Por Julien Vanhulst*
En los años sesenta del siglo pasado, la multiplicación de accidentes industriales con graves consecuencias para el medio ambiente y la salud humana, combinada con las evidencias del deterioro ambiental, así como los ejercicios nucleares, la exploración espacial pero también la crisis del petróleo de los años 1970, instalan el tema ambiental al centro de las preocupaciones socio-políticas.
Entre estos elementos contextuales que favorecieron la emergencia del diagnóstico de una crisis multidimensional (socio-económica y ecológica) o “crisis de civilización”, se atribuye un rol clave a la publicación en 1962 del libro Silent Spring (“Primavera Silenciosa”) de la bióloga marina Rachel Carson. Muchos consideran que este libro marca un giro en nuestra comprensión de las interconexiones entre el medio ambiente, la economía y el bienestar social.
El libro expone los riesgos ambientales vinculados al uso del pesticida DDT (Dicloro Difenil Tricloroetano), fabricado por la empresa Monsanto. El DDT era entonces el pesticida más potente porque era capaz de eliminar centenares de especies de insectos con un solo producto. Sin embargo, se levantaron algunas voces que expresaron sus dudas sobre este ‘producto milagroso’. Entre éstas la de Rachel Carson, que en ese entonces trabajaba en un servicio ambiental público en Estados Unidos y era famosa por sus libros sobre historia natural. Su foco de crítica son los efectos a largo plazo del DDT (debido a su gran toxicidad, persistencia y bioacumulación). En su libro, Carson concluye que el DDT y otros pesticidas han dañado irrevocablemente a los pájaros, así como otros animales, y contaminado la totalidad de la cadena trófica.
El libro abre con una “Fábula para el día de mañana” que presenta una pequeña ciudad donde la vida ha sido “silenciada” por los efectos malignos del DDT, de ahí el título del libro. De continuar usando de manera indiscriminada el DDT, un día no tan lejano la primavera llegaría sin ningún canto de pájaros: una “primavera silenciosa”.
Más allá de la metáfora, Rachel Carson acusa directamente a la industria química de poner en el mercado un producto tóxico y de practicar la desinformación, y acusa también a las autoridades públicas de responder a las necesidades de la industria química sin ninguna forma de cuestionamiento. De manera más general, cuestiona la fe de la humanidad en el progreso tecnológico.
El libro y su autora se enfrentaron a una fuerte resistencia por parte de aquellos a quienes la contaminación beneficia. El lobby de la industria de agrotóxicos atacó a Rachel Carson cuestionando su integridad y sanidad mental, poniendo en duda la cientificidad de su trabajo, entre muchos ataques personales y sexistas. Y en respuesta a la “Fábula para el día de mañana”, Monsanto publica en su revista la parodia “El año Desolado” que cuenta cómo el mundo quedaría devastado por una invasión de insectos si no se controlaran las plagas con pesticidas sintéticos.
DEL DDT AL ROUNDUP
Sin embargo, la preparación del libro había sido meticulosa, apoyada por un estudio exhaustivo y la revisión de expertos. Así, ante las controversias abiertas por la publicación del libro, muchos científicos lo defendieron y la comisión científica convocada por el presidente Kennedy terminó validando las conclusiones de Carson. El DDT fue prohibido en Estados Unidos en 1972 (para la gran mayoría de sus usos). En Chile fue prohibido en 1985 y finalmente fue incluido en 2001 en el Convenio de Estocolmo sobre los contaminantes orgánicos persistentes.
El legado más importante de Silent Spring fue una nueva conciencia colectiva acerca de la vulnerabilidad de la naturaleza a las intervenciones humanas y de los límites de los beneficios de la tecnología. Por primera vez, se planteó la necesidad de regular la industria para proteger el medio ambiente.
Este libro emblemático del ambientalismo del siglo XX y la controversia que abrió resuena con fuerza hoy luego de la difusión de los “Monsanto Papers” que denuncian un encubrimiento voluntario de la toxicidad del glifosato, principal agente activo de numerosos productos fitosanitarios, entre ellos el Roundup, el herbicida más usado en prácticas domésticas y agroindustriales en el mundo. El origen de la controversia en torno a los “Monsanto Papers” se debe a las acciones legales de dos activistas y defensoras de los derechos colectivos de los ciudadanos: Carey Gillam y Kathryn Forgie. Mediante procedimientos jurídicos e investigaciones, han obtenido la publicación de documentos clasificados como confidenciales por la justicia estadounidense. Estos documentos demuestran las manipulaciones de la industria química para ocultar la toxicidad y el peligro para la salud pública de sus productos.
Entre las estrategias develadas, y empleadas desde los años 1980, se mencionan prácticas de ghostwritting (es decir, la utilización de la firma de científicos para dar credibilidad a estudios cuyo verdadero autor es la propia empresa, los que circulaban como artículos científicos en circuitos formales, legitimando así la ‘verdad’ definida por la organización); la descalificación de estudios de científicos independientes que demostraban algún grado de toxicidad y riesgos cancerígenos (del mismo modo que lo habían hecho con el estudio de Rachel Carson), como los miembros del Centro Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC); y una tercera práctica que buscaba influenciar las autoridades de regulación, y particularmente la EPA (Agencia Federal de Protección Ambiental), pero también la Agency for Toxic Substances and Disease Registry y otras agencias europeas (la European Food Safety Authority, la European Chemicals Agency, el Bundesinstitut für Risikobewertung alemán, entre otros).
Es un caso de estudio paradigmático de ‘verdades contradictorias’ respaldadas por estudios pseudo-científicos que usan las reglas y códigos del campo científico para legitimar una verdad que responde a ciertos intereses privados y parciales, en un contexto caracterizado por la incapacidad estructural de gobernanza efectiva de problemas socio-ambientales a través del aparato institucional existente, tanto a nivel local y nacional como a nivel global.
Los principios orientadores de la gobernanza ambiental vigente y su institucionalidad terminan relegados a meras declaraciones de poco peso frente a los intereses de grupos económicos multinacionales. ¿Cómo opera en el contexto de los “Monsanto Papers” el Principio 1 de la Declaración de Estocolmo[1] sobre el derecho a vivir en un medio ambiente sano; o el principio precautorio[2]? Siguiendo el principio precautorio, habría que seguir la fórmula propuesta por Hans Jonas: in dubio pro malo; es decir, en caso de duda frente al uso de una tecnología, por ejemplo, hay que tomar una decisión basándose en la hipótesis más pesimista. Parece claro que no se logran respetar estos principios básicos frente a la injerencia mediática, política, judicial y científica de las grandes empresas, que en definitiva son quienes determinan las hipótesis consideradas válidas.
LA SUPERVIVENCIA DE LA ESPECIE HUMANA
El caso de Monsanto no sorprende, ya que su mala reputación la precede, pero las prácticas de manipulación de estudios, falsificación de documentos y lobbying son frecuentes en la industria química (como en la industria del tabaco o la farmacéutica). La legitimidad cultural dada a la racionalidad económica favorece el cálculo costo-beneficio desde una perspectiva meramente privada, que busca reducir al máximo el costo y aumentar el beneficio privado, trasladando inevitablemente los costos reales a la sociedad y al medioambiente ecológico, generando siempre más desigualdades socio-ambientales. A pesar de la lenta instalación de una compleja institucionalidad ambiental en los niveles nacionales y globales, medio siglo después de la publicación de Silent Spring, parece que no se ha avanzado tanto para evitar las amenazas generadas por el propio modelo de desarrollo industrial prometeico.
Persiste la fe en el progreso de la humanidad por medio de la tecnología y el crecimiento económico, las dudas y las incertidumbres permanecen intactas y las acusaciones son las mismas. También sigue siempre más fuerte el llamado a construir un mundo sustentable, la justicia ambiental y la necesidad urgente de asegurar la protección ambiental y la salud pública por la regulación de las actividades industriales. Pero los patrones de respuesta a este llamado se siguen repitiendo tercamente, mientras las soluciones se postergan indefinidamente, en una ruleta rusa con los límites planetarios de la biosfera que pone en peligro nada menos que la supervivencia de la especie humana (y de la mayoría de las demás formas de vida con quienes compartimos el espacio vital).
Así, sigue vigente la conclusión del libro Silent Spring:
“Estamos hoy en el cruce de dos rutas divergentes. […] La ruta en la cual estamos viajando desde mucho tiempo es decepcionante porque fácil, una autopista suave y rápida en la cual progresamos a gran velocidad, pero que, a finales de cuenta, nos conduce al desastre. Por otro lado, la otra ruta, la menos concurrida, nos ofrece nuestra última, nuestra única oportunidad de alcanzar una destinación que asegura la preservación de nuestra Tierra.”
En los últimos años, se han ensayado y recuperado múltiples prácticas sociales y económicas que dibujan la segunda ruta: ideas como las del Buen Vivir andino, las economías plurales, el post-extractivismo, o aún el decrecimiento y la suficiencia como complemento a la eficiencia han permeado los debates contemporáneos sobre futuros sustentables. El mismo Papa Francisco, en su encíclica Laudato Si’, ha lanzado un llamado urgente a confrontar los tabúes de nuestra forma de vida y de organización económica. Sin embargo, estas propuestas alternativas concretas no superan aún su condición de subordinación a la matriz cultural dominante que no se desvía de la ‘autopista suave y rápida’.
En este debate entre ‘verdades contradictorias’ se omite el hecho evidente de que no se trata de un debate entre ideas abstractas: luego de medio siglo de prevalencia incuestionada de un mismo modelo de gobernanza ambiental que pretende conseguir una ‘transición a la sustentabilidad’ sin confrontar las estructuras de poder y los dogmas de la racionalidad económica, el mesianismo tecnológico, y la sociedad de consumo, la industria química, asociada a múltiples otras estrategias extractivas y desterritorializadas, sigue hipotecando la capacidad de futuro de las generaciones presentes y futuras. Hoy, resulta urgente abrir el debate para trazar la ‘ruta menos concurrida’ de forma colectiva, empezando por rechazar los discursos y prácticas que legitiman los sacrificios de personas, lugares, territorios, seres vivos, ecosistemas y el planeta en el altar de la rentabilidad del capital.
*Doctor en Sociología y Ciencias del Medio Ambiente. Académico de la Escuela de Sociología de la Universidad Católica del Maule, Chile.
[1] Este principio fue formulado en 1972 y señala que “El hombre tiene el derecho fundamental a la libertad, la igualdad y el disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio de calidad tal que le permita llevar una vida digna y gozar de bienestar y, tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras”.
[2] Este principio fue popularizado por el filósofo Hans Jonas en su libro “El principio de responsabilidad”, publicado en 1979. En este libro, Hans Jonas alerta sobre los riesgos del poder de la técnica moderna y la capacidad del ser humano a autodestruirse y sus consecuencias éticas. Este principio se incluirá como “principio precautorio” en la Declaración de Rio en 1992 y replicado en la mayoría de las leyes ambientales en el mundo.