Que Donald Trump cree estar por encima del bien y del mal es un lugar común entre los analistas de su presidencia, destaca un reportaje del diario español La Vanguardia.
Señala que en su Twitter colgó una foto en la que se le ve a él y, de fondo, la montaña Rushmore, desde donde el pasado 3 de julio hizo un discurso incendiario.
Acudió a ese enclave de Dakota del Sur como presidente, a costa de las arcas públicas, y actuó como un auténtico hooligan de su campaña.
Según señaló The New York Times el pasado domingo, la gobernadora Kristi Noem, sabedora de que Trump sueña con que su rostro figure en ese lugar, le regaló una réplica de 1,2 metros con un quinto integrante. No hace falta decir quién era el quinto.
En su Twitter replicó con su habitual “Fake news”. Lo que añadió parece más bien una confirmación de esa noticia: “Nunca he sugerido eso (formar parte de la montaña), pero mirando las muchas cosas que he conseguido en tres años y medio, tal vez más que ningún otro presidente, me parece una buena idea”.
Sin ningún tipo de rubor, a pesar de que la Covid-19 barrió sus logros, queda claro que las líneas rojas no existen para Trump.
Ni a la hora del hiperbólico autoelogio, ni en el respeto a la distinción que sus predecesores mantuvieron entre ejercer de presidente y ser el candidato a la reelección.
Tras su fallido acto en Tulsa (Oklahoma) el 20 de junio, donde no logró más que un tercio del aforo, en buen parte por la precaución de muchos de sus seguidores ante el coronavirus, Trump ha renunciado a esos actos masivos.
Pero no se resigna a protagonizar mítines, que los introducido en sus intervenciones presidenciales, inclusos en sus de nuevo diarias ruedas de prensa con la excusa del “virus chino”.
Trump apareció el pasado martes en la Rosaleda de su residencia. Habló seis minutos sobre la política del país hacia China y luego cambio de asunto. Se pasó 50 minutos atacando a Joe Biden, su oponente el 3 de noviembre.
Dos en uno. Sus pronunciamientos contra el gigante asiático procedían del texto que le prepararon sus colaboradores en el Gobierno.
El arrebato contra el exvicepresidente Biden, al estilo de los que dirige a multitudes estridentes, salió de un ordenador que le dio su equipo de reelección.
Viajes oficiales se enfocan en visitar estados electorales claves
“La mayoría de los presidentes más o menos respetan el hecho de que la Rosaleda y la Casa Blanca son espacios sagrados, que pertenece a todos nosotros”, afirmó en la MSNBC el historiador presidencial Michael Beschloss.
“La mayoría de los presidentes –prosiguió– evitan ser demasiado partidistas cuando usan esos espacios”.
Sin embargo, Beschloss remarcó que la intervención de Trump en la Rosaleda era “más adecuada para un discurso en un salón de convenciones o un palacio de deportes”.
Los ejemplos de esta capacidad para utilizar la plataforma presidencia en beneficio de sus propósitos electorales se han ido repitiendo en las últimas semanas.
Los viajes oficiales se han enfocado a visitar estados péndulo –los que pueden caer en las urnas a un lado u otro– y ofrecer en realidad discursos de campaña delante de audiencias amistosas.
En Florida y en Ohio habló detrás del sello presidencial a los seguidores que se habían concentrado para agasajarlo. En su visita a la fábrica de Whirpool, en Cleveland, enfatizó los logros económicos durante la pandemia para luego adentrarse en un territorio propio de reelección.
Todos esos viajes los hace en el Air Force One , con el equipo que integra su gobierno, al que se añaden otros de su campaña.
Algunos analistas sostienen que es la única manera que tiene a mano para insuflar energía a sus bases, en un momento en que las encuestas señalan que está perdiendo el pulso frente a Biden.