Después de la caída de Tenochtitlán el 13 de agosto de 1524 en manos de los españoles, ocurrió un fenómeno llamado “conquista espiritual”, un proceso de aculturación y mestizaje, cuyo objetivo era enseñar a los indígenas el idioma español y la religión católica; como la Gran Tenochtitlán había quedado destruida, se asentaron en Texcoco y ahí comenzó la educación formal dirigida a los indígenas.
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Llegaron frailes franciscanos como mano derecha de la corona española y en carácter de misioneros decidieron llevar a cabo dicha labor; en primer lugar, se fundó el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, lugar de enseñanza e investigación donde solamente se le enseñaba a los hijos de los caciques indígenas, pues pensaban que ellos podrían convencer a su pueblo de seguir la ideología católica, les enseñaron el latín, español, teología, gramática, retórica, sintaxis, historia e incluso geografía a través de pictogramas.
Sin embargo, después de un tiempo se dieron cuenta que no les convenía enseñar a los señoríos indígenas de esta manera, ya estaban aprendiendo mucho, demasiado para su gusto, así que decidieron formar pueblos en donde un doctrinero enseñara la religión cristiana, se comenzó a practicar el catecismo, a hacer uso de recursos didácticos como el cuaderno y los pictogramas, pues era de esa manera que los indígenas podrían relacionar las nuevas enseñanzas con sus antiguos códices.
Así surgen los primeros centros educativos postconquista; para enseñar a los indígenas el castellano, los Frailes tuvieron que aprender el náhuatl y aunque ellos tenían una noble intención de transmitir los buenos valores de la religión, la educación comenzó como una imposición y un completo exterminio de una identidad cultural arraigada por generaciones.
Para analizar la educación tradicional me remonto a la época del genocidio espiritual indígena, el enseñante era quien tenía la verdad absoluta, siempre tenía la razón, era el único que sabía de lo que hablaba y por supuesto que lo era, pues los indígenas no conocían la nueva cultura y mucho menos la nueva religión; los indígenas, así como los alumnos de la escuela tradicional, ni siquiera tenían voz en dichas clases ¿Cómo podían tenerla si su lengua había sido anulada? Así fue como comenzaron a callar, a limitarse a escuchar, sin tener la posibilidad de apalabrar aquello que les inquietara.
Comenzaron a estudiar historia, pero era una historia que no tenía nada que ver con la historia que ellos conocían, les hicieron creer que ese era su pasado, cuando su experiencia había sido una muy diferente, aún hoy la historia del arte, por ejemplo, está enfocada en culturas distintas a la nuestra.
Los frailes, a pesar de todo, aspiraban a que los indígenas tuvieran buenos principios, vigilaban que no tuvieran contacto con los otros españoles, puesto que si sabían que los españoles eran cristianos, entonces creerían que robar, asesinar, violar o mentir eran cosas propias del cristiano. Traduciéndolo al contexto actual, muchas veces los docentes intentan alejar al estudiante de las malas prácticas, de la deshonestidad, la injusticia, pero cuando llegan a casa, su familia miente, roba, es ociosa y le confunden con este choque de enseñanzas.
Así pasó con los indígenas, quienes poco a poco fueron cambiando sus prácticas ancestrales, su forma de inventar el mundo, en lugar de hacer rituales para que lloviera, en lugar de tomar acción para que hubiera buena cosecha, se limitaban a agradecer a un Dios por ofrecerla, dejaron de accionar. Es preocupante hasta la fecha, pues muchas veces creemos que las cosas se nos darán por obra divina, sin mover un dedo, sin tocar puertas, sin actuar, sin pedir.
Si tan solo los indígenas pudieran haber hecho uso de su palabra, quizá hubieran podido explicar la raíz de sus creencias, de sus rituales, de su cotidianidad y entonces no hubiera habido tanta violencia en un principio, se le habría dado valor a su voz, pero no, en su lugar se le restringió, se le castigó y se le hizo callar; lo mismo pasa en la educación tradicional, pareciera que el educando es un agente externo, se le impone una forma de pensar y decir las cosas que quizá son ajenas a su realidad, no es más que un receptor de conocimientos, así como lo fueron nuestros antepasados indígenas, no son más que máquinas que adquieren la información para luego replicarla del mismo modo en como les fue enseñada.
Repetimos y repetimos como seres sin conciencia. ¿Y dónde queda nuestro criterio? Así como a nuestros antepasados, muchas veces a los alumnos se les quita el poder de razonar, el maestro toma el papel de quien tiene la información verdadera y absoluta y nadie tiene porque cuestionarlo.
No todo ha sido malo, los tiempos han cambiado, la colonización resultó en una mezcla multicultural interesante; poco a poco la educación va evolucionando hacia sistemas “menos opresores”, se promueve el pensamiento crítico, la salud mental, la inclusión, etc; desde mi punto de vista, no nos queda más que la responsabilidad de ser personas independientes, de libre pensamiento, cuestionadores y contestatarios para que desde el conocimiento, tanto de nuestra historia, como de nuestra cultura podamos aportar algo bueno a nuestra sociedad.
Somos seres pensantes, seres racionales y lo más importante, aún tenemos voz y el poder de la palabra, úsalo.
Arlette Guadalupe Orozco Avendaño
Licenciada en Pedagogía y en Arte Dramático, egresada de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y el Instituto de Estudios Superiores Grupo ISIMA. Ha formado parte del ámbito educativo y cultural, fungiendo como docente en contextos rurales y urbanos, estuvo a cargo de la Dirección de Cultura en el Ayuntamiento de Santa Isabel Cholula, Puebla además de participar como Miembro jurado del programa Nacional PACMyC de la Secretaría de Cultura Federal.
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