Por una parte, parece claro que la Tierra no soporta el ritmo de crecimiento al que la estamos sometiendo. Jared Diamond, entre otros, advirtió hace tiempo acerca de la imposibilidad de mantener la relación entre el crecimiento del mundo desarrollado y el tercer mundo: el primero consume y contamina 32 veces más que el segundo, de modo que si las naciones subdesarrolladas quisieran imitar el desarrollo de las naciones ricas y llegaran todas a su mismo nivel de crecimiento, la tasa mundial de consumo y contaminación aumentaría 11 veces, lo cual sería equivalente a una población mundial de 72.000 millones de personas, en lugar de los 7.000 actuales, lo cual sería claramente insoportable para el planeta.
Y el reciente informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, compuesto por numerosos autores escogidos por las Naciones Unidas, prevé que, si no se toman medidas drásticas, durante este siglo aumentarán las zonas habitadas invadidas por la subida del mar, la erosión de las costas y la degradación del ecosistema provocando hambrunas y conflictos violentos. Todo ello sin contar con el agotamiento de los recursos energéticos y la contaminación producida por la incesante acumulación de residuos, entre otros los nucleares. No parece que estos datos puedan discutirse hoy seriamente, aun cuando no se pueda precisar su alcance y el momento en que aparecerán sus consecuencias, como tampoco puede ya negarse la decisiva importancia de la acción humana en estos cambios.
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Por otra parte, creo que el problema más importante con que nos enfrentamos en este siglo es el problema del hambre y la miseria de una gran parte de los habitantes del mundo. Y esta parte de la humanidad necesita crecer. En el primer momento de la historia en que la tecnología de que disponemos haría posible satisfacer las necesidades básicas de la población mundial, unos 850 millones pasan hambre severa, más de un tercio no tiene acceso al agua en condiciones aceptables, 1.400 millones carecen de energía eléctrica, más de 2.000 millones no poseen instalaciones sanitarias y más de la mitad de la población mundial, incluyendo muchos europeos, carece de los recursos que para nosotros son condiciones necesarias para una vida digna, como una alimentación suficiente, viviendas adecuadas, asistencia médica, educación básica y atención a la discapacidad.
La pregunta es: ¿resulta compatible la necesidad de eliminar el crecimiento irracional que está poniendo en peligro la civilización con la exigencia de elevar el nivel de vida de la mayoría de los habitantes de este mundo? Por supuesto que ambas partes de la pregunta entran de lleno en el peligroso terreno de la utopía. Pero las utopías no están para cumplirse, sino para señalar una dirección, y por poco que se pueda avanzar, para hacerlo es necesario saber a dónde dirigirse. Las utopías se vuelven peligrosas cuando se cumplen: es entonces que hay que echarse a temblar.
Parece evidente que las naciones ricas no podemos continuar con nuestro despilfarro si se pretende conservar la civilización durante los próximos siglos y que la exhortación sin matices al crecimiento desconoce el hecho de que nuestro planeta es finito en recursos y en capacidad de acumular residuos. Aunque por supuesto que nada tiene esto que ver con la austeridad que se está imponiendo en nuestros países, que mientras recortan los presupuestos para sanidad y educación fomentan la fabricación de automóviles. Lo cual no implica que esta disminución del consumo deba producir necesariamente un aumento de la infelicidad colectiva. De hecho, buena parte de los problemas de nuestra sociedad están causados precisamente por la hipertrofia del consumo. Como sostienen algunos autores, la mejora de la calidad de vida no implica un aumento del PIB. Y es también evidente que la superación de la pobreza de la mayor parte del mundo tampoco implica –más bien excluye- que esa respuesta siga el modelo de desarrollo capitalista de las naciones ricas: el camino de desarrollo que ha elegido China, por ejemplo, pasará una grave factura al planeta. Si algún modelo político y económico es incapaz de enfrentarse al problema del crecimiento es precisamente el modelo capitalista.
Pero aunque esa moderación del crecimiento fuera posible y el sistema capitalista fuera superado por un socialismo razonable no se despejarían todas las dudas. Si se pretende alimentar a los 850 millones de personas que pasan hambre, construir viviendas para quienes no la tienen, educar a los cientos de millones de analfabetos, asegurar asistencia médica a quienes carecen de ella y atender a la discapacidad, hará falta construir edificios, utilizar tractores, camiones, trenes, ordenadores, laboratorios, etc. con la enorme utilización de recursos, de gasto de energía y emisiones contaminantes que ello implica. Hay que recordar que somos una minoría de la humanidad quienes estamos viviendo por encima de las posibilidades del planeta y una clara mayoría la que debería crecer sólo para satisfacer sus necesidades más elementales. ¿Será posible que este desarrollo de quienes hoy carecen de lo indispensable pueda hacerse sin aumentar la agresión a un planeta ya demasiado castigado? ¿Se limitará el crecimiento de la población mundial si se produce un crecimiento que mejore las condiciones de vida de las poblaciones marginadas? ¿Sería posible un equilibrio entre el decrecimiento de quienes hemos crecido demasiado y el necesario crecimiento de quienes lo necesitan? Esa posibilidad es quizás la única esperanza para este viejo planeta.
Se habla de “crecimiento sostenible”. Hay quienes sostienen que el mero recurso de agregar un adjetivo al término crecimiento está lejos de resolver el oxímoron que implica la relación entre ambos. ¿Qué hacer entonces? ¿Existe alguna respuesta política a esta situación? ¿Es posible satisfacer las necesidades elementales de miles de millones de personas sin proseguir con la destrucción de los recursos naturales y la contaminación del medio ambiente? ¿Es posible lograr esa satisfacción básica a un número tan elevado de personas sin recurrir a la tecnología contaminante de que disponemos? ¿Puede seguir creciendo la población mundial al ritmo en que lo hace? Muchos estudios sobre el decrecimiento aportan datos y conclusiones razonables sobre la situación pero evitan dar una respuesta a estas preguntas, limitándose a enfoques generales, que a veces pretenden ser apolíticos. Y esa omisión es grave, porque la falta de respuesta lleva a un fatalismo resignado que no puede menos que hacer el juego a quienes están encantados con este estado de cosas y dispuestos a sacar el máximo provecho de ella. Las crisis y las catástrofes son muy rentables para algunos ciudadanos.
Es urgente que se elaboren propuestas concretas y detalladas señalando los cambios necesarios, posibles y cuantificados que hay que introducir en nuestro modelo de desarrollo para adelantarse a una situación que, en líneas generales, es evidente que pone en peligro el modelo de civilización que estamos construyendo. Y por ello la pregunta quizás más importante que afecta a todas las demás y cuya respuesta no induce precisamente al optimismo es la siguiente: ¿tendrán los gobernantes el valor de encarar este problema, que no puede traerles más que conflictos en sus cuatro años de mandato?
Por Augusto Klappenbach