Hace algunos años, las políticas de ruralidad fueron orientadas hacia la plantación de bosques exóticos (especies introducidas), siendo el pino y eucalipto las de mayor cotización por los demandantes. La mayor parte se traduce en la producción de pulpa blanqueada para la elaboración de papel. Todo este proceso comenzó cuando los pequeños productores agrícolas, sin mediar conocimiento alguno, descuidaron el tratamiento adecuado a sus
predios, llevando a la cúspide un problema que más tarde tuvo sus resultados: clasificación de terrenos en clase V hacia arriba, esto indica que el suelo tienen sólo aptitudes forestales. Por otro lado, el estado fue y es un gran responsable, al no fomentar políticas agrarias que permitieran recuperar el daño ocasionado. Echarle sal a la herida fue su solución: creó leyes para incentivar las plantaciones de este tipo.
Comenzó, primero, la venta de tierras a bajo costo. Los vendedores en el transcurso de dos años de gracia sacaban todo lo que pillaban, cortaban árboles, dejaban “pelados” los predios. Segundo, tala de bosques nativos sin mediar control alguno; éstos iban a parar a acopios de chip y astillas que se levantaron en ciudades como Coronel y Puerto Montt. Después, en el caso de la futura Nueva Región, fue la Forestal Pedro de Valdivia (ahora Forestal Valdivia, del Grupo Copec, de Anacleto Angelini) la principal expropiadora. En ese tiempo era accionista el ex senador UDI Marco Cariola, el mismo que presidió la Comisión de Fomento Forestal en la cámara alta, mientras se trataba la ley nº 701. Qué casualidad ¿no?
Desde ahí los verdes colores que expresaban la viveza del sur, el escurrimiento de agua cristalina que emanaba de los arroyos de alguna quebrada, fueron dando paso al desgaste, teniendo como principales evidencias las nuevas generaciones, el rompimiento de las características de las estaciones del año, el verano ya no es símbolo de sol, playa y calor, sino que en cualquier momento nos podemos encontrar con lluvias torrenciales, inviernos que pueden ser secos, en suma, un clima templado que ya no existe.
EMPLEADOS
La desesperación en lo económico fue una de las principales razones que tuvieron los pequeños agricultores para vender sus tierras. La producción de antaño ya no es tal y los insumos van encareciéndose. Esto arrastra poco a poco a la hecatombe a sectores agroindustriales como los molinos de trigo instalados en las comunas de la Nueva Región. En San José funciona uno de varios, mientras que Máfil cerró los suyos o funcionan esporádicamente. En Valdivia y La Unión se mantienen algunos, aplastados por la apertura de barreras comerciales dictadas en dictadura y aplicadas bajo los gobiernos de la Concertación. Mientras tanto, los campesinos de entonces son los habitantes de campamentos en las ciudades y asiduos asistentes en las cifras de cesantía. Algunos han vuelto a sus campos, pero como empleados de las mismas empresas forestales.
En Mariquina, Forestal Valdivia se considera que tiene las mayores superficies de plantaciones de bosques exóticos. El Ciudadano conversó con algunos trabajadores que laboran en el segundo sector productivo de la nación. Nos contaron de sus precarios sueldos, los malos tratos físicos y sicológicos a que son sometidos por los contratistas forestales. No les queda otra que aceptar, pues no tienen otras oportunidades de trabajo y sus familias esperan por el pan de cada día. Sus dignas, pero muy humildes viviendas, confirman la veracidad de sus declaraciones.
Antonio Huichamán es uno de ellos. Tiene siete hijos, seis de ellos estudiando; vivió un tiempo en un campamento de San José, fue beneficiado por uno de los programas de asistencia social del FOSIS, de donde recibió materiales para ampliar su pequeña vivienda de 3×3 que consta de 2 piezas. En el mismo programa, consiguió una motosierra para trabajar en las faenas de Vega Larga, ahí sus vecinos son las empresas forestales que proveen de materia prima a Celco.
Distinto es el caso de Luis González que, cesante en San José, ingresó a
las faenas forestales y lo trasladaron a un campamento de Puerto Montt,
“Yo pasaba más de dos meses sin llegar a la casa, porque el dinero que ganaba prefería enviárselo todo a mi esposa. Si viajaba, lo más probable es que el gasto que me significaba, impidiera que mis hijos comieran bien” dice. Mientras tanto, en San José, su esposa Carmen Zapata cuenta: “Los niños todos los días me preguntaban sobre su papá, lo querían ver y no podían. Se vino de Puerto Montt, pero no encontraba trabajo acá, así que se fue con su padre a construir unos galpones un poco más cerca, pero igual llega sólo los fines de semana”. Estas tres familias tienen que recurrir al Programa Puente para lograr mejorar sus viviendas, de lo contrario, sus días de lluvia lo pasan con goteras, tornándose en un sufrimiento que les hunde en la desesperanza.
MAFILEÑOS PORFIADOS
Por otro lado, los que aún batallan por mantener la productividad de sus campos, tienen que lidiar con la falta de políticas que fortalezcan la agricultura. Es el caso de los hermanos Sánchez en Huichaco, comuna de Máfil. Ricardo contó a El Ciudadano que “no es posible que los gobiernos dejen de preocuparse por los productores agrícolas. Me da pena y rabia ver cómo los fundos son ahora plantaciones de pinos y eucaliptos, será eso lo que tendremos que comer más adelante cuando nadie siembre el trigo, la arveja o las habas. Ni hablar de la leche, cada vez más los precios son controlados por empresas transnacionales. Los créditos que otorga Indap para los centros de acopio son altos y la producción no alcanza para mantenerlos”, dice. Lo único que queda es seguir luchando para sensibilizar a los gobiernos y a los políticos de turno para que creen leyes efectivas de fomento agrícola y ganadero, de lo contrario la dieta de los humanos tendrá que conformarse, en el mejor de los casos, con comer papeles exhibidos en stand de pulperías y grandes supermercados. Usted, como siempre, tendrá la última palabra.
Pedro Herrera