En una clara defensa del programa de tortura que desarrolló la CIA tras el 11-S, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha ordenado arropar a su candidata a la dirección de la agencia, Gina Haspel, después de que esta misma quisiera tirar la toalla ante la evidencia de que en su comparecencia este miércoles en el Senado saldrá a relucir su más que activo papel en la guerra sucia antiterrorista, según reseñó El País de España.
Haspel, de 61 años, es la cara oscura de la CIA. Fiel funcionaria de la agencia de inteligencia desde hace 33 años, ha desarrollado la mayor parte de su carrera en el servicio de operaciones encubiertas. Un eufemismo para referirse a los trabajos sucios. Patriota, inflexible y poseída por el furor antiterrorista propio de la era Bush, después de los atentados del 11-S se sumó con entusiasmo al programa de torturas para sospechosos.
Fue lo que con gelidez burocrática se denominó técnicas de interrogación mejoradas y que incluían prácticas como la privación del sueño, la desnudez, el sometimiento a frío intenso, el encerramiento en cubículos y la asfixia en agua (waterboarding). Un horror que Haspel no solo defendió sino que materializó al dirigir en Tailandia la primera cárcel secreta de la CIA. En ese centro supervisó en 2002 las torturas a Abu Zubaydah y Abd al-Rahim al-Nashiri. Dos supuestos miembros de Al Qaeda a los que se sometió al catálogo completo de vejaciones, incluidos los ahogamientos (hasta 83 veces en un mes).
Tanto celo profesional le abrió camino en la CIA y la llevó a convertirse en 2003 en mano derecha del que fuera director de contraterrorismo de la agencia y posteriormente jefe de operaciones encubiertas, José Rodríguez. Desde ese puesto asumió gran parte de la dirección operativa de la guerra sucia y en 2005 tomó una decisión que no ha dejado de perseguirla: ordenó destruir un centenar de vídeos de torturas a detenidos.