Ir a comprar al supermercado se ha convertido en una práctica cotidiana. De hecho, un 80% de nuestras compras (en España) se llevan a cabo en grandes cadenas de distribución como Carrefour, Alcampo, Eroski, Corte Inglés y Mercadona, etc. Aunque comemos y consumimos diariamente, y muy a menudo lo hacemos mediante la compra en supermercados, pocas veces nos detenemos a pensar en las consecuencias que este modelo tiene por todos aquellos que participan en la cadena de comercialización: campesinos, trabajadores, consumidores, comercio local. Ahora puede ser un buen momento para plantearnos estas cuestiones.
La concentración empresarial en cada uno de los tramos de la cadena agroalimentaria va en aumento y el sector de la distribución no es una excepción. La dinámica en Europa, por ejemplo, apunta a una tendencia ascendente. En Suecia, tres cadenas de supermercados controlan el 95,1% de la cuota de mercado, en Dinamarca tres cadenas monopolizan el 63,8%, y en Bélgica, Austria y Francia unas pocas compañías dominan más del 50%. Cada día tenemos menos puertas de acceso a los alimentos, a la vez que el productor tiene menos opciones para llegar a nosotros. El poder de la industria agroalimentaria es total y nuestra alimentación ha quedado supeditada a sus intereses económicos.
Este modelo de distribución al detalle, que se ha generalizado en los últimos cincuenta años en el Estado español, comporta un empobrecimiento generalizado de la actividad campesina, la homogeneización de aquello que consumimos, la precarización de los derechos laborales tanto en sus centros comerciales como en aquellos que les proveen, la pérdida del comercio local, la promoción de un modelo de consumo insostenible e irracional. Veamos algunas cifras.
El diferencial entre el precio en origen de un producto (pagado al campesino) y en destino (lo que pagamos en uno ’súper’) es una media del 490%, según cifras del sindicato campesino COAG, pero en algunos alimentos éste puede llegar a superar con creces el 1.000%, como es el caso de las patatas, los tomates, los pepinos o las zanahorias. Mientras, la gran distribución es quien se lleva el beneficio. Esta situación comporta un creciente empobrecimiento de la población campesina, con una disminución anual de su renta del 26% en los últimos cinco años. Con estos datos no nos tendría que sorprender que cada tres minutos en Europa desaparezca una explotación agraria, según datos de La Vía Campesina, ya que los pequeños productores no pueden competir con la agroindustria.
En el ámbito laboral, el trabajador está sometido a ritmos de trabajo intensos, tareas repetitivas y poca autonomía de decisión, que comportan enfermedades, como el estrés, el agotamiento, los dolores crónicos en la espalda y cervicales, etc. Además, los horarios laborales altamente flexibles, en función de los intereses productivos de la empresa, dificultan la conciliación de la vida laboral con la social y familiar, haciendo que el trabajador llegue a perder incluso el control sobre su tiempo libre.
El impacto en el pequeño comercio es devastador. Si el año 1998 había en el Estado español 95 mil tiendas, en el 2004 esta cifra se había reducido a 25 mil. El comercio tradicional de alimentos ha sufrido una erosión constante e imparable desde los años 80, llegando a ser a día de hoy casi residual.
ALTERNATIVAS: AUTOGESTIÓN COMUNITARIA Y REDES SOCIALES
¿Sin embargo, podemos vivir sin supermercados? Los grupos y las cooperativas de consumo agroecológico, la compra directa al campesino, el comercio local, las cestas a domicilio, ir al mercado… son algunas opciones alternativas que implican un modelo de comercialización de proximidad, estableciendo una relación directa y solidaria entre el campesino/el campo y el consumidor/la ciudad. Se trata de opciones de compra que van en aumento. Si antes del año 2000 en Cataluña tan sólo existían diez grupos de consumo ecológico, hoy en día esta cifra llega casi al centenar.
Esta acción colectiva en el ámbito del consumo es fundamental para empezar a cambiar dinámicas y llegar a más gente. A menudo se nos habla de nuestro poder individual como consumidores, pero aunque la acción individual aporta coherencia y es demostrativa, por sí sola bien pocas cosas podrá cambiar. La perspectiva política es clave. Por ejemplo, yo puedo formar parte de una cooperativa de consumo y optar por la compra de alimentos ecológicos, pero si no se prohíben los transgénicos llegará el día en que tanto la agricultura convencional como la ecológica estará contaminada, fruto de una coexistencia imposible. Por lo tanto, hace falta movilizarnos, salir a la calle y exigir que queremos unas políticas agrícolas y alimentarias que garanticen un consumo saludable, respetuosas con la naturaleza y que tengan en cuenta los derechos del campesinado y los trabajadores.
La lógica capitalista que impera en el actual modelo agrícola y alimentario es la misma que afecta otros ámbitos de nuestras vidas: la privatización de los servicios públicos, la especulación con la vivienda, la deslocalización empresarial, la precariedad laboral. Cambiar el actual sistema agroalimentario implica un cambio radical de paradigma. Y para hacerlo la acción política y la creación de alianzas con otros actores sociales (campesinos, trabajadores, ecologistas, feministas…) es imprescindible.
Por Esther Vivas
Esther Vivas es coautora del libro Supermercados, no gracias (Icaria editorial, 2007). Artículo publicado en el semanario La Directa, nº 171. Blog de la autora: http://esthervivas.wordpress.com
Fuente: www.servindi.org