Resulta siempre complicado, para alguien que se asuma de izquierda, especialmente, para alguien mexicano, que se asuma de izquierda, no sentir preocupación al ver los resultados de la elección de Estados Unidos y el triunfo, abrumador y mayoritario, no del Partido Republicano -que ha sido fagocitado desde dentro y destruido en sus valores tradicionales- sino del movimiento “MAGA” (Hagamos a los Estados Unidos grandes de nuevo- Make America Great Again) y su líder, Donald Trump, en las pasadas elecciones de ese país.
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En 2016 un Trump outsider llegaba al poder sin tener capacidad real de control sobre el gobierno -era un elemento externo, que no era atendido en muchas ocasiones ni siquiera por los miembros de su propio partido- y con poco conocimiento de los intrincados caminos de las relaciones de poder en Washington.
A pesar de ello, en cuatro años, él consiguió cambiar la cara de lo que hasta ese entonces había sido la política en los Estados Unidos. En lugar de buscar adaptarse a las condiciones existentes, ya a través de alianzas con actores tradicionales, un cambio discursivo o bien el uso de asesores que “le enseñaran” como las cosas eran hechas, Trump impuso mediante el apoyo popular su propia forma de hacer las cosas. Una forma, debe decirse, profunda y -a diferencia del resto de actores políticos estadounidenses- abiertamente misógina y racista.
En 2020, el Partido Demócrata apostó por la recuperación del poder por parte del establishment tradicional. Diseñaron una gran alianza interpartidista que se encaminaba a vencer a Trump en su reelección apoyada lo mismo por liberales que por progresistas e incluso conservadores que se oponían a las formas o proyectos del Presidente. Lo consiguieron -por muy poco-, y asumieron que el experimento Trump había terminado, que era algo momentáneo que podría ser reencauzado en los próximos años sin importar cual de los dos partidos tomara el poder.
Hubo en este escenario, al menos, tres problemas que la partidocracia y la élite dominante de EEUU no tomaron en consideración. El primero, se refiere al cambio discursivo que Trump encarnó (pero no inventó ni mucho menos, dirigió de manera total). Durante los últimos años, se ha generado en las sociedades una forma discursiva que asume la “indignación” como elemento moral fundamental de los reclamos sociales. No se trata de que lo que se reclame sea justo, ni que tengamos derecho a ello, sino que lo importante es nuestra opinión personal: que algo nos guste o no nos guste. Las razones por las que nos gusta o no, pueden ser por justicia, por moralidad, pero también puede ser cualquier otra razón. Eso, la razón por la que nos gusta o no, no es importante.
Cuando construimos la voluntad política como algo derivado de nuestra propia indignación, de la “ofensa” que sentimos a nivel personal, los resultados no son nada más que la construcción de un discurso de superioridad moral y de total y absoluto individualismo. Este discurso no es, contrario a lo que se dice, producto de la izquierda, sino de otra cosa diferente, como he mencionado: la partidocracia y las élites dominantes en su búsqueda de la despolitización de las masas populares, que se fragmentan en “indignaciones” y “ofensas” que son reclamos individuales que no pueden ser socializados.
Desde hace algún tiempo, tanto la izquierda organizada como la derecha han intentado combatir esta visión. La izquierda lo hace a través de la búsqueda de un sentido social de constitución de la dignidad. Es decir, en dejar atrás la idea de que el que algo me indigne significa que sea indigno. Es un trabajo difícil, duro, y además, muy confuso cuando el discurso dominante mezcla ambas cosas de manera sistemática. La derecha por su parte, busca deslegitimar cualquier reclamo social como si cualquier lucha por la dignidad, fuera en realidad, nada más que un berrinche de un grupo de personas.
Trump consiguió amalgamar los múltiples reclamos sociales que se daban contra este discurso, de una manera tan efectiva, que no pocas personas que se piensan a sí mismos de izquierda, apoyan exactamente lo mismo que él, aunque en ocasiones lo hagan en sentido opuesto. Como profesor en universidades europeas, no son pocos los discursos, supuestamente “progresistas” de personas supuestamente “de izquierda” que no hacen nada sino repetir lo que Trump piensa… pero dicho con un lenguaje diferente o dirigido contra grupos diferentes. Ese cambio discursivo, hace que el sentido común sea ahora trumpista donde el “woke” es el reflejo de una lógica discursiva común.
El segundo elemento es, sin duda, los cambios estructurales que Trump consiguió en su primer mandato. Los cambios en la Corte de Justicia y el poder judicial federal, la reducción de ciertos tipos de impuestos y el apoyo a ciertos sectores empresariales, consiguió cambiar el equilibrio de poder como sólo había sido posible a través del New Deal y sus cambios sociales. La administración Biden miró en ellos problemas de largo alcance y les trató de esa manera. Pero no vio que los efectos de esas transformaciones tenían impacto en la vida cotidiana de la gente común y que como tal, eran imposibles de defender bajo una visión supuestamente “demócrata” (aunque no necesariamente democrática).
Finalmente, el tercer elemento, fue sin duda, al igual que en nuestro país, la constitución de una campaña plagada de errores fundamentales derivados de los otros dos puntos. Por un lado, la supuesta superioridad moral del votante demócrata hacía imposible no sólo convencer, sino incluso dialogar con el republicano. Por otro, la defensa de los supuestos avances económicos y sociales, no conseguían nada sino la imagen de que las personas que hablaban de ello vivían en un mundo alterno.
No considero que el problema, como puede verse, sea que los demócratas se hayan concentrado en temas que no afectan a la mayoría de la población. No es que se hayan alejado de la clase trabajadora por los temas que tratan, sino por cómo lo hacían. Presentar la idea de que los “grandes problemas” sociales son exclusivos de los grupos urbanos, jóvenes y educados y que son “desconocidos” por campesinos, obreros, amas de casa o ancianos, es un sinsentido. En cada uno de estos grupos hay personas racializadas; mujeres; migrantes; en cada uno también, existen personas de la comunidad LGBTIQ. Sus necesidades, por supuesto son diferentes. Ignorarles en sus especificidades y colocarles una etiqueta por estas condiciones -a la manera que lo hacen las llamadas políticas identitarias- no es sino un regalo para la derecha extrema. La izquierda se ve imposibilitada a criticar estas prácticas, pues reconoce la justicia de su exigibilidad, pero al mismo tiempo, no puede apoyarlas, pues entiende que se trata de elementos incompletos, fragmentarios, que no rompen con la lógica de dominación, sino que la disfrazan.
Esta nueva presidencia de Trump, tendrá entonces un sello profundamente distinto. Será como bien se ha dicho, una versión fortalecida y radicalizada de su primer periodo. Queda ahora en manos de la izquierda americana, encontrar la forma de romper esas estructuras discursivas. Sé que a muchos de aquellos que se asumen a sí mismos como “verdadera izquierda” no les gusta esto, pero en México se ha dado un ejemplo para ese camino. La construcción de un gran acuerdo social que reconfigure las condiciones materiales inmediatas de la vida de la gente común y que al mismo tiempo, proporcione una -incluso tenue- esperanza. Hacer los cambios estructurales radicales que se necesitan, antes que los haga la derecha. Y recordar siempre que por el bien de todos, primero debemos ver a quienes más lo necesitan.
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