El lanzamiento por parte de Estados Unidos de dos bombas atómicas contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, causó un sufrimiento humano difícil de imaginar e imposible de medir. Muchos historiadores consideran que fue una decisión inevitable ante la negativa de Japón a rendirse, una especie de atroz mal menor ante la posibilidad de que el conflicto se prolongase durante meses. Sin embargo, otros expertos creen que fue un ataque estratégico, un mensaje a la URSS cuando Japón, arrasado por los bombardeos convencionales, se encontraba al borde de la capitulación.
La visita de Obama a Hiroshima este viernes, la primera de un presidente estadounidense a la ciudad borrada del mapa el 6 de agosto de 1945, ha reabierto un debate que va mucho más allá de la historia, sino que se adentra en dilemas difíciles de evaluar en tiempos de paz y en la ética y las normas de las guerras (si estas palabras no representan una contradicción en sí). La Casa Blanca ha dejado claro que el presidente no pedirá perdón por el lanzamiento de la bomba, pero la visita es un reconocimiento del dolor que causó el ataque.
Es imposible medir con los parámetros actuales la situación del verano de 1945. En mayo, los nazis habían presentado la capitulación incondicional en Europa, un continente totalmente arrasado. Los bombardeos masivos contra poblaciones llenas de civiles fueron una estrategia de los dos bandos: ciudades como Dresde, Berlín, Coventry o Caen, en las semanas posteriores al Día D, eran montañas de escombros cuyas ruinas todavía escondían cadáveres. La lectura de la obra maestra del escritor alemán W. G. Sebald Sobre una historia natural de la destrucción (Anagrama) es un espeluznante relato de aquellas tormentas de fuego que el mariscal del aire británico Arthur Harris lanzó contra Alemania.
Los ataques con bombas incendiarias convencionales eran tan devastadores que el peor bombardeo que sufrió Japón fue el de Tokio, que costó la vida a 100.000 personas en la noche del 9 al 10 de marzo de 1945, cuando 330 bombarderos B-29 destruyeron la capital de Japón. Se trata del bombardeo más devastador de la historia. En Hiroshima murieron 140.000 personas, muchas de ellas por la radiación en los días posteriores, y en Nagasaki, 64.000.
La desconfianza entre los antiguos aliados estaba a punto de transformarse en la Guerra Fría –Churchill pronunció su famoso discurso del Telón de Acero en marzo de 1946–. En ese contexto, Estados Unidos estaba llevando a cabo una sangrienta guerra en el Pacífico. Como recuerda el historiador estadounidense Francis Pike, que publicó en 2015Hirohito’s war, sólo en la batalla de Okinawa, entre marzo y junio de 1945, murieron 12.000 estadounidenses que se enfrentaron a 80.000 japoneses –en las playas de Normandía murieron 2.499–. “El Alto Estado Mayor estimó que la conquista de las principales islas de Japón podría costar 267.000 vidas estadounidenses, mientras que el Departamento de Guerra calculó que esta cifra podría elevarse hasta las 800.000, más del doble de los soldados de EEUU muertos en combate en Europa”, escribió Pike, que forma parte de los historiadores que creen que Japón no tenía la más mínima intención de rendirse.
La revista de historia de la BBC realizó una encuesta en agosto de 2015, cuando se conmemoró el 70º aniversario del lanzamiento de la bomba atómica, entre los principales historiadores occidentales de la II Guerra Mundial sobre la justificación de un ataque tan devastador, cuyas consecuencias eran, además, imposibles de medir por los efectos de la radiación. Antony Beevor, el investigador más conocido del periodo, aseguraba en aquellas páginas: “Pocas acciones en una guerra son moralmente justificables. Todo lo que puede hacer cualquier comandante en jefe es tratar de establecer si una orden puede reducir el número de víctimas. Ante la decisión japonesa de no rendirse, el presidente Truman tenía muy pocas opciones”.