El político influencer y la democracia

Columna de Onel Ortiz Fragoso

El político influencer y la democracia

Autor: Onel Ortiz

Vivimos en una era dominada por la inmediatez, la sobreexposición informativa y la dictadura del algoritmo. Las redes sociales han permeado todos los aspectos de la vida cotidiana, y la política no es la excepción. A lo largo del siglo XXI, hemos sido testigos del ascenso del «político influencer», un fenómeno que ha transformado la relación entre gobernantes y ciudadanos, poniendo en jaque las bases de la democracia representativa.

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El político “influencer” es un actor que ha comprendido la dinámica del ecosistema digital y la explota a su favor. Su estrategia no radica en la solidez de sus propuestas ni en su trayectoria política, sino en su capacidad para generar contenido atractivo, viral y polarizante. Desde TikTok hasta X, pasando por YouTube e Instagram, este tipo de político construye una narrativa basada en la emocionalidad y el impacto inmediato, dejando en un segundo plano la reflexión crítica y el análisis profundo.

El problema radica en que la popularidad en redes no necesariamente se traduce en capacidad de gobernar. Los algoritmos privilegian la controversia, el escándalo y la simplificación de problemas complejos en eslóganes pegajosos. Esto ha provocado que el debate público se reduzca a tendencias y hashtags, donde la profundidad del discurso político se ve reemplazada por la espectacularización del liderazgo.

La democracia representativa se construyó sobre la idea de que los ciudadanos delegan en representantes la toma de decisiones colectivas, confiando en que estos actuarán con base en el interés público. Sin embargo, la irrupción del político influencer ha desdibujado este principio. Más que representantes, muchos de ellos se han convertido en showrunners de su propia serie digital, donde la interacción con los seguidores se confunde con un mandato popular.

Esta nueva dinámica ha generado varias crisis simultáneas. Primero, la fragmentación del debate público: los ciudadanos ya no se informan a través de fuentes verificadas, sino de burbujas informativas alimentadas por sesgos y preferencias personales. En segundo lugar, la deslegitimación de las instituciones: el político influencer no busca fortalecer la institucionalidad, sino presentarse como un outsider que desafía al «sistema», incluso si ya forma parte de él. Finalmente, la trivialización del ejercicio del poder: gobernar requiere decisión, planeación y ejecución; sin embargo, en el mundo del político influencer, lo que importa es la percepción, no los resultados.

El ascenso de los políticos influencers coincide con un momento de hiperdesinformación sin precedentes. En un ecosistema donde de cada 100 contenidos políticos solo 10 tienen una fuente confiable, y donde con el realineamiento de empresas tecnológicas como Meta y la consolidación de nuevas plataformas, podría reducirse a uno de cada 100, la verdad se vuelve relativa.

Este fenómeno ha sido aprovechado por diversos actores políticos para desinformar, polarizar y manipular la opinión pública. Noticias falsas, teorías de conspiración y ataques difamatorios se propagan con una rapidez alarmante, erosionando la confianza en los medios tradicionales y en las instituciones democráticas. La supuesta libertad de expresión se ha convertido en el refugio de quienes buscan descalificar sin pruebas, difundir información manipulada y promover guerras sucias disfrazadas de debates públicos.

Mientras en el siglo XX la censura provenía de los Estados y de grupos de poder, en la era digital enfrentamos un fenómeno más difuso: la dictadura del algoritmo y la cultura de la cancelación. Las redes sociales no operan con lógicas democráticas, sino con principios mercantilistas: privilegian lo que genera interacciones, no lo que enriquece el debate público. Como consecuencia, los políticos se ven obligados a producir contenido viral en lugar de generar propuestas de gobierno.

Por otro lado, la cultura de la cancelación ha impuesto una nueva forma de censura: aquella que castiga la disidencia y el pensamiento crítico a través de linchamientos digitales. Si un actor político es etiquetado como «incorrecto», su reputación puede ser destruida en cuestión de horas, sin posibilidad de defensa o debido proceso. Esto crea un clima de autocensura donde el debate sereno y argumentado es reemplazado por la imposición de dogmas digitales.

El avance del político influencer y la crisis de la información tienen consecuencias profundas en las democracias modernas. En primer lugar, se debilitan los mecanismos tradicionales de representación, pues los ciudadanos dejan de ver en los partidos políticos un canal de organización y prefieren seguir liderazgos individuales con gran presencia mediática. En segundo lugar, el debate público se reduce a emociones e instintos básicos, dejando de lado la reflexión racional y el análisis crítico.

En tercer lugar, las democracias se vuelven más vulnerables a la manipulación. Si la opinión pública se construye a partir de tendencias efímeras y no de hechos verificables, el riesgo de que las decisiones políticas respondan a campañas de desinformación masiva es cada vez mayor. Finalmente, el papel del ciudadano se reduce a la pasividad de un espectador que consume contenido en redes, sin involucrarse realmente en la construcción de soluciones colectivas.

El auge del político influencer es un síntoma de los cambios estructurales en la comunicación y en la interacción social. Sin embargo, es crucial que las democracias encuentren formas de adaptarse sin perder su esencia. Se deben fortalecer los mecanismos de verificación de información, promover una educación digital crítica y crear espacios de discusión que trasciendan la volatilidad de las redes sociales.

La democracia representativa no puede reducirse a un concurso de popularidad en TikTok o Instagram. Si bien es inevitable que los líderes políticos utilicen las herramientas digitales, la ciudadanía debe exigir que la comunicación política vaya más allá de la superficie y recupere la profundidad del análisis, el compromiso con los hechos y el debate informado. Solo así podremos evitar que la política se convierta en un simple espectáculo, donde la percepción sustituya a la realidad y la popularidad desplace a la responsabilidad de gobernar. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz

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