Cada mañana, mi hija de cuatro años, Sydney, coge una silla para subirse al armario y coger un vestido de la percha. Yo intento que pruebe otras opciones: «¿Por qué no te pones hoy unos pantalones cortos?» Pero Sydney es muy cabezota. Además, creo que se merece libertad para elegir lo que quiere ponerse.
Mi hijo Asher tiene dos años. Para vestirle, cojo unos pantalones cortos y una camiseta del cajón, porque a él todavía le cuesta ponerse la ropa. En cambio, sí que sabe desvestirse, y lo que suele hacer es arrancarse la ropa y gritar la palabra «vestido» una y otra vez. Escala a la silla del armario y alcanza uno de los vestidos de Sydney: «Este», dice.
Así que, la mayoría de los días, mi hijo va vestido como una princesita Disney. Dejando a un lado todas las costumbres sociales, no le quedan nada mal los vestidos. Y puede que en un día de verano en Los Ángeles, a casi 30ºC, sea la opción más práctica.
Antes me daba un poco de vergüenza que el niño llevara vestidos en público. Y no porque me preocupara de que la gente le mirara raro, sino porque no quería que pensaran que era yo quien había decidido ponerle un vestido. Como si entre mis planes estuviera el hecho de utilizar a mi hijo para romper las normas sociales, o, como me preguntó una amiga de mi madre: «¿Es que querías otra hija?»
Esto ocurrió en la fiesta de cumpleaños de la hija de una amiga. Antes de salir de casa, intenté convencer a Asher para que se cambiase de ropa. Sabía que si se presentaba con un vestido, se sucederían un montón de preguntas y opiniones y, la verdad, no me apetecía tener que responder.
Pero Asher se puso más pesado que nunca. Le entró un berrinche enorme cuando yo me decidía a meterle las piernas en unos pantalones. Las lágrimas le caían por la boca y, de repente, me di cuenta de que estaba luchando por algo en lo que ni siquiera creía. Estaba haciendo que mi hijo se sintiera mal por algo por lo que no debía avergonzarse. Así que paré. Le di un abrazo y me disculpé. Entonces, le volví a poner el vestidito lila de princesa con los zapatos brillantes de su hermana.
Fuimos a la fiesta y, como me imaginaba, algunas personas se rieron e hicieron comentarios. Alguien me dijo: «¿Te parece divertido? Hay niños aquí. ¿Quieres que lo vean?» Otro preguntó: «¿Es que quieres que sea gay?»
Yo mantuve la calma. Les expliqué lo mejor que pude que no había correlación entre la forma de vestir y el hecho de ser gay. Y si resulta que es gay, no será por nada yo haya hecho, sino porque es gay y punto. Quizás es una etapa. O quizás no lo es. Pero, sea lo que sea, no quiero que se sienta incapaz de expresarse por falta de apoyo de sus padres. Algunos lo entendieron. Otros, atrapados por la religión o por la ignorancia, nos pusieron mala cara.
Hay mucha gente comprensiva. Ven a mis hijos, a Sydney, con su pelo rubio largo y sucio, y a Asher, con su pelo corto castaño oscuro, y dicen: «Me encanta el corte pixiede tu hija». Cuando respondo que es mi hijo, sonríen y dicen: «Ah, pues me encanta». También se disculpan, pero yo les tranquilizo: «No pasa nada. Lleva un vestido morado con zapatos brillantes. Es fácil confundirse». Sé que hay padres que se molestan si confundes el sexo de sus hijos, pero yo no soy uno de ellos.
Un amigo gay me vio con los niños un viernes por la noche en un concierto de jazz en el museo y, sin venir a cuento, dijo: «Bueno, yo no me ponía vestidos cuando era pequeño», que es como decir: «No te preocupes. Tu hijo no es gay como yo». Este hombre gay y casado intentaba tranquilizarme por un problema que ni siquiera existía. Si mi hijo es gay, pues vale. Quizás es. O quizá no. Quizá va a ser travesti. O quizá no. Pero yo no tengo control sobre ello. Lo único que puedo hacer es apoyarlo.
Lo más triste de este encuentro fue descubrir cómo entendía mi amigo lo de ser gay. Como si fuera una maldición. ¡Con lo bien que están las fiestas de tíos guapos! Pero claro, él está casado. Probablemente se haya olvidado.
Normalmente llego a casa antes que mi mujer, así que cogí a los niños para sacar a pasear al perro. Estaban jugando con la ropa: mi hija hacía que Asher era su muñeca, y le probaba vestidos, zapatos y diademas. Luego Sydney me dijo que quería que yo también me pusiera un vestido: «¡Ay, va a ser muy divertido!»
Yo le dije que no. Pero ella siguió insistiendo. Yo le dije: «La gente se va a reír de mí». Y ella replicó: «Si lo hacen, les mandaré a paseo». No pude discutir contra eso, y me metí como pude en uno de los vestidos más elásticos de Carrie. Paseamos al perro por nuestro bloque, y el placer que le entró a mis hijos al ver a su padre salir de su zona de confort acabó con la humillación que yo sentía.
Carrie ya estaba llegando a casa, y le vi la mandíbula desencajada desde el final de la calle. Se estaba riendo. Hasta nos hizo una foto. Y me dijo que tuviera cuidado con no romperle el vestido. Luego nos fuimos todos a comer pizza.
Por Seth Menachem
Traducido por Marisa Velasco Serrano/ Huffington Post