Bandera y hoguera

Desde Foucault, pasando por Butler y hasta Preciado se piensa lo político en cuanto resistencia: se imaginan una nueva identidad que se torna política al revelar los mecanismos que operan para invisibilizar, anular o definitivamente quemar ciertas identidades, y de modo más profundo quemar ciertas formas de vida.

Bandera y hoguera

Autor: Mauricio Becerra

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Durante 2014, se conmemoran 30 años de la muerte de Michel Foucault. El influyente pensador francés ha sido bandera de muchas batallas, como bruja de muchas hogueras: podíamos ver banderas con frases o rostros de Foucault en marchas por los derechos sexuales, como también libros en llamas de su autoría en una lamentable quema de libros que la Universidad de Chile padeciera hace unos años. Lo que sí, Foucault produce en los bordes del pensamiento, y digo “produce” porque lo hace de manera actual.

Tal como él mismo lo evidenciara en su época, el gran problema del pensamiento político radicaba en el problema de la imaginación. Y desde ahí su recelo hacia ciertos marxismos que operaban de manera dogmática: el horizonte político está tan claro, que nada queda por imaginar, y en ese contexto ciertas luchas son más importantes que otras, ciertas batallas son más relevantes que otras. Así, el marxismo que valoraba la disputa político-económica, menospreciaba las cuestiones “culturales”, como las luchas por la liberación sexual. Luchas más relevantes que otras. Y por eso, Foucault exponía como principal enemigo ese nombre, “marxismo”, que lo que hacía era jerarquizar luchas, y por ende estilos de vida. Así, el pensamiento de Foucault se torna en sí mismo un arma política, dado que logra desarticular ciertas lógicas hegemónicas que arruinan lo diferente y promueven la militancia.

En el debate central de su época, el debate sobre el concepto de ideología, Foucault no discutía, ya que cuestionaba de base el uso de ese concepto: le parecía problemático en sí mismo, decía. Pero por otra parte, también dejaba ver que entrar en ese debate era atentar contra la imaginación: ese era un debate del marxismo, a fin de pensar cómo y hacia dónde debe llevarse la revolución. Ese problema, para Foucault, carecía de valor. Lo relevante era preguntarse por las prácticas en que se da la resistencia al poder, y ya no tanto en la pregunta por dónde está ese poder. Por eso cuando le preguntan por las prácticas específicas de resistencia, Foucault responde: “el fist-fucking”, la práctica sexual de introducirse puños en el ano. De manera provocativa, Foucault dejaba ver una cuestión nuclear: lo relevante no es que todos tengamos puños en el ano, sino imaginar prácticas políticas localizadas de la resistencia.
En este registro, el autor nos muestra un modo de imaginar la comunidad en la que vivimos, un modo de imaginar las prácticas en que resistimos. Y es en ese plano que Judith Butler recupera el problema de la imaginación política, pensando el problema del género: la sexualidad es una construcción cultural, tanto como la ciencia. La distinción entre el sexo (lo científico) y el género (lo cultural) es falsa, dado que lo científico también es culturalmente construido, sostendrá Butler. El género, a su vez, es una cuestión de repeticiones que crean realidades: no porque alguien tenga ciertos genitales, debe comportarse de ciertos modos. No por tener un pene, existe una prohibición de comportarse como mujer. Lo que hay son conductas impuestas culturalmente a las que nadie está obligado: sólo las repetimos, pero podríamos dejar de hacerlo. Y así, Butler criticando los fundamentos del feminismo, dirá que el problema central no es que hombres sometan a mujeres en una sociedad patriarcal, sino que existen categorías de la identidad que someten tanto a hombres como a mujeres bajo un paradigma de la heterosexualidad, en el cual los el sexo (lo biológico) debe coincidir con el género (lo cultural). Por ello, de manera equivalente al fist-fucking de Foucault, Butler propone el drag, aquella técnica consistente en interpretar el rol del sexo opuesto al que se nos impone: una mujer que interpreta cotidianamente a un hombre (drag king) o un hombre que interpreta cotidianamente a una mujer (drag queen). En esto, dirá Butler, se muestra que el fundamento del género es la performance: la interpretación de roles de géneros que están establecidos. Esto es la base de lo que se denomina teoría queer: una teoría que piensa la identidad sexual desde sus márgenes y no desde sus normas, pero a su vez es una teoría que en sí misma es marginal respecto a teorías serias como sería el marxismo.

En esta misma ruta, la autora española Beatriz Preciado radicaliza las ideas de Butler, teniendo como insumo el problema foucaultiano: cómo imaginar políticamente. Preciado rechaza el concepto “queer”, el cual constituye un insulto en inglés que es reapropiado y resignificado, a fin de dar cuenta de la exclusión que sufren ciertos modos de pensar y de escribir. “Contrasexualidad”, dirá Preciado, ya que “queer” pierde si carácter insultivo. Aquella contrasexualidad, que parafrasea el “contrapoder” del que escribió Foucault, se presenta como la base para radicalizar la imaginación: en su libro Testo yonqui (2008), Preciado muestra escrituralmente su proceso consumiendo testosterona, la hormona masculina prohibida para las mujeres. Da cuenta, mediante este proceso, de cómo un elemento natural y que todos poseemos, estructura una sociedad biológicamente organizada, que controla y domina los cuerpos, las vidas y las muertes. ¿Por qué se prohibiría a una mujer consumir testosterona? Porque aquello atentaría contra un orden determinado de producción de la identidad: que una mujer ponga en jaque el sistema natural de la masculinidad sería revolucionario, pondría en evidencia que el género es una cuestión radicalmente performática, y abriría las puertas a imaginar una nueva identidad sexual. Preciado lo que hace consigo al consumir testosterona y “masculinizarse” es llevar a sus extremos la idea del drag de Butler y pensar lo que ella denomina un bio-drag: actuar de manera cotidiana el cuerpo del sexo contrario al biológicamente impuesto.

Desde Foucault, pasando por Butler y hasta Preciado se piensa lo político en cuanto resistencia: se imaginan una nueva identidad que se torna política al revelar los mecanismos que operan para invisibilizar, anular o definitivamente quemar ciertas identidades, y de modo más profundo quemar ciertas formas de vida. Estas teorías, nos presentan que el problema de la imaginación sigue presente, y lo hacen desde una posición discursiva particularmente regulada: la academia.

Foucault, Butler y Preciado por muchas reimpresiones y traducciones que tengan sus respectivos libros, no son más conocidos que el más reciente vídeo viral de internet. Pero el valor está en pensar ese espacio académico como un espacio integrante de la comunidad. Es común escuchar que la academia se distancia de los problemas sociales, pero pocas veces se piensa a la academia como otro espacio afectado por esos problemas sociales. La academia y la producción intelectual ya no están al servicio de la imaginación, sino al contrario: están al servicio de la policía del pensamiento. Los intelectuales, investigadores y académicos han sido exiliados cada uno en su propia isla: bajo los emblemas de la “especialización del saber”, de la “profesionalización del pensamiento” y del “rigor académico”, las revistas científicas, los congresos especializados y los cursos de investigación se han convertido en un espacio de repetición poco útil, en que ya nadie discute con el otro, no hay tiempo de leer al de al lado, ni pasión por interesarse por algo nuevo. La lógica de mercado que hegemoniza la producción intelectual la convierte en esclava de los expertos y en un lugar más para sostener un sistema de escasa creatividad, desechando cualquier posibilidad de imaginar los espacios de reflexión e igualdad radical que debería constituir la academia y las universidades. El que imagina pierde. Por ello, plantear el problema de la imaginación es político por sí mismo: mirar los trabajos de Foucault, Butler y Preciado, no como una guía o manual a seguir para hacer la revolución, sino como ejemplos que imaginan nuevos modos de producir pensamiento y de practicar la libertad.

Los libros de estos autores van a contracorriente y en sí mismos son modos de repensar nuestra comunidad: sus modos de escribir, sus maneras de decir, sus formas de argumentar son nuevas y levantan por sí mismos un nuevo modo de producción intelectual desde la exclusión. La cuestión no radica tanto en imaginar proyectos de utopías, caminos al Reino de los justos ni formas de hacer la revolución. La cuestión consiste en pensar todas nuestras prácticas como cuestiones políticas, porque forman parte de la comunidad y no están nunca ajenas a ellas. Sean lugares que lleguen a muy pocos (como la academia) o situaciones que lleguen a muchos (como los vídeos virales de internet), debemos reconocer que al ser prácticas humanas revelan nuestra posición en el mundo, un mundo que formamos cada uno con cada manera nueva de vivir que aportamos a la comunidad. Si alguna lección nos dejan loas autores referidos, es que debemos reflexionar e imaginar nuestras obras, lo que hacemos, porque eso es lo único que podemos hacer por la comunidad: imaginarla constantemente. Y la imaginación no es simplemente tener un proyecto de cómo debería ser, al contrario: es el conjunto de obras que realizamos en el mundo.

Foucault nos invitó a imaginar, ni a militar ni a eliminar. Simbólicamente, nos invitó a evitar tanto la bandera como la hoguera.

Nicolás Ried*

*Ciencias del Derecho, Universidad de Chile

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