Diciembre de 1978. Salimos de Teherán rumbo al Mar Caspio. Mi acompañante, el “señor diputado”, sabía sortear el toque de queda impuesto por el Gobierno del Sha. La inmunidad parlamentaria que le garantizaba libre acceso a la red vial estrechamente controlada por el ejército. “Quiero que visite mi pueblo”, me dijo antes de emprender el viaje. “Que conozca una aldea de pescadores modélica, un lugar tranquilo. Nada que ver con la tensión que reina en la capital…” Pero al llegar a su aldea, se sorprendió al comprobar que las jóvenes campesinas llevaban en el pelo lacitos de color negro, símbolo de sumisión al ayatolá Jomeyni.
“¿Qué es esto?”, le preguntó a la sonriente muchacha que se acercó a saludarnos. “Nadie en su sano juicio llevaría esto, sobrina. ¿Qué os pasa? ¿Os habéis vuelto locas? Con todo lo que hizo su Majestad Imperial por vosotras, por todos nosotros…” El señor diputado no lograba contener su rabia.
“Tiene usted razón, tío. A su Majestad Imperial le debemos mucho. La electricidad, el colegio, la beca en la Universidad… Mas este hombre, dijo al sujetar los lacitos de color negro, este hombre es un Santo”. El señor diputado me miró sorprendido, apenado, preocupado. “¿Sabe usted qué pasará aquí?”, preguntó en voz baja. “Me imagino”, respondí. Seis semanas más tarde, Jomeyni regresaba a Irán. Fue el comienzo de la revolución islámica, primer terremoto que sacudió los cimientos del aletargado mundo islámico, del soñoliento Occidente. A la revuelta de los chiitas le siguió la contrarrevolución de los wahabitas. Arabia Saudita movió a su vez ficha. El adalid de su combate se llamaba… Osama Bin Laden.
Septiembre de 1991. Durante un paseo por el centro de Estambul, encontramos parejas de jóvenes elegantemente vestidos. Curiosamente, las mujeres llevan el pañuelo islámico. Algo sorprendente en un laico, que se había desembarazado, desde 1923, de las costumbres religiosas. Al apercibir nuestro desconcierto, el guía nos explica: “Son las familias subvencionadas. Gente necesitada, que recibe ayuda de los partidos religiosos…” “¿Y la contrapartida?” pregunté. “No hay contrapartida; es mera caridad”, respondió el guía.
“¿Sabes qué pasará aquí?”, pregunté a la joven abogada española que me acompañaba. “Me imagino”, contestó. Cuatro años más tarde, el Partido del Bienestar (Refah), agrupación de corte islamista liderada por Nicmettin Erbakan, se alzaba con la victoria en las elecciones generales turcas. El Gobierno de Erbakan trató de abrir la vía hacia la modificación paulatina de las estructuras del Estado laico fundado por Mustafá Kemál Atatürk. El experimento duró apenas dos años; en 1997, el Refah fue disuelto e ilegalizado por los “poderes fácticos” que regían los destinos del país.
En aquella época, un joven militante islámico, Taiyep Recep Erdogan, ostentaba el cargo de alcalde de Estambul. En 1998, la Justicia del país otomano le inhabilitó de por vida por haber recitado públicamente los versos del poeta nacional Ziya Gökalp: “Las mezquitas son nuestros cuarteles, las cúpulas nuestros cascos, los minaretes nuestras bayonetas y los creyentes nuestros soldados. Alá es grande, Alá es grande”. Aparentemente, el juez instructor encargado del “caso Erdogan”, Vural Savas, había encontrado indicios de delito contra la esencia del Estado turco. Cuatro años más tarde, en 2002, cuando el Partido de la Justicia y el Desarrollo (APK), fundado y liderado por el propio Erdogan, obtuvo una aplastante victoria en las elecciones, su líder no fue autorizado a asumir el cargo de Primer Ministro. Hubo que esperar unos meses para lograr la suspensión de la condena “firme” impuesta por los tribunales.
Desde su llegada al poder, Erdogan no regateó esfuerzos a la hora de aplicar el programa político de su partido, resumido durante la campaña electoral en pocas palabras: remusulmanizar Turquía; e · islamizar la diáspora.
El APK se lanzó a la conquista de tres ministerios clave: Interior, Justicia y Educación. La ofensiva ideológica contaba con el apoyo del clérigo Fetullah Gülen, líder del movimiento Cemaat, autoexiliado en los Estados Unidos. Pronto empezó a hablarse de un nuevo concepto sociopolítico: el neo-otomanismo. ¿La vuelta a los valores islámicos? ¿El final del kemalismo? Las respuestas son/han sido muy opacas.
Erdogan intentó en varias ocasiones (2011, 2015) recurrir al Parlamento para modificar la Constitución. Su objetivo: abandonar el sistema parlamentario introducido hace 95 años por Atatürk para convertir el país en una República presidencialista. No sería un experimento novedoso: lo encontramos también en Francia, Estados Unidos y México. Su eficacia depende, claro está, de los mecanismos de control existentes.
Las 18 enmiendas aprobadas este fin de semana por los electores turcos implican: la desaparición del cargo de Primer Ministro; la sustitución de éste por varios vicepresidentes nombrados por la Presidencia (léase, Erdogan). Los parlamentarios no podrán supervisar la labor de los Ministerios; desaparecerán las mociones de censura (voto de no confianza); el Presidente podrá militar en un partido político; la legislación actual no lo permite. El número de diputados pasará de 550 a 600. Los parlamentarios podrán cesar al Presidente. Desaparecerán los tribunales militares, acusados por Erdogan de connivencia con oficiales golpistas. El Presidente nombrará a cuatro de los 13 jueces del Tribunal Supremo.
Por último, aunque no menos importante: Erdogan podría obtener otros dos mandatos presidenciales, lo que le permitiría gobernar hasta 2029.
Las relaciones con la Unión Europea, que han registrado un innegable deterioro en los últimos meses y, concretamente, después del intento de (auto)golpe de Estado de julio del 2016, podrían quedar reducidas en su más mínima expresión. El neo-otomanismo dirige sus miradas hacia otras latitudes. ¿Asia? ¿Rusia?
La arrogancia y el autoritarismo de Erdogan no molesta en absoluto a sus nuevos amigos y aliados moscovitas. Como tampoco les molesta la represión desatada contra los supuestos seguidores del ahora “traidor” Fetullah Gülen: militares, policías, jueces, catedráticos, periodistas. La lista de los represaliados es muy larga; demasiado larga…
En resumidas cuentas, Erdogan tendrá a partir de ahora plenos poderes. Quo vadis, Turquía? Quo vadis, fiel aliada de la OTAN, paciente candidata al ingreso en la ya debilitada Unión Europea?
Adrián Mac Liman