Respetables integrantes del jurado:
Me permito inaugurar mi posicionamiento citando a una de las figuras inmortales de esta gran ciudad en la que me encuentro, Nueva York: «el verdadero arte es el arte de hacer grandes negocios».
Así es: Andy Warhol, el verdadero Toro Cargante de la plástica neoyorquina del siglo pasado.
¿Por qué la cita? Pues tal vez no sea yo el mejor artista ni un negociante a la altura de los tiburones que esta Gran Manzana ha dado al mundo. Y aunque no sería tan intrépido para identificarme plenamente como artista, me gusta pensar en mí mismo como un frustrado patrón de las artes.
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Aquí me acusa el señor fiscal de vender obras falsificadas, nada menos que de Jean Michel Basquiat y Keith Harring, cuyo nombre aún genera atronadora resonancia en esta metrópoli, que les sirvió de hogar, estudio y Olimpo.
El fiscal que hoy me acusa, William Sweeney Jr, declara que «entrampé a compradores de arte, con la esperanza de que mis víctimas no verían la diferencia entre el verdadero arte y la falsificación».
Además, agrega que «la división de Crímenes de Arte cuenta con los recursos para distinguir lo real de lo falso, y sus miembros me enseñarán las consecuencias de mis acciones».
Puede parecer un poco atrevida la defensa que voy a presentar, pero entiendo que estoy en el juzgado del Distrito Sur de Nueva York, por lo que asumo encontrarme ante un jurado regularmente entendido en el problema del arte contemporáneo.
Primero que nada, me parecería pertinente que pasaran por una corte como ésta los curadores y dueños de galerías que exhiben «réplicas certificadas» sin especificarlo a los visitantes que pagan entradas por confrontarse con objetos que creen tocados por inmortales maestros.
Hace años, en Puebla, la capital del estado de donde soy oriundo, y donde he desarrollado mi carrera política, en el marco de los 350 años del fallecimiento de Rembrandt, exhibieron una selección de sus grabados en un lugar llamado «El Museo Internacional Barroco«, primer recinto artístico que constituye un fraude en sí mismo al erario de todos los habitantes de un estado. ¿Ante qué corte están compareciendo los arquitectos financieros de tal abominación?
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Sin embargo, señoras y señores del jurado, mis preguntas van más a fondo: ¿Acaso es posible falsificar arte a estas alturas del siglo XXI?
¿Cómo puede falsificarse algo como el arte contemporáneo, que es en sí mismo una falsificación de la realidad mediante la inyección de la nada en el núcleo de la imagen?
¿Por qué ese cuidado obsesivo, ese fetichismo de la originalidad?
¿No basta con que una persona crea poseer una obra original para que dicha obra adquiera ante sus ojos el aura fantasmagórica que justifica plenamente la suma por él pagada?
No es físico, sino metafísico, el atributo que ambiciona poseer quien paga por una obra de arte. El objeto ahí está, la imagen ahí está, reconstruida hasta en sus más imperceptibles detalles. Es una superstición obsesivo-compulsiva la legitimidad del vínculo con el pasado, la intimidad con la idea original, a través de la posesión del objeto intervenido o compuesto por determinadas manos.
¿Cuántos hacedores de supersticiones han pasado por este tribunal?
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Refundirme en la celda más fría del Centro Correccional de Rikers no va a solucionar el despeñadero ante el que se encuentra el arte, y en cambio va a dejar un importante vacío político en San Andrés Cholula, a cuya presidencia municipal fui candidato hace apenas un mes por Movimiento Ciudadano.
¿Creen ustedes que yo me burlaría de los apellidos Basquiat y Haring?
¡Cómo me hubiera gustado llevar a esos dos muchachos a San Andrés Cholula, a que conocieran nuestra célebre pirámide, o a degustar un caldito a nuestro mercado Cosme del Razo, cuyas delicadezas culinarias nada piden al restaurante Cosme de esta ciudad, comandado hasta hace poco por una insigne mexicana.
¡Haring y Basquiat se hubieran sentido tan plenos, tan admirados, impartiendo un taller de pintura en la UDLAP o incluso realizando un mural a cuatro manos para la oficina de Movimiento Ciudadano en San Andrés!
Yo soy fan de esos artistas visionarios, señores del jurado. Fue por ellos que yo quise conocer Nueva York.
Mientras mis compañeros de la escuela formaban su cultura visual en los vulgares cómics de Marvel, yo repasaba en una y otra dirección las 512 páginas de mi Taschen de Basquiat, y entre pliego y pliego cerraba los ojos e imaginaba la luminsencia de una pubertad transcurrida entre estaciones de Metro ocupadas por artistas y departamentos vacíos en el Bajo Manhattan, en esas calles en que adonde uno pose la mirada hay una estampa digna de fotografiarse, de representarse en imágenes que después puedan estamparse en playeras, en portadas de vinilos, en calcomanías gigantes para vestir las paredes de cualquier ciudad del mundo.
Fue con Basquiat, con Harring, que mi percepción visual se hizo un ejercicio más consciente, al grado de que a pesar de inclinarme después por la operación política, mi corazón siempre osciló entre los deleites del símbolo artístico y los placeres de trazar vías de acceso a las arcas públicas, que si lo pensamos con mucho detenimiento, es, al fin y al cabo, un arte de infinitesimal delicadeza.
Lo mío, personas del jurado, no es falsificación; lo mío es un homenaje. Todo ese dinero de las ventas lo iba a destinar a abrir un centro cultural dedicado a esos dos artistas en San Andrés Cholula, donde hubiera supervisado personalmente la formación de nuevos talentos escogidos de entre los graffiteros en situación de calle de nuestra entidad, a cuyo favor habría dispuesto becas para que se vinieran a estudiar acá al New York Art Studio.
Mi objetivo era que, al regresar a San Andrés Cholula, esos muchachos detonaran un boom artístico para propulsar la economía de la entidad, atrayendo curadores, galeristas y dealers de todo el mundo.
¡Bolsos Gucci, sombrillas Carolina Herrera y chamarras Dolce & Gabbana con estampados de versiones pop de la Iglesia de la Virgen de los Remedios! ¡El aliento me escasea sólo de imaginar estos prodigios, señores y señoras del jurado!
El fin, como pueden apreciar, era noble. Y como reza un viejo principio político, el fin justifica los medios.
«Los recursos para distinguir lo real de lo falso«, presumen los señores del FBI, sin establecer las motivaciones inquisitoriales que subyacen en la selección de sus condiciones de la verdad.
¿Cuentan también, me pregunto yo, estos inquisidores del arte del FBI, con los recursos para forjar en piedra los estamentos de la originalidad, aquí en la misma ciudad donde Andy Warhol logró la proeza, en palabras de Baudrillard, de reproducir la inoriginalidad de una manera inoriginal?
Me encuentro aquí, personas del jurado, defendiéndome de una batería de acusaciones por parte de los inquisidores bajo el estandarte de la simulación, ese estandarte que preside la iglesia maligna de la mercancía.
Dentro de unos siglos ya no existirá diferencia entre la División de Crímenes Artísticos del FBI y los reality shows moralizantes donde fotogénicos peritos artísticos rastrearán, ubicarán y llevarán ante un paredón de fusilamiento a quienes hayan dibujado en su iPAD a Mickey Mouse, a quienes hayan entonado en su cumpleaños una canción de Michael Jackson o a quienes se disfracen en Halloween de Chucky sin haber pagado antes una cuota a la corporación dueña del copyright correspondiente.
Vacía la cultura de referentes libres, la Policía de los Referentes con Derecho de Autor (PRDA) fiscalizará todas las expresiones, imponiendo multas o incluso ofreciendo Planes Limitados de Usufructo Referencial (PLUR) a quien tome prestada alguna frase, jingle o imagen rastreable hasta una obra artística con derecho de autor.
Mientras tanto, la Cuadrilla de Pantallas vigilará que no quede un centímetro en el espacio público libre de superficies que proyectarán en 4K Ultra HD, veinticuatro horas al día, un desfile interminable de contenidos pop, ametrallando sin cesar la percepción de los marchantes con imágenes perpetuamente recicladas y drenadas de su núcleo de significado.
Ése y no otro es el destino que nos espera si este jurado falla en mi contra.
Dejo a su conciencia mi destino legal, y sin más por el momento, doy por asentado mi posicionamiento inicial.
¡Es cuanto!