Isla de la Esperanza en Noruega: Primera prisión «ecológica y humana» del mundo

¿Se rehabilitan en la cárcel quienes cumplen una pena? ¿Sirven las cárceles para devolver a la sociedad buenos ciudadanos? Las estadísticas parecen decir lo contrario


Autor: Wari

¿Se rehabilitan en la cárcel quienes cumplen una pena? ¿Sirven las cárceles para devolver a la sociedad buenos ciudadanos? Las estadísticas parecen decir lo contrario. Esto cobra mayor significado en el caso de los recintos carcelarios de Latinoamérica y Chile, que suelen ser modelos de hacinamiento y «escuelas del crimen».

Pero hay iniciativas innovadoras como la cárcel ecológica que se emplaza en Oslo, Noruega.
No es para decir que dan ganas de estar recluído, pero sí las condiciones para la rehabilitación son formidables. El problema allí ya no es si los reclusos se van a fugar, sino una vez que cumplan la pena, qué hacer para que se vayan.

El primer centro penitenciario ecológico del mundo no tiene alambradas, muros infranqueables ni celdas. En la isla de Bastøy, los presos aprenden a vivir en armonía con los demás y con la Tierra. Es en los campos, el aserradero o pescando como se preparan para su puesta en libertad

El lugar es idílico. La isla, declarada reserva natural, está situada en el fiordo de Oslo, a alrededor de 70 km al sur de la capital noruega. Más de 2,5 km2 de campos, playas y bosques, salpicados de casas de madera de colores. El ojo avizor busca una alambrada, una torreta de vigilancia. Pero a la entrada de este pequeño rincón de paraíso, sólo un cartel colgado en el piñón de una gran nave roja informa al visitante de que acaba de entrar en la isla de Bastøy, un ‘arenal para el refuerzo de la responsabilidad’.

Bienvenido a la primera prisión ecológica del mundo, una institución fuera de lo común, donde 115 detenidos en la recta final de su condena se preparan para su libertad.

Desde el pequeño puerto de Horten, al oeste de la isla, la travesía en ferry dura unos 15 minutos. Dos prisioneros, acompañados por un guardia, llevan el timón. Ese día, una veintena de niños de un jardín de infancia de Horten están de excursión. Se dirigen a Bastøy para presenciar la primera salida de los corderos a los campos. “Organizar una excursión escolar a una cárcel es bastante inusitado”, comenta la jefa de personal de la prisión con regocijo. Pero “los guardas jamás hubieran autorizado la visita si existiera el menor peligro”, asegura.

ASESINATOS O DELITOS SEXUALES

A su llegada, los niños son acogidos por un grupo de reclusos, que acuden a recogerles en carretas. Los críos están en la gloria. Los guardas y funcionarios se han reunido para asistir al espectáculo. Cuando las puertas se abren, los corderos salen corriendo a tontas y a locas. Turbados por su repentina libertad, algunos incluso dan media vuelta y vuelven al redil.

En primera fila, el director, Nilsen Arne Kvernvik, ve en ello una metáfora perfecta de lo que espera a quienes residen en Bastøy tras su puesta en libertad. Psicoterapeuta de formación, antiguo jefe de un servicio experimental, aterrizó en esta isla en agosto de 2008. Para él, las instituciones penitenciarias de alta seguridad son una aberración: “Encerrando a las personas como si fueran animales y privándoles de toda responsabilidad, las prisiones hacen daño terrible. Aquí, cuidamos las heridas provocadas por el sistema penitenciario”.

Antes de desembarcar en la isla, la mayoría de los presos ha pasado una buena temporada entre las rejas de cárceles de alta seguridad. Algunos por delitos menores. Sin embargo, la mayor parte “ha cometido crímenes muy serios y lo pagan con las condenas más duras que existen”, observa Nilsen Arne Kvernvik. Más de la mitad han sido condenados por asesinato o delitos sexuales.

De manera que las solicitudes de traslado a Bastøy, muy numerosas, se miran con lupa. “No son los crímenes lo que nos interesa, sino las motivaciones de los candidatos y los riesgos que comporta el que se lleguen a fugar”, dice el director de la institución. Ya que en Bastøy los prisioneros se mueven a sus anchas. Y, si bien los guardas hacen recuentos con frecuencia, ninguno va armado y de noche normalmente no son más de cinco. Sin embargo, los intentos de fuga han demostrado ser sumamente raros. Por otra parte, nadie parece recordar cuándo fue la última vez que ocurrió.

“ISLA DE LA ESPERANZA”

Antes de ser transformada en prisión en 1984, la isla albergó durante más de un siglo un correccional, que cerró sus puertas en 1967. En el Ministerio de Justicia de Oslo, aseguran que Bastøy no tiene “nada de particular”, salvo su emplazamiento en una isla. “Es el símbolo de lo que el Gobierno actual trata de hacer, abriendo las cárceles y aumentando el número de instituciones de baja seguridad”, afirma el secretario de Estado de Justicia laborista, Eirik Øwre Thorshaug. Pero, lo pinten como lo pinten, Bastøy no es un centro de reclusión corriente.

Desde 1996, allí se practica ecología humana. Por aquel entonces, la dirección de la institución se dio un plazo de diez años para convertirla en la primera prisión ecológica del mundo. Once años más tarde, cumplió su misión. En 2007, el ministro noruego de Justicia, Knut Storberget, inauguraba con gran pompa lo que bautizó ‘La isla de la esperanza’.

En una década, la prisión ha conseguido reducir su consumo de electricidad. Se han colocado paneles solares en muchas viviendas. Las calderas que funcionan quemando la madera de los bosques próximos han reemplazado a las de fuel. En los campos únicamente se emplean abonos biológicos, mientras que la mayoría de los tractores han sido sustituidos por caballos de granja. Los que quedan no circularán más que con biocarburantes dentro de poco.

«SI SE FUGA, AVISE CUANDO LLEGUE A TIERRA FIRME»

Pero, según Staale Fevang, responsable del material agrícola de la isla, lo esencial es que a su llegada a Bastøy, los detenidos son iniciados en los principios de la ecología humana. “Se trata de la idea según la que la Tierra no nos pertenece, sino que somos nosotros quienes pertenecemos a la Tierra“, resume el capataz, tomando una frase del jefe indio Seattle, que inspiró la transformación de la isla.

Øyvind Alnæs, antiguo director de la prisión, aun ejercía como tal, lo explicaba así: “Si los presos se encuentran en su situación, es porque en cierto momento de sus vidas no reflexionaron sobre las consecuencias de sus actos. En Bastøy, les enseñamos que, al contrario de lo que parecían creer, tienen una responsabilidad con los demás y la naturaleza que les rodea”.

Y esta responsabilidad comienza desde que pisan la isla. Primera condición: en caso de fuga, se ruega a los fugitivos llamar por teléfono a la prisión una vez hayan arribado a tierra firme, para evitar que se inicie su búsqueda en el mar. Una forma de hacer comprender a los hombres que son responsables los unos de los otros.

En Bastøy, los ‘habitantes’ viven en pequeñas casas durante cinco o seis años. El reglamento es simple: deben despertarse, desayunar y llegar puntuales a su puesto de trabajo.Se les somete a controles antidroga con regularidad. Si se descarrían siquiera ligeramente, se arriesgan a ser expulsados. “Pero, a diferencia de las instituciones convencionales, las sanciones que imponemos aquí no son automáticas ni irrevocables”, precisa el director, que quiere evitar ‘la infantilización de los presos’.

DE LAS DROGAS AL PASTOREO

Cobran un salario mensual módico, que les permite sobre todo comprar alimentos en la tienda de la isla. Las actividades propuestas son variadas. Acuden profesores a la isla a impartir cursos con regularidad. Los detenidos pueden elegir entre trabajar en el campo, en el aserradero, en la tienda, en el ferry e incluso en el pequeño barco de pesca de la prisión. Y también pueden optar por ocuparse de los animales: la isla cuenta con siete caballos, unas 40 ovejas, 65 corderos, una veintena de vacas, otros tantos terneros y 200 pollos.

Asbjørn Fløtten supervisa a un pequeño grupo de presos destinados a trabajar los campos. Uno de ellos, que pasa de los sesenta, planta cebollas en un surco que acaba de cavar: “La horticultura no le gusta a todo el mundo, pero algunos se aficionan”, asegura la capataz. Ante el invernadero, un chaval se fuma un cigarro. Acaba de plantar semillas de tomate, lechuga y hierbas aromáticas. Las verduras cultivadas se cocinan allí y las que sobran se venden en la tienda de la isla.

Geir, de 26 años, trabaja como pastor. Desembarcó en Bastøy en febrero, tras pasar cinco años en una prisión de alta seguridad por tráfico de estupefacientes. Se levanta a las seis de la mañana. Y la jornada promete ser larga. Pero no se queja. Al menos, está al aire libre. Y, además, aprovecha su ‘estancia’ en la isla para retomar su formación agrícola, que comenzó antes de ir a la cárcel.

LIBERTAD INSOPORTABLE

Kaare observa a un cordero recién nacido. Este padre de familia de 38 años fue condenado a dos años de prisión por fraude fiscal. Se dedicaba a las ventas. Después de pasar un año en una institución de alta seguridad, obtuvo su traslado a Bastøy en febrero. Desde entonces, conduce un tractor. “El sistema carcelario no es humano”, sostiene. “Aquí es distinto”. Su familia le visita a menudo. Y le gusta su trabajo.

Sin embargo, Bastøy no resulta en todos los casos el lugar más idóneo. Algunos no soportan esta forma de libertad ni las responsabilidades que tienen que de las que tienen que hacerse cargo. Y piden ser devueltos a un establecimiento cerrado al cabo de algunos días. Pero quienes resisten, como destaca Staale Fevang, transcurridas algunas semanas en la isla no vuelven a ser los mismos de antes : “Cuando llegan, no saludan, les cuesta relacionarse. Al cabo de algunas semanas, se transforman. El lugar les cambia”.

Marius llegó hace dos semanas. Fue condenado a un año y medio por una pelea que acabó mal. El tiempo transcurre lento para él en Bastøy, sobre todo los fines de semana. Pero comienza a adaptarse. Y asegura además que, ante todo, “nada es peor que vivir encerrado en una celda 23 horas al día”.

MENOS COSTOS Y REINCIDENCIAS

Los partidarios de una lógica de alta seguridad sin duda vituperarán la laxitud de Bastøy. A Nilsen Arne Kvernvik le trae sin cuidado. En Noruega, la pena máxima que establece la ley son 20 años de cárcel. Incluso los peores criminales saldrán algún día de prisión. “Por tanto, el interés de la sociedad no es tanto el de castigar sino el de garantizar que, cuando recobren la libertad, las personas que han cometido crímenes no los vuelvan a cometer“, recalca el director. Nada puede garantizar que reincidan, claro. Pero en Bastøy se ponen todos los medios para evitarlo. No se suelta a ningún recluso sin proporcionarle una vivienda. Y muy pronto, tampoco se hará sin darles un trabajo.

El Instituto Nacional de Empleo noruego va a enviar a la isla a dos asesores a trabajar a tiempo completo. “Podríamos pensar que eso requiere mucho dinero, pero no es cierto. Bastøy le cuesta al Estado una tercera parte menos que el resto de instituciones penitenciarias“, asegura Nilsen Arne Kvernvik. Según un estudio del Instituto Noruego de Estadística, el 60 % de los 31.410 procesados en el año 2000 por crímenes graves reincidieron en los cinco años posteriores a su liberación. En Bastøy, 43 de los 144 prisioneros soltados en 2004 han vuelto a la cárcel de nuevo, es decir, el 30 %. El Ministerio de Justicia noruego advierte que no se deben extraer conclusiones precipitadas pero admite que las cifras de la cárcel son positivas.

Por Anne-Francoise Hivert

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