El Día de los Muertos, celebrado principalmente en México, pero también en otras partes de América Latina, es una festividad rica en historia y simbolismo que mezcla creencias prehispánicas con tradiciones católicas traídas por los colonizadores españoles en el siglo XVI. Esta festividad no solo honra a los fallecidos, sino que también celebra el ciclo de la vida y la muerte de una manera única y colorida.
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El Día de los Muertos tiene raíces tanto en las tradiciones indígenas como en las europeas. Antes de la llegada de los españoles, los pueblos indígenas de Mesoamérica, como los aztecas, mixtecos y mayas, ya tenían rituales en honor a sus muertos. Consideraban que la muerte era una parte natural de la vida y mantenían un vínculo constante con sus antepasados a través de ofrendas y celebraciones. En el Valle de México, por ejemplo, los aztecas rendían homenaje a sus muertos durante los primeros días de agosto en honor a Mictecacihuatl, la diosa de la muerte.
Con la llegada de los colonizadores, estas prácticas indígenas se fusionaron con las celebraciones católicas del Día de Todos los Santos (1 de noviembre) y el Día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre). Estas fiestas, promovidas por el Papa Gregorio IV en el siglo IX y más tarde por San Odilo de Cluny, tenían como objetivo rezar por las almas de los difuntos, en especial por aquellas que estaban en el purgatorio. Así, los rituales indígenas se adaptaron a las nuevas fechas y adquirieron elementos del cristianismo.
En la actualidad, el Día de los Muertos es una festividad que combina lo solemne con lo festivo. Desde el 1 de noviembre, las familias mexicanas comienzan a montar altares para honrar a sus seres queridos. Estos altares, conocidos como ofrendas, están llenos de símbolos cargados de significado: fotografías de los difuntos, sus comidas y bebidas favoritas, velas, incienso de copal, y flores de cempasúchil (también llamadas «flor de los 20 pétalos»). Estas flores, con su color amarillo brillante y fuerte aroma, guían a los espíritus de regreso a sus hogares.
El 2 de noviembre, la celebración se traslada a los panteones, donde las familias limpian y decoran las tumbas de sus parientes con velas, papel picado, flores y comida. La música, el baile y la comida no faltan, y los panteones se convierten en escenarios de fiesta donde vivos y muertos se encuentran simbólicamente. Esta convivencia con los difuntos es una manera de recordar que la muerte no es el final, sino parte del ciclo de la vida.
En México, la muerte se enfrenta con humor y sátira. Las calaveras de azúcar y las calacas (figuras de esqueletos) pintadas de colores vivos son un símbolo omnipresente durante estas fechas. El caricaturista José Guadalupe Posada popularizó estas imágenes a través de sus grabados, los cuales ironizaban la vida y la muerte.
Para los pueblos originarios de América Latina, la muerte nunca fue vista como un fin, sino como una transición a otro estado de existencia. Esta creencia sigue presente en la celebración moderna del Día de los Muertos, donde los difuntos son percibidos como visitantes que regresan para disfrutar de las ofrendas preparadas por sus seres queridos. Los altares están diseñados para recibir a los espíritus con todos los elementos necesarios para su viaje de regreso: agua para saciar su sed, sal para purificar sus almas, velas para iluminar su camino y su comida favorita para nutrirlos.
Cada objeto en el altar tiene un significado profundo. Por ejemplo, la cruz de cenizas ayuda a las almas a expiar sus pecados, mientras que el incienso de copal purifica el ambiente, alejando a los malos espíritus. Las calaveritas de azúcar, con los nombres de los fallecidos escritos en ellas, simbolizan la constante presencia de la muerte en la vida diaria, y las flores, además de decorar, embellecen el espacio para la llegada de los espíritus.
Aunque el Día de los Muertos se celebra en todo México y en otras partes de Latinoamérica, cada región tiene sus particularidades. En algunas áreas de Sudamérica, por ejemplo, los incas y otras civilizaciones prehispánicas practicaban el culto a los ancestros a través de la momificación y la preservación de los cuerpos en cuevas o bóvedas. Durante el mes de noviembre, las momias eran vestidas con ropas elegantes y se les ofrecían alimentos y bebidas para asegurar la prosperidad de los vivos.
A pesar de las prohibiciones impuestas por los colonizadores españoles, muchas de estas prácticas sobrevivieron, y hoy en día, en diversas comunidades andinas, las festividades de noviembre mantienen una fuerte conexión con los rituales ancestrales.
El Día de los Muertos es más que una celebración de los muertos: es una afirmación de la vida y una conexión continua con el pasado. A través de altares, ofrendas, música, comida y humor, los vivos y los muertos se encuentran en un espacio compartido, donde la muerte no es temida, sino celebrada. Esta festividad, única en su tipo, sigue siendo un poderoso recordatorio de la importancia de honrar nuestras raíces y mantener vivos los lazos familiares, incluso más allá de la muerte.
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