El próximo 9 de junio la selección argentina de fútbol tiene fijado un partido contra Israel, en Jerusalén. La polémica ha estallado en las redes y en las organizaciones de solidaridad con Palestina. Todos sabemos que el fútbol es también política y sobre todo, negocios.
Así comenzábamos este escrito, cuando la prensa mundial comenzó a divulgar la información de que el partido no se efectuaría, al menos en Jerusalén. El diario La Nación de Argentina mencionaba que era probable que el partido se jugara en la ciudad de Haifa (90 kilómetros al norte de Tel Aviv).
Importantes organizaciones sociales y sindicales de Argentina se habían pronunciado. En la mañana de este martes 5 de junio, un grupo de activistas estuvo en las gradas durante el entrenamiento de la selección en Barcelona (Cataluña), mostrando camisetas manchadas de rojo y le pidieron a gritos al astro Leo Messi y sus compañeros que no fueran.
¿Qué había detrás del partido en Jerusalén?
No se trataba de un asunto que giraba solo en torno a una pelota. Eran 90 minutos en un estadio que fue construído sobre las ruinas de una comunidad palestina ocupada por Israel.
Iba a ser un partido a poco más de un mes de la masacre perpetrada por las fuerzas militares israelíes, justo el día en que el Gobierno estadounidense de Donald Trump daba una bofetada a cualquier iniciativa de paz, instalando su embajada en Jerusalén. Se trata de una jugada alejada del fair play. Jerusalén es una ciudad sagrada para la humanidad; además, resoluciones de las Naciones Unidas (ONU) han advertido que su zona oriental pertenece a Palestina.
Todo apuntaba a un lavado de imagen a costillas del jugador más popular del mundo, quizás el más hábil, quizás el más grande de estos tiempos: Lionel Messi. En un planeta que por estos días se dirige aceleradamente al fervor que origina el Mundial de Fútbol, este año, en Rusia.
Messi es además embajador de Unicef, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia. Jugaría muy cerca de donde el Ejército israelí asesinó a 10 niños palestinos. El llanto todavía se estará escuchando en el estadio.
Esta semana, un grupo de 70 niños palestinos envió una carta a su ídolo, Messi. Le recordaron que jugaría en un estadio construído sobre los cadáveres de su pueblo. «Como se nos ha dicho, vienes a jugar con tus amigos a Malha, en un estadio construido sobre nuestra aldea destruida», dice la misiva.
«¿Es acaso lógico que Messi, el héroe, vaya a jugar en un estadio construido sobre las tumbas de nuestros ancestros?», se preguntan los niños palestinos. «Nosotros, en representación de nuestros amigos, rezamos a Dios para que conceda nuestro deseo de que Messi no rompa nuestros corazones», concluyen los niños. Posiblemente no se trate de Messi, hay muchos intereses más arriba.
Jugar fútbol en una cancha manchada
No es la primera vez que se intenta manchar la cancha de este modo. Lejos del discurso que pretende separar al deporte en general, y al fútbol, en particular, de la política, se trata de fenómenos de la naturaleza humana que están interconectados. Los nacionalismos, el orgullo patrio, el mostrar las virtudes y avances de un país a través de los logros de sus atletas son hechos políticos, solo un ciego podría no verlo.
El mundo tuvo un ejemplo reciente de estas inevitables vinculaciones el pasado 1 de octubre de 2017. Se efectuaba en Cataluña un referéndum independentista y las fuerzas de seguridad enviadas por Mariano Rajoy aplicaban una brutal represión contra la gente.
En el Camp Nou estaba fijado un partido entre el Barcelona y la Unión Deportiva Las Palmas. Hubo momentos de tensión previa. Inicialmente, la directiva del Barsa había dicho que no se presentarían, pero casi sobre la hora tomaron una decisión definitiva. Juego a puertas cerradas.
«El Barcelona condena las acciones llevadas a cabo en muchas localidades de toda Cataluña para impedir el ejercicio del derecho democrático y libre expresión de sus ciudadanos», indicaba un comunicado difundido por el equipo junto al anuncio del partido sin público.
El azulgrana ganó 3×0 a Las Palmas, este club saltó incluso a la cancha con una bandera de España bordada en su camiseta. La cancha no se manchó, el Barsa logró driblar la situación. Cumplió con sus compromisos, evitó problemas económicos y de la disciplina deportiva, pero también mostró su compromiso con el pueblo de los colores que defienden.
Algo parecido le piden desde las redes a la Asociación de Fútbol Argentino (AFA), ese gigante de intereses económicos. Si la AFA lograse eludir Jerusalén y jugara en Tel Aviv, bajaría el tono de las críticas, cumpliría con los compromisos económicos adquiridos y, en cierta forma, respetaría a las víctimas de la violencia israelí.
El Mundial de la Dictadura
Argentina tuvo otro ejemplo emblemático de la relación entre la política de un régimen genocida como la dictadura de Jorge Rafael Videla (1976-1981) y el fútbol.
En 1978, le correspondía a los albicelestes ser los anfitriones del Mundial. En las calles del país se vivía el terror de la Dictadura, de los torturados, de los desaparecidos. En una nación tan futbolera era muy difícil que alguien le pidiera a los jugadores no participar. Tal vez hasta la propia vida de ellos hubiese estado en juego si se hubieran negado.
Videla fue a cada partido. Mientras los centros de tortura no paraban, en las canchas hubo papelillos y fiesta. Argentina resultó campeón por primera vez en su historia.
La dictadura se daba el lujo de silenciar los lamentos de las víctimas con los festejos de la Copa. Los fantasmas rodearon incluso al técnico de la selección argentina, César Luis Menotti. Considerado como un tipo de ideas de izquierda, hubo hasta intentos por sacarlo del cargo.
Vino el increíble 6×0 a Perú. Un resultado “mágico” que permitió a Argentina salvar su pase a la final por gol average. Un resultado del que muchos dudaron, muy oportuno como para ser verdad, pero que en fin, ocurrió.