Por Enrique Condés Lara
De unos años a la fecha, las encuestas se convirtieron en un factor central en los procesos eleccionarios. A la par, han surgido y se han hecho famosísimas e importantísimas empresas como: Consulta Mitofsky, GEA- ISA, Parametría, Gabinete de Comunicación Estratégica, Mercadotecnia, Demotecnia, Berumen, Covarrubias y Asociados, etc.
Desde entonces, gobernantes, políticos, medios de comunicación y analistas están pendientísimos de lo que indican las encuestas. Unos elaboran sus planes y discursos y otros sus reflexiones y comentarios, tomando en cuenta en primerísimo lugar los resultados de los estudios de opinión. Incluso, en los partidos políticos se ha generalizado la práctica de elegir candidatos a puestos de elección conforme a los fallos emitidos por las empresas encuestadoras. Así –dicen—, “se abren a la sociedad”. En realidad, con ello entregan su capacidad de decisión a los poderes fácticos dominantes, particularmente a los poderosos medios electrónicos de comunicación.
Los estudios de opinión bien formulados y aplicados (“no cuchareados”, como diría el Peje) recogen creencias, valoraciones, gustos, prejuicios, opiniones o sentires, sobre asuntos puntuales que prevalecen en un momento dado en determinados conjuntos o universos sociales. Son como una instantánea de una porción del sentir social. Ciertamente, dicen “entre fulanito y menganito” la mayoría prefiere a “fulanito”, “el menos malo es perenganito” y, también, “tal partido es peor que aquel otro”. No obstante, el problema de fondo es: ¿quién construye las simpatías, preferencias, imagen, gustos? Sin lugar a dudas: los medios de comunicación.
La radio y la televisión cumplen la función de sostener y recrear los consensos sociales, ideológicos y políticos fundamentales; es decir, los valores esenciales, la concepción de vida y los modos de pensamiento propios de esta sociedad. Para cumplir tal empresa legitimadora cuentan con un vasto arsenal de posibilidades que van de la cotidiana identificación de libertad, bienestar y justicia con empresa privada, pasando por una tolerancia controlada hacia opiniones disidentes que les permite alimentar un espejismo de imparcialidad y de objetividad (que se detiene donde terminan los consensos básicos), hasta la machacona difusión de mensajes, series, contenidos y símbolos que inculcan el conformismo, la indiferencia y la banalidad.
Y ahora, no pueden dejarse de lado Internet y las “redes sociales”, que erigen espejismos informativos y la apariencia de que “todos participamos”, los cual juega un importante papel en la construcción o destrucción de imágenes, candidaturas o proyectos.
Todos ellos construyen la opinión pública (la “orientan”, le dan “elementos de juicio”, la “nutren” de información, aseguran), de tal forma que cuando se levanta un sondeo, los estereotipos que le han sido cotidianamente inculcados a la ciudadanía deciden los resultados. ¿O qué otra explicación le damos al hecho de que en estas modernas, plurales y democráticas sociedades, los favoritos, los simpáticos, los más populares y queridos por todos son los futbolistas, los cantantes, los galanes de cine, las más bonitas actrices del momento?
Constituidos en puente o vínculo indispensable entre el individuo y la realidad, gracias a los impresionantes desarrollos tecnológicos, los medios electrónicos en los últimos tiempos pudieron ya crear realidades más que difundirlas; establecer, resaltar, modificar o anular escenarios, no tan solo registrarlos; de testigos, si se quiere privilegiados, pasaron a ser definitivos protagonistas. De múltiples formas eligen. Sus dictámenes, en tanto influyen, modifican, estimulan o inhiben los de millones de ciudadanos, son votos de calidad. El peso de los medios en el ánimo de decenas de millones de ciudadanos es tal que para partidos, funcionarios y políticos es imprescindible contar con ellos: “salgo en la televisión, en la radio o en las redes, luego existo”.
Así, al decidir la selección de candidatos por medio de encuestas abiertas, las cúpulas de los partidos políticos no solo insultan a sus militantes y adherentes al colocar en el mismo nivel de decisión a personas sin filiación o de otra filiación; no solo llevan hasta la cocina de su casa a los grandes poderes fácticos, sino que les entregan la casa misma. Además, pasan por alto y se olvidan de un asunto esencial: ¿qué plantean?, ¿cuál es su programa, su proyecto, sus pretensiones?, ¿qué es lo que se proponen hacer y cómo lo piensan hacer?, ¿qué los distingue de otros? A lo mejor, entonces, no sería ya “mister simpatías” la persona más apropiada para enarbolar tal programa, aunque sí la adecuada para alimentar el circo.
Con tales procedimientos, los partidos políticos están abjurando a sus funciones primarias. Es parte de su ocaso.
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