En los paisajes húmedos y neblinosos de la Sierra Norte de Puebla, en el pequeño pueblo de Teziutlán, nació una familia que cambiaría el rumbo político del estado y dejaría una huella duradera en la historia de México. Los hermanos Ávila Camacho —Maximino, Manuel y Rafael— encarnaron un proyecto de poder que se tejió desde las entrañas del ejército revolucionario hasta las oficinas del Palacio Nacional. Su historia, conocida como el avilacamachismo, no es solo la de una familia influyente, sino la de un modelo de control político profundamente arraigado en el clientelismo, la lealtad, el autoritarismo y las redes familiares.
Todo comenzó en los años turbulentos de la Revolución Mexicana. Maximino y Manuel, jóvenes decididos y formados en la disciplina militar, se sumaron a la lucha armada. Lo que empezó como una causa idealista pronto se convirtió en una plataforma para construir poder. Ambos fueron ascendiendo entre rangos y ganándose la confianza de figuras clave del movimiento, como Lázaro Cárdenas, con quien Manuel forjaría una relación decisiva.
Mientras tanto, Rafael, el menor de los hermanos, crecía viendo cómo su familia se volvía sinónimo de poder. Ingresó al Colegio Militar y, como sus hermanos, siguió el camino de las armas. Para cuando terminó la década de los treinta, los Ávila Camacho ya no eran solo militares; eran un clan político en ascenso, con presencia tanto en Puebla como en los círculos del poder nacional.
De los tres hermanos, Maximino fue sin duda el más temido y el más temerario. En 1937, se convirtió en gobernador de Puebla, y desde ese puesto impuso su ley. Gobernó con mano dura, reprimiendo sindicatos, controlando la prensa, y tejiendo alianzas con los grupos más conservadores de la sociedad poblana: el alto clero, el empresariado local, y caciques regionales.
Maximino no pedía lealtades, las exigía. Su forma de hacer política estaba marcada por el autoritarismo, pero también por la eficacia. Bajo su mandato, Puebla vivió una relativa estabilidad, aunque al costo de silenciar cualquier voz disidente. Sus alianzas con hombres poderosos como William O. Jenkins y Manuel Espinosa Iglesias le dieron músculo económico a su gobierno, mientras que su cercanía con su hermano presidente le abrió las puertas del poder federal
Manuel Ávila Camacho llegó a la presidencia de la República en 1940, cuando el país buscaba una transición después del radicalismo cardenista. Su estilo contrastaba con el de su hermano: era moderado, conciliador, profundamente conservador, pero políticamente hábil. Su lema, “Unidad Nacional”, marcó su sexenio.
Desde la presidencia, Manuel reforzó el poder familiar. Aunque trató de aparentar neutralidad, no dejó de apoyar discretamente a su hermano Maximino en Puebla ni de posicionar a Rafael en la escena nacional. Así fue como en 1945, casi como si se tratara de una deuda pendiente, Rafael fue incorporado a la Secretaría de Economía. El apellido Ávila Camacho seguía siendo sinónimo de poder, tanto en Puebla como en la capital del país.
El menor de los hermanos, Rafael, encarnó la continuidad del proyecto político familiar. En 1951, con el respaldo del presidente Miguel Alemán y de un aparato político perfectamente aceitado, Rafael se convirtió en gobernador de Puebla. Su llegada al poder fue el resultado de años de trabajo estratégico, alianzas cuidadosamente tejidas, y también de los acuerdos que Manuel había logrado antes de dejar la presidencia.
Su gobierno trató de seguir la línea de Maximino, pero los tiempos habían cambiado. La sociedad poblana comenzaba a despertar. Uno de los momentos más tensos de su mandato fue el intento de militarizar la Universidad de Puebla, en respuesta a las primeras movilizaciones estudiantiles que pedían autonomía. La respuesta fue inmediata: protestas, enfrentamientos, y una creciente conciencia política en las aulas. Ese conflicto marcó un punto de inflexión.
La época dorada del avilacamachismo comenzaba a desmoronarse.
El avilacamachismo no fue solo un conjunto de gobiernos; fue un proyecto de poder familiar que logró articular lo local con lo nacional. Basado en las lealtades personales, el clientelismo, el uso de las fuerzas armadas y una visión conservadora del orden social, los Ávila Camacho dominaron Puebla durante casi dos décadas.
Fueron tiempos en los que la política era asunto de familias, donde el compadrazgo definía carreras, y donde el partido era una maquinaria al servicio de los caudillos regionales. Pero también fueron tiempos de transformación: la modernización económica, el crecimiento del Estado, y el surgimiento de nuevos actores sociales empezarían a desbordar ese modelo.
Al final, como toda dinastía, el avilacamachismo tuvo su auge, su esplendor y su decadencia. Pero su huella sigue viva en la memoria política de Puebla, como un ejemplo claro de cómo el poder, cuando se concentra en pocas manos, puede moldear —para bien o para mal— el destino de un estado entero.
Foto: Redes
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