Corría el 17 de enero de 2011 y en un vuelo de LAN, con escala en Lima, llegaba a Chile un anciano canoso de aspecto retorcido, pasado a petróleo, fácilmente reconocible por su puntiaguda nariz, pronunciadas ojeras rojizas y terno casi pegado a la piel. Mi datero había entregado las coordenadas exactas para encontrar a David Rockefeller a los pies del Aeropuerto Arturo Merino Benítez, sin precisar que un vehículo protegido por guardias privados y comandado por Agustín Edwards, el dueño del diario El Mercurio, le esperaba a la salida para volar con destino a Illeifa, una pequeña isla del sur del país.
Estaba mi cámara y yo, observando cómo traían a David en silla de ruedas. “Vete de Chile”, increpé escandalizado, hasta escuchar una voz que me invitaba a cerrar la boca desde la cabina del copiloto. Era Agustín. Sólo bastó que enfocara el lente para devolver la invitación y avergonzar al hombre que había conspirado con Kissinger, bebido Pepsi con Donald Kendall y mamado la teta de dineros truchos para levantar su periódico desde los escombros.
Ignoré si los agentes de seguridad allí presentes integraban la empresa de un ex jefe de la Dine, el mismo que Edwards contrató, tiempo atrás, para protegerlo. Pese a que los guardias rieron, el entorno apestaba a inteligencia. Y es que previo al golpe de Estado de 1973, el descendiente del pirata inglés que recaló en La Serena había participado en una operación encubierta, destinada a subvertir la revuelta de las empanadas y el vino tinto que pretendía quitar a sus amigos el cobre. En efecto la CIA, la hermética central del espionaje, el tráfico de influencias, el contrabando de armas y drogas, la tortura y la desestabilización, había realizado el trabajo sucio en beneficio de un cúmulo de empresas multinacionales con perversos intereses.
Me enteré así que el último hermano de la familia Rockefeller, esa nefasta estirpe vinculada a la minera Anaconda que Allende expropió durante el gobierno de la Unidad Popular, tenía por objeto vacacionar con Edwards en Lago Ranco, próximo a Futrono, una localidad a la que, paralelamente, se dirigían el presidente Sebastián Piñera y su compadre Andrés Navarro, un importante patrocinador de las campañas políticas de la Concertación. Mi datero agregaba que los magnates más longevos viajarían rumbo a Davos, Suiza, para asistir al World Economic Forum.
Salí caminando del Aeropuerto con sabor a victoria. Quería obligar a la prensa a cubrir el siniestro cónclave de los poderosos, pero temía que el rollo se abocara a lo superficial. Mal que mal, era imposible resumir las conclusiones del Comité Church o las Memorias auto incriminatorias del barón de Standard Oil en un mísero minuto de video.
{destacado-1}
El Ciudadano se preocupó de preguntarle a Piñera qué estaba ocurriendo en Lago Ranco. “Así es”, dijo el presidente cuando le pidieron que confirmara la visita del banquero neoyorquino. No estaba en sus planes reunirse con él, según leí. De inmediato supe que omitía que el Navarro de Sonda, junto al que bajó a cargar combustible mientras volaba en helicóptero a la Región de Los Ríos, había tenido un puesto clave en el directorio del Council of the Americas (COA), una entidad empresarial encabezada por David Rockefeller e integrada por un lote de cuestionadas empresas: AES Gener, la Celulosa Arauco, Monsanto y Barrick Gold, por mencionar algunas, todas unidas en el avance de tratados comerciales afines al mafioso sindicato transnacional, esa suerte de gobierno en las sombras que prescinde de las autoridades electas.
Con el tiempo escarbé y llegué a colarme, en más de una oportunidad, en las conferencias del COA. Me enteré que tanto Agustín Edwards como Malú del Río de Edwards, su esposa, figuraban en la nómina de “líderes honorarios” junto al ex ministro de Pinochet y alto ejecutivo de El Mercurio, Fernando Léniz. Le sigue Fernanda Luksic Lederer, la hija de Andrónico. En 2009 el mismo círculo puso las lucas para condecorar a Michelle Bachelet con una medalla de oro (la “Gold Insigne”) ante los impávidos ojos del presidente del Partido Comunista, Guillermo Teillier, durante una gira por Nueva York. El regalo había sido concedido con anterioridad a los presidentes Patricio Aylwin y Ricardo Lagos –a éste por aprobar el TLC con Estados Unidos– de las manos del propio David Rockefeller. Y mucho antes en 1971, el plenario del COA y su co-director, Jay Parkinson (presidente de la Anaconda Copper), habían escuchado a Frei Montalva declarar la inconstitucionalidad del gobierno de la UP. La evidencia demostraba que existían intereses cruzados: cabezas que cortar, cheques que cobrar.
No por nada, concluí, la Concertación había blindado tanto a ese señor de caídas bolsas llamado Agustín. Llegado el 2014 Bachelet ponía a una de sus estrechas colaboradoras, Javiera Blanco, en el Ministerio del Trabajo. Instalaba a Nicolás Eyzaguirre, un agente del FMI, y quien recibió a Rockefeller en La Moneda para hacer lobby por el TLC, en el Ministerio de Educación. A René Cortázar, un hombre de Luksic, en el comando que la asesoró. ¿Sabía ella que en noviembre del 2000, el ex ministro de Transportes había intentado censurar un bloque del programa Informe Especial de TVN que abordaba la colaboración de la CIA con el diario El Mercurio?
Por Matías Rojas
El Ciudadano Nº151, marzo 2014