El concepto de no responder al mal con mal fue el arma pacífica de Gandhi en su lucha contra el dominio británico. En un interesante giro de la historia, Tolstói, a su vez, recibió inspiración en el desarrollo de su doctrina de la no violencia tras conocer de cerca la cultura india durante sus años de estudiante en la Facultad de Filosofía Oriental en la Universidad de Kazán.
La correspondencia entre Tolstói y Mahatma Gandhi es una parte inalienable de la valiosa herencia cultural y espiritual que rusos e indios pueden hoy admirar y apreciar.
La comunicación entre los dos pensadores, que se prolongó durante años, empezó en 1908, cuando Tarakuatta Das, editor de la revista El Indostán libre, se dirigió a Tolstói para pedirle que, en calidad de escritor influyente, expresase su opinión sobre la difícil situación que vivía la India.
Tolstói respondió con su famosa «Carta a un hindú». Gandhi se interesó por el artículo y le escribió. En aquella época, Gandhi aún era un abogado desconocido que trabajaba en Sudáfrica, y Tolstói se había convertido ya en un eminente escritor y filósofo. A pesar de esta diferencia, los dos se sintieron espiritualmente cercanos desde las primeras cartas.
Quizás estas palabras sirvan para iluminar la compleja y adversa situación que vivimos como mundo hoy en día.
A MOHANDAS GANDHI
Kóchety, a 7 de septiembre de 1910
Recibí su revista Indian Opinion y me alegró leer lo que ahí se escribe sobre quienes practican la no-resistencia. Me gustaría comunicarle las ideas que me suscitó esa lectura.
Cuanto más vivo, y especialmente ahora que siento con tanta agudeza la cercanía de la muerte, quiero comunicar a los demás algo que percibo de manera muy aguda y que, en mi opinión, es de una enorme gravedad. Se trata de aquello que suele llamarse la no-resistencia, pero que, en realidad, no es otra cosa que la doctrina del amor no desfigurada por falsas interpretaciones. Que el amor, es decir la aspiración de las almas humanas a la unión, y que la actividad que se desprende de esa aspiración es la ley única y suprema de la vida humana es algo que todo hombre sabe y siente en el fondo de su alma (con mayor claridad puede verse en los niños); lo sabe y lo siente mientras no se enreda en las doctrinas falsas del mundo. Esta ley ha sido proclamada por todos los sabios del universo, hindúes, chinos, judíos, griegos y romanos. En mi opinión, quien mejor la expresó fue Cristo al decir, sin rodeos, que en ella se resumían la Ley y los Profetas. Pero más aún, previendo las distorsiones que sufre y puede sufrir esta ley, señaló el peligro de su distorsión, propio de las personas demasiado atadas a los intereses mundanos, es decir, el peligro de permitirse defender sus intereses por medio de la fuerza, es decir, como Él dijo, de devolver con un golpe el golpe recibido, de recuperar por la fuerza los objetos expoliados, etcétera, etcétera. Él sabía, como lo sabe y no puede no saberlo toda persona sensata, que la práctica de la violencia no es compatible con el amor como ley fundamental de la vida, que en cuanto se tolera la violencia, en cualquier caso que sea, se reconoce la insuficiencia de la ley del amor y por lo tanto se niega la ley misma. Toda la civilización cristiana, tan brillante en su superfície, se desarrolló a partir de este evidente y curioso malentendido, a partir de esta contradicción, en ocasiones consciente pero, la mayor parte de las veces, inconsciente.
En cuanto se admitió la resistencia a la par que el amor, ya no existía ni podía existir el amor como una ley de la vida, y, al no existir la ley del amor, no existía ninguna ley que no fuera la de la violencia, es decir, la del poder del más fuerte. Así vivió la humanidad cristiana durante diecinueve siglos.
Es cierto que en todas las épocas la gente se ha guiado por la violencia para organizar su vida. La diferencia entre los pueblos cristianos y los demás pueblos consiste en que, en el universo cristiano, la ley del amor se expresó con tanta claridad y precisión como no se había hecho en ninguna otra doctrina religiosa, y que la gente del universo cristiano adoptó solemnemente esta ley, pero, al mismo tiempo, se autorizó a sí misma la violencia y edificó su vida sobre la violencia. Y por lo tanto, toda la vida de los pueblos cristianos es una constante contradicción entre aquello que predican y aquello sobre lo que construyen su vida: una contradicción entre el amor aceptado como ley de vida y la violencia considerada incluso indispensable en ciertos casos, como el poder de los gobernantes, los tribunales y los ejércitos, tenidos por admisibles y loables. Esta contradicción fue creciendo a la par que se desarrollaban los pueblos del universo cristiano y, en los últimos tiempos, ha alcanzado su punto culminante. La cuestión ahora, es obvio, se plantea así: una de dos, o reconocemos que no reconocemos ninguna doctrina ético-religiosa y nos guiamos en la organización de nuestra vida sólo por el poder del más fuerte, o bien, reconocemos que han de ser abolidos nuestros impuestos recaudados por la fuerza, así como nuestras instituciones judiciales y policíacas y, sobre todo, el ejército.
La primavera pasada, durante un examen de instrucción religiosa en un instituto religioso de Moscú, el profesor y un prelado que estaba presente interrogaban a las alumnas sobre los mandamientos y, en particular, el sexto. Cuando la respuesta era correcta, el prelado hacía otra pregunta: «¿Las Escrituras prohíben el asesinato siempre, en todos los casos?». Y las desdichadas jovencitas, corrompidas por sus mentores, tenían que contestar, y contestaban que no siempre, que el asesinato está permitido en las guerras y para castigar a los criminales. Sin embargo, cuando a una de esas desdichadas jovencitas (lo que le cuento no es una fantasía, sino un hecho que me refirió un testigo) se le hizo la misma pregunta: «¿Siempre es un pecado matar?», aunque ruborizándose y nerviosa, respondió con firmeza que sí, que siempre es un pecado matar, y a todos los sofimas del prelado respondía con firme convicción que el asesinato siempre está prohibido, que está prohibido en el Antiguo Testamento, y que Cristo no solamente había prohibido matar, sino hacer cualquier tipo de mal al prójimo. Y no obstante su grandeza y su manejo de la retórica, el prelado guardó silencio y la joven salió victoriosa del aula.
Sí, podemos hablar en nuestros periódicos de los logros de la aviación, de complicadas relaciones diplomáticas, de distintos clubes, descubrimientos, alianzas de todo tipo, o de las llamadas obras de arte, y no mencionar lo que dijo esta joven; pero deberíamos mencionarlo, porque eso es lo que siente, de una manera más o menos vaga, pero eso es lo que siente todo cristiano. El socialismo, el comunismo, el anarquismo, el Ejército de Salvación, el aumento del crimen, el desempleo de la población, el lujo demencial de los ricos frente a la miseria de los pobres, el numero de suicidios que aumenta de manera aterradora: todo esto son indicios de esa contradicción interna que debe ser y será solucionada. Se entiende que se solucionará en el sentido del reconocimiento de la ley del amor y de la negación de toda violencia. Y, por lo tanto, el trabajo que está usted llevando a cabo en el Transvaal, que a nosotros nos parece el fin del mundo, es un asunto capital, la actividad más importante de todas las que se están llevando a cabo en este momento en el mundo y en la que participarán, ineludiblemente, no sólo los pueblos cristianos, sino el mundo entero. Creo que le agradará saber que también aquí, en Rusia, se está desarrollando rápidamente esta labor bajo la forma de negativas al servicio militar, tanto los unos como los otros pueden decir sin temor que Dios está con ellos. Y Dios es más poderoso que los hombres.
En la aceptación del cristianismo, aun en la forma distorsionada en la que se profesa entre los pueblos cristianos, y en la aceptación, al mismo tiempo, de la necesidad de ejércitos y armamentos destinados a matar masivamente en las guerras, hay una contradicción tan obvia y tan escandalosa que inevitablemente, tarde o temprano, es probable que, bastante más temprano que tarde, salga a la luz y acabe o bien con la aceptación del cristianismo, necesaria para mantener el poder, o bien con la existencia del ejército y de toda la violencia avalada por él, igualmente indispensable para el poder. Todos los gobiernos, tanto el suyo británico, como nuestro gobierno ruso, sienten esta contradicción y, por un natural instinto de conservación, la persiguen con mayor energía que cualquier otra actividad antigubernamental, como lo vemos en Rusia y como también puede verse por los artículos de su revista. Los gobiernos saben dónde se encuentra el mayor peligro para ellos, y están siempre atentos, ya no sólo a sus intereses, sino a la cuestión de ser o no ser.
Con todos mis respetos,
León Tolstói