En la terraza de su mansión de Lomas del Castillo, Mohamad Yusf Amndani se abanica. Su camisa permanece abierta hasta el tercer botón. Apenas amanece, pero el ambiente ya despliega toda su carga calorífica.
Siente que hay algo en el calor de Campeche, una cierta densidad que lo hace aún más severo que el calor de San Pedro Sula, en Honduras, y a su vez mucho más terrible que el de Islamabad e incluso Peshawar, en su natal Pakistán. A ciertas horas, el clima pone a prueba su equilibrio mental. Pero Mohamad posee el espíritu inquebrantable del patriarca que camina a la sombra de Alá.
Mohamad se abanica y lee en su tablet las cifras Covid en Campeche. No teme por su vida, pues se sabe uno de Los Elegidos y que el Mal no puede tocarlo. Pero sabe que sí puede tocar a sus miles de trabajadores, y eso lo inquieta. Dueño de una de las fortunas de mayor calibre en Latinoamérica, puede permitirse cualquier lujo menos el de un brote, ni en su planta textil de Campeche, ni en la de San Pedro Sula.
Más de cuatro mil familias dependen de él; pero una en particular, una mujer, un niño y una niña que iluminan sus días, le preocupa más que todas las demás. Esta es la sagrada familia que, pase lo que pase, nada ha de faltar.
Ningún brote debe acaecer, pues, en ninguna de sus fábricas. Después de todo, cada trabajador promedio le mete a la cartera algo así como cincuenta dólares estadounidenses diarios. Y tiene varios miles de trabajadores, cuyo número proyecta multiplicar, pues hay trescientos millones de personas en Estados Unidos cuyas prendas no van a surgir por generación espontánea, y hay más de cien millones de personas en México que ambicionan esas mismas prendas para sentirse californianos o neoyorquinos, y esas prendas no se van a confeccionar por arte de magia. Los dígitos en las cuentas bancarias no se agregan solos.
Y ya son muchos dígitos, reconoce Muhammad, pero su espíritu necesita algunos más; y esos dígitos no se agregarán por milagro.
Los complejos residenciales no se construirán solos, las mezquitas no se edificarán solas, ni en Campeche, ni en ningún otro lugar donde Alá le ordene, en alguna epifanía, fincarlas. ¿Y quién es el magnate para negarse, habiéndole el Creador sido tan propicio?
Las vacunas, pues, ya vienen en camino. Mohamad Yusuf sabe que no es gobierno ni autoridad para importar o distribuir la Sputnik V, pero como un colega suyo, oligarca ruso, le dijo: «A ciertas alturas de la pirámide social, uno está en posición de considerar cualquier decreto gubernamental como una recomendación cuyo seguimiento es opcional».
Y el Creador le visitó en su sueño, tocándole el hombro a las puertas de La Meca y le dijo: «Procede en cuanto a mis designios y no a los del hombre. Haz lo que yo te diga y no los príncipes infieles. Importa los dones y protege a tu ejército, a tus siervos, a tus aliados, pues a ellos y a mí debes tu poder. Que ningún decreto te amedrente. Yo te confiero la potestad de la cura en Campeche y en Honduras, donde todos tus siervos conservarán su salud para seguirte sirviendo y, mediante ti, mi hijo predilecto, sirviendo a mi causa. Los que por ti sean salvos te deberán la vida. Y la vida es un don cuyo precio nunca terminarán de liquidarte».
Un mensaje llega a su celular. Es Gustavo Raudales, vicepresidente ejecutivo de Grupo Karim’s.
«Estamos a punto de despegar de San Pedro Sula. Llevamos casi seis mil dosis. En dos horas debemos estar aterrizando en Campeche».
«Entendido», responde Mohammad. «Con mucho cuidado por favor, hijo».
Una empleada doméstica espera en la puerta de la terraza para acercarse con el desayuno.
«Pasa, hijita».
La muchacha coloca frente a él un plato de Biryani, exquisita receta paquistaní compuesta de pollo y arroz. También trae té de cúrcuma con miel. La muchacha abandona la terraza y vuelve unos segundos después con una alfombra de seda que tiende a unos metros de la mesa. Fue tejida a ocho manos en Estambul, durante un lustro, y ahora es una de sus pertenencias más sagradas.
Mohamad se quita los zapatos, se dirige a la alfombra y tras respirar profundamente, se coloca de rodillas, apoyado sobre sus manos y cabeza sobre el piso, con el cuerpo orientado hacia La Meca. Tras algunos minutos de adoración, purificado y con la brújula de la conciencia reorientada hacia lo divino, regresa a su mesa y prueba el primer bocado de Biryani.
No puede esperar que llegue el día siguiente para contactar a sus poderosos allegados e invitarles a que pasen por su hotel y se apliquen la vacuna rusa. Sabe que ellos se sienten desprotegidos, relegados al final de la fila por un régimen que ha optado por empezar desde las rancherías, esas rancherías sin servicios básicos que distan horas del hospital más cercano.
«Pero eso no es culpa nuestra», piensa Mohammad. «Yo, sin tener corona, actuaré como un rey generoso para quienes hoy son despreciados por su abundancia o por su poder. Yo les daré la salvación que les niegan desde esta dictadura de los pobres. Actuaré como un rey generoso para mis amigos, y también para mis siervos. Guía mi mano, Señor, y orienta mis caudales hacia aquellos que han de multiplicármelos. Yo soy el hacedor de prendas, anfitrión de viajeros acaudalados y edificador de las ciudades del futuro. Guía mi sombra protectora hacia aquellos desprovistos de la sombra del trono».
Con la dignidad de un antiguo sultán, Mohamad da el último bocado a su desayuno y se calza sus zapatos. El día comienza.