desequilibrios insanos. Una economía exitosa es aquella que es capaz de generar las condiciones generales para que la optimización de la calidad de vida de las personas no sea un privilegio de determinados grupos, regiones, comunas o barrios, sino del conjunto. La verdadera paz social, un mejor ambiente para la sana convivencia, es fruto de mayores niveles de justicia social. Y eso, más allá de lo ideológico, se trata simplemente de sentido común.