La cosmología científica moderna concibe la creación del universo como una explosión y una expansión; la cábala luriana, por el contrario, imagina el origen de nuestro mundo como una contracción, como la ausencia generativa que deja el ocultamiento de la divinidad, cuyo pléroma se retrajo para que podamos existir, ya que de otra manera la plenitud absoluta de la luz ahogaría toda diferenciación. Bajo el filtro de la modernidad, esta cosmogonía cabalista puede verse como una especie de negativo del Big Bang. Más que una creación de la nada, ex nihilo, para los cabalistas el mundo es un género de la nada que resulta de la remoción de la realidad total verdadera, el Ein-Sof, la luz pura y homogénea. El espacio en el que existimos es el hueco dejado por la divinidad –es su sombra, y sin embargo, paradójicamente, en ella no hay otra cosa que la divinidad. O, como dice Andrés Claro en su libro La Inquisición y la Cábala:“una vacilación constante entre el nihilismo y el panteísmo” que se solucionará en que “Dios se hallaría omnipresente en la medida en que se ha hecho nada”.
Entender la teosofía de la cábala no es fácil, ya que de hecho constituye un conocimiento esotérico que tradicionalmente requiere de iniciación y constituye una serie de sistemas dispares (en este caso tomaremos en cuenta una cábala, aquella que nace de las revelaciones del místico Isaac Luria). En nuestra época, sin embargo, existe una tendencia global a propalar información esotérica, en muchos casos haciendo accesibles conocimientos que antes estaban reservados a minorías calificadas; la mayoría de las veces en el proceso de hacer exotérica la información se pierde su sustancia y su cualidad transformadora. Además de que enseñan todas las tradiciones místicas, la verdadera sabiduría debe experimentarse y ganarse por méritos propios, no puede aprenderse en un curso o leyendo un libro solamente. Dicho eso, existen algunos autores contemporáneos que han logrado por méritos propios penetrar los antiguos misterios y de manera creativa actualizar los inmortales preceptos de ciertas tradiciones esotéricas. Uno de estos autores es David Chaim Smith, un artista visionario que se ha dedicado a estudiar y reimaginar las enseñanzas de la cábala, componiendo una obra que es una especie de artefacto par activar la memoria espiritual.
A manera de introducción a la cosmogonía de la cábala, sin que esto pueda reemplazar el estudio minucioso, traduzco aquí un extracto de un texto publicado por David Chaim Smith en su página de Facebook, el cual es aparentemente un adelanto de un próximo libro titulado The Nine Chambered Bath. A partir del texto de Chaim Smith nos acercaremos a los conceptos fundamentales de la cábala, especialmente el tzimtzum, utilizando también comentarios de otros autores para dar un panorama general, que deberá entenderse solo como un ápice de entrada a esta compleja y fascinante tradición (“cábala” significa literalmente tradición, aunque se entiende también como revelación o ciencia oculta).
La descripción de Chaim Smith es especialmente rica ya que su trabajo como ilustrador le permite transmitir una imagen de la geometría sagrada que traza sobre el espacio la energía del cosmos en la implosión creativa. En esta explicación que hace David Chaim Smith, uno puede, si lee con cuidado, entender gran parte de la dinámica y el drama de la existencia y del hombre como reflejo del cosmos y depositario del sacudimiento divino: tzimtzum. Desde el problema del origen del mal, la dualidad, la caída, hasta lo que es el conocimiento, la percepción y la conciencia. El misterio de la creación se vuelve translúcido como uno de esos vasos originales que contienen en sus vidrios la luz cósmica.
La metáfora del tzimtzum inicia con un único punto de absoluta claridad. Un desdoblamiento creativo es descrito dentro del símbolo de una progresión de círculos concéntricos, pero también puede ser articulado como elaboraciones de un gesto primario. Inicia con un resplandor de perfecta luminosidad en el corazón del espacio, ni grande ni pequeño, paradójicamente incluyendo a todo el espacio en su interior. Aunque el resplandor es indivisible, parece dividir entre un arriba y un abajo. Este hilo vertical es la base semiótica para el diagrama del árbol de la vida y su sefirot.
Toda la dimensión del tiempo está enraizada en el sacudimiento del gesto que fractura arriba de abajo. El fulgor asciende y la oscuridad desciende, formando el eje del cielo y la tierra y el canal central del cuerpo sutil. La semilla ascendente es yud (10), que es la sapiencia dinámica de la conciencia del alma. El vientre descendiente es aleph (1); que es la totalidad que responde con toda la posibilidad que puede ser conocida. Forman la relación de un sujeto percipiente y su gama de objetos percibidos. El sujeto en sí mismo se convierte en uno de estos objetos mientras la mente capta su propia identidad. En un ser humano el ascendente es el agua de la mente ubicada en la cabeza, y el descendente se convierte en el fuego biológico ubicado debajo del ombligo. La sapiencia es reificada antes de la reificación de cualquier otro objeto. De esta presencia raíz que atribuye el error primario de “Yo soy” a sí mismo, todo el ser emerge. Luego atribuye identidad a una trompicada cascada de designaciones duales establecidas entre el sujeto y sus objetos, y los mundos contextualizantes emergen.
No importa si uno se sujeta al símbolo de los círculos concéntricos o a una línea recta. Las mitologías construidas alrededor de estos gestos semióticos son todas umbrales provisionales hacia las dinámicas de la belleza y la verdad, y todas retornan a la realización de la totalidad indestructible. El despertar gnóstico está basado en deshacer los hábitos de la reificación y su división. La claridad del espacio básico que está libre de estas constricciones equipara la manifestación con la conciencia. Esta libertad es yud como aleph, desplegada como infinito está sellada entre los números simbólicos de 1 y 10.
El concepto del tzimtzum fue desarrollado por Isaac Luria, un místico del siglo XVI a quien, se dice, se le reveló el profeta Elías. Luria respondió al problema fundamental de la metafísica de cómo Dios o un ser infinito y una unidad absoluta pudo haber creado un universo finito y múltiple como el nuestro. Para dar lugar a este universo, Dios debió de contraerse, remover su ser infinito, creando, como si fuere, “un agujero en sí mismo dentro del cual el vacío podría existir. Podemos, entonces, pensar en todo nuestro universo como una especie de agujero en Dios”, según entiende Gary Lachman la visión luriana. Esto, además, nos lleva a la teología negativa o apofática, en la cual la divinidad es indefinible e incognosible, toda definición es una profanación, lo cual tiene cierta lógica, ya que si habitamos en esta especie de abismo divino no es, por lo tanto, muy fácil formar conclusiones apropiadas sobre la naturaleza y el esplendor positivo de Dios. Es por eso que se dice que comprender el infinito, el Ein-Sof, va más allá de nuestros poderes. Sólo es posible, estrictamente, una”docta ignorancia”.
Siguiendo con la historia de la creación, la cábala sostiene que una vez que se produjo la divina contracción que estremeció el universo en pleno creando el vacío, apareció Adam Kadmon, el Hombre Primordial, la forma arquetípica que permea el universo, equivalente al Purusha de losVedas y a la noción de los alquimistas que describe al hombre como un Pequeño Universo y al universo como un Gran Hombre. Actualmente esto podría encontrar una relación interesante con la teoría física del principio antrópico, que sostiene que las condiciones iniciales del universo están ajustadas para el surgimiento de la vida inteligente como la conocemos. Del cuerpo arquetípico de este primer hombre que es a la vez la estructura misma del universo brotaron los sefirots, emanaciones de la energía creativa que visualizamos como el árbol de la vida, al igual que las letras del alfabeto hebreo, los ladrillos espirituales del cosmos. Aquí podemos ver la noción de que el universo está hecho de lenguaje, ya sea número, geometría o letras (algo que comparte, por ejemplo, la filosofía pitagórica). David Chaim Smith nos dice que de esta emanación queda marcado “el hilo vertical” que es de alguna manera la columna vertebral del hombre primordial y el tronco del árbol de la vida y la escalera que permite el retorno del fruto a la raíz. Andrés Claro lo describe así:
Dentro del tehirú, el espacio dejado por la retirada del Ein-sof, la primera aparición es el Adam Kadmon u hombre primordial; lo divino se nihiliza para dar paso a lo humano. En la cabeza de ese hombre, se da una especie de guerra perpetua de luces creadoras que emanan patrones de escritura (letras, puntuaciones, nombres, etc.), los cuales se convierten luego en los recipientes de la creación, incluidas las sefirot.
Ahora bien, para explicar el mal y la separación, los cabalistas recurren al concepto de la “rotura de los recipientes” (shevirat-ha-kelim). Se dice que en la creación los sefirots no aguantaron la tremenda corriente energética del Ein-Sof y se quebraron (“por la fuerza de una luz-escritura demasiado poderosa”, dice Andrés Claro). La energía divina entonces se desborda como un torrente de agua fluyendo del cielo, derramándose en una catástrofe de la cual el diluvio sería un insignificante microcosmos. Los pedazos rotos de esta fractura cósmica atrapan la luz divina, como versiones negativas y corruptas de los sefirots –estos son los klipots, que Chaim Smith describe como “ecos condensados del primordial tzimtzum que vuelven opaca y mantienen la estructura de los mundos”. De esta ruptura original brotó la confusión existencial que predomina en nuestra existencia, un babélico extravío, donde nos identificamos con los objetos y reificamos nuestras percepciones fragmentarias, granuladas, creyendo que en realidad somos individuos aislados de la fuente y adorando lo que es apenas una ruina del esplendor.
Según el rabino Najman de Breslav “solo en el futuro podremos entender el tzimtzum que trajó el ‘Espacio Vació’ al ser”, un tzimtzum que es en apariencia contradictorio, ya que limita “la divinidad y la contrae” como si en ese lugar no hubiera divinidad”. Sanford L. Drob explica esto de la siguiente manera:
Desde la perspectiva de Dios, la totalidad del mundo es subsumible bajo el concepto más simple de lo Uno; es solo desde nuestra perspectiva limitada que aparenta haber una pluralidad de virtudes, conceptos e instancias. La creación no involucra una limitación en el ser divino, que permanece completamente intacto, sino una limitación en el conocimiento de lo divino: un alejamiento de ciertos puntos dentro del “mundo” del conocimiento de que todo es Uno. Dios no cambia en Su ser, sino que Su presencia es oscurecida. No es completamente conocido dentro de una región del Ser, y esa región del Ser se convierte en nuestro mundo.
Aquí se nos presenta una nueva forma de entender este exilio cósmico en el que nos encontramos. No tanto como un abandono de la divinidad sino como un opacamiento de nuestra propia divinidad, o más precisamente, de nuestra propia facultad perceptiva de la divinidad. Este es el “error primario” que David Chaim Smith nos dice es atribuir nuestro ser al ego solamente y no al yo del universo como totalidad; el error de la dualidad y la separación, el verdadero significado de la caída y la expulsión del paraíso. La limitación de la percepción que no alcanza a percibir la esencia (lutz) espiritual, y ver que el fruto debe ser de la misma naturaleza que la semilla, puesto que “¿cómo puede ser el fruto del Sol otra cosa más que el Sol?”.
Este oscurecimiento, a su vez, presenta una razón de ser para el hombre. De la cábala luriana podemos extrapolar el sentido de la existencia humana como el cumplimiento del más alto: reparar la fractura ontológica del cosmos, ejecutar una especie de movimiento negentrópico. Esto es lo que Luria llama el tikkun, la reparación de los recipientes rotos o la liberación de la luz atrapada (netzotzim), “la elevación de las centellas”, una nueva conjunción alquímica de los opuestos que anula la dualidad y la ilusión mundana de la separación entre la semilla y su fruto: que es el tiempo mismo. Este tikkun es esencialmente un proceso que inicia en el alma humana, que a su vez yace fragmentada, hecha añicos como un cáliz de luz roto dentro de un cuerpo material que es como una tumba. Jung, a partir de sus lectura de la cábala, señala: “Aquel que comprende la oscuridad en sí mismo, tiene cerca la luz” y “No se puede rechazar el mal, porque el mal es el portador de la luz”. Esto es el primer paso del tikkun, la comprensión del estado de exilio del alma y la percepción integradora, no dual, de la luz-oscuridad, del bien-mal, no como opuestos sino como grados de conciencia y aspectos de un mismo proceso.
La cábala luriana comparte la idea gnóstica de que la materia es luz atrapada, alejada de su origen divino, y que el papel del ser humano es liberar la luz, el potencial de la semilla que es un retorno a la raíz. El filósofo hermético Schwaller de Lubicz dice que la materia “es espíritu encerrado por el poder de la contracción que preside la densidad”. El tikkun es en cierta forma una redención del universo a través de la percepción de la unidad en todas las cosas y una ciencia de la revelación del espíritu. Así, la rotura en el origen sería parte del plan divino, o como señala Andrés Claro: “una lección de enseñanza que no es otra cosa que la de su retirada”. Dios nos estaría impulsando a completar el universo en su ausencia, llenando nuestra existencia de la sed de henchirnos en su ser y así encendiendo un Eros por regresar a casa o lo que la ciencia moderna llama “evolución”. De emprender lo que Plotino llama “el vuelo del solo al Solo”. O, en la filosofía pitágorica y en la visión de Chaim Smith, completar el paso de la mónada (el 1) a la década o tetractys (10). Pitágoras consideraba que el 10 era el número de la perfección y simbolizaba el regreso a la mónada, en esta cifra los números y por lo tanto toda la creación resultante del proceso generativo retornaban a la unidad, habiendo completado el ciclo del orden más alto, en la conciencia pura de su origen.