Experiencias de organización y producción autogestionadas en Buenos Aires
En plena época de crisis económica muchos trabajadores argentinos, desde hace ya una década, demuestran que no es el dinero el que produce riqueza sino que el trabajo. Se calcula que son más de 350 empresas gestionadas por sus trabajadores en Argentina, ya sea bajo la forma de control obrero o cooperativas. Llamadas fábricas sin patrones, toman decisiones en asambleas, tienen iguales salarios y sobrevivieron gracias a la solidaridad de vecinos, organizaciones sociales y legislaciones de bien común.
“¿Qué hacemos?”, fue la pregunta que asaltó a los vecinos del barrio Almagro de Buenos Aires cuando la crisis económica del 2001 dejó a vendedores, oficinistas y profesionales, de un día a otro, sin empleo y de brazos cruzados.
En los diez años previos las políticas de ajuste neoliberal del presidente Carlos Menem se privatizaron las empresas estatales, se vendieron los servicios públicos y la sobrevaluación ficticia del peso argentino puesto en paridad con el dólar desmanteló la industria y el año 2000 dejó a un 21% de los argentinos cesantes.
Si en 1998 en el gran Buenos Aires quienes vivían bajo el umbral de la pobreza representaban el 25,9% de la población, el 2001 la cifra llegó al 35,4%. Cientos de miles de argentinos se vieron sin empleo y junto a ello, cayeron en una situación vulnerable y crítica. El “corralito”, que bloqueó las cuentas bancarias de la clase media, produjo otro golpe a la población, dejando a muchos en la calles, con sus ahorros perdidos y sin esperanza de recuperación. Los servicios privatizados aumentaron los costos mientras los salarios se congelaban o incluso bajaban. El presupuesto público para acción social bajó y el Estado disminuyó mucho más su rol regulador y protector. Lo peor del neoliberalismo cayó sobre argentinas y argentinos.
Hubo diversidad de reacciones. También organización y movilización. Sectores de clase media afectados por el “corralito” se unieron con los piqueteros. Los trabajadores y estudiantes apretaron en sus movilizaciones. La crisis sacó a los argentinos a la calle al grito de “¡Que se vayan todos!”. Ya eran los tiempos de la presidencia de Fernando De la Rúa y la crisis, con el pueblo movilizado, lo hizo huir de la Casa Rosada, el 20 de diciembre de 2011.
En lo cotidiano, los vecinos comenzaron a socializar sus problemas. En el barrio Almagro se formó la Comisión de Desocupados de la Asamblea Popular. Una olla común por aquí, un club de trueques por allá o una feria de emprendedores fueron las primeras experiencias de organización y sobrevivencia.
Al mismo tiempo llegaba el rumor de que los trabajadores de muchas empresas cuyos patrones comenzaron a desmantelarlas, se las habían tomado y se disponían a hacerlas producir.
PANADERIA EN EL BARRIO ALMAGRO
Los primeros meses de 2002, en el barrio Almagro tenían claro que el principal esfuerzo debía ser la creación de un empleo autogestivo. Y como uno de los desocupados tenía unas máquinas de panadería en un local que no podía pagar el alquiler, decidieron ir a recuperarlas. En junio, las gestiones con el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires permitieron que un predio abandonado en calle Franklin 26 se les pasara en comodato. Los nueve integrantes estuvieron una semana entera sacando basura, desratizando y limpiando el lugar. “No había luz ni agua ni baños. Nada, sólo una letrina que si pasabas a diez metros te desmayabas”, contó Walter Blanco, uno de los gestores de la cooperativa.
Consiguieron plata con familiares, vecinos y amigos para poder armar la panadería y a través de gestiones con estudiantes, firmaron un contrato con la Secretaría de Educación para proveer de colaciones a algunas escuelas. “No teníamos capital de trabajo y ellos pagaban a 40 días”, recordó Walter.
Los ingresos eran mínimos, pero la panadería comenzó a ser conocida en el barrio, proveyeron de pan a fábricas recuperadas y salían a vender el alimento calentito en las plazas. Un préstamo de familiares permitió que compraran un horno pizzero y un subsidio del Ministerio de Desarrollo Social les posibilitó comprar un horno rotativo.
Silvia Díaz, ex diputada bonaerense y candidata a vicepresidenta en 1989, es integrante de La Cacerola. “De las 800 viandas que empezamos a repartir en el día, en dos o tres meses llegamos a 2.400. Entraba dinero, comprábamos insumos, producíamos más y muchas veces no nos quedaba nada. Reinvertíamos permanentemente y pudimos empezar a dar un par de saltos: Comprar maquinaria, mejorar las cosas, pero los ingresos nuestros… nada”.
Así fue hasta el 2004.
Organizarse en asamblea fue otro desafío. Walter narró: “Nos fuimos dando diferentes formas. Para organizar el trabajo formamos un consejo de administración, nombramos a un responsable general de producción, un coordinador y encargados y responsables en cada sector. Hacíamos reuniones en consejo ampliado para que todos participaran”.
Recién el 2006 lograron consolidarse. Para ampliar el local contaron con la ayuda de obreros de otras fábricas que los guiaron en la construcción. A medida que la demanda creció, se aumentó el número de cupos para trabajar. A esa fecha eran 40 los trabajadores de La Cacerola. Unos se quedaban, otros partían, pero a diferencia de las empresas patronales, cada ganancia era repartida entre los trabajadores.
Así pasó cuando lograron que se les reconsiderara el precio de las viandas escolares. Como el pago fue retroactivo y recibieron 125 mil pesos (15 millones de pesos chilenos) decidieron en asamblea el destino de esas platas. “Una parte quedó para la cooperativa para reinversiones y el resto fue repartido entre los compañeros que habían trabajado en la cooperativa durante el periodo de la reconsideración. Los llamamos a todos los que alguna vez trabajaron con nosotros y vaya sorpresa que se llevaron. Unos seis mil pesos recibieron, que eran dos sueldos de lo que percibíamos esos días”, explicó Walter.
DE FÁBRICA BRUKMAN A COOPERATIVA 18 DE DICIEMBRE
Delicia Millahual recordó que un día el gerente de la fábrica Brukman la citó a una reunión en el Ministerio del Trabajo. De origen chileno, llevaba unos 20 años trabajando como costurera en la fábrica de trajes y en la reunión le anunciaron que rebajarían en 50 por ciento su sueldo. “Tiene dos alternativas: firma o la despedimos”, le dijeron.
Semanas antes habían despedido a 115 empleados. La tónica era la misma. En una camioneta se los llevaban al Ministerio para una reunión en la que las alternativas eran aceptar la rebaja de sueldo o el despido. La falta de trabajo en plena crisis del 2001 provocaba que muchos aceptaran. Como Delicia no aceptó, cuando llegó a su hogar encontró la notificación de despido.
La fábrica de ropa pertenecía a la sucesión Brukman. Su gerente, Jacobo Brukman, vio cómo desde 1995 el negocio de confeccionar ternos se deshilachaba. Si a fines de los ’80 llegó a tener 470 trabajadores, cuando estalla la crisis ya estaba despedida más de la mitad de los empleados. Los salarios fueron reducidos. Había semanas en que pagaban dos dólares por los siete días.
En diciembre de 2001, Jacobo llamó a convocatoria de acreedores. La quiebra estaba a un paso. Juan Carlos Rigimi, de la sección de planchado, manifestó que “los tipos habían vaciado la empresa. Se llevaron mucha guita (plata), se seguían endeudando y no invertían nada en la empresa”.
Los 22 trabajadores que quedaron, observaron impotentes el desmantelamiento de la fábrica. Se reunieron y se preguntaron ¿qué hacemos?, ¿un paro?, ¿una huelga de brazos caídos?, ¿nos tomamos la fábrica?
Algunos propusieron la toma; otros temían que llegara la policía y los detuviera. Pero todos tenían la convicción de que así no podían seguir. En la primera asamblea que hicieron, el 18 de diciembre del 2001, decidieron tomarse la fábrica. La mayoría eran mujeres.
Juan Carlos contó que “Jacobo Brukman se fue y quedamos esperando que nos pagaran el sueldo. Pero como no volvió más, estuvimos casi un año sin sueldos”. No sólo se fue con los sueldos, también con la plata de las jubilaciones, la cuota sindical, los aguinaldos y el seguro de salud.
Pese a la adversidad, los trabajadores tenían la convicción de que con la fábrica a su cargo tenían que hacerla volver a funcionar. Había que pagar las cuentas de luz, agua y teléfono y debían negociar con los proveedores para poder producir. En el proceso llamaron a Delicia y a otros trabajadores para que se reintegraran. “Era muy grande la fábrica para tan poca gente”, comentó Juan Carlos.
Para poder funcionar, los trabajadores formaron co misiones de ventas, mantenimiento, insumos, prensa y de contactos con clientes. En enero de 2002 todos los antiguos clientes se fueron, y los trabajadores comenzaron a recorrer ciudades y provincias buscando pedidos de trabajo. Al mes les llegó el primer cliente: una partida de bermudas de la firma Port Said. Con eso pudieron pagar las cuentas.
A la vez, propusieron a la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires un proyecto legal para estatizar la fábrica y dejarla bajo control obrero. La moción fue rechazada y la patronal pidió el desalojo. El 17 de marzo de 2002 ocurrió el primero, pero al tiempo los trabajadores volvieron a ocupar la empresa.
Los patrones acusaron a los trabajadores de haber robado las máquinas y logran un segundo desalojo en diciembre de 2002, a cargo de policías y mercenarios. Pero tras cada desalojo, los trabajadores volvieron a la fábrica para echarla a andar.
El 18 de abril de 2003 fueron nuevamente expulsados. Fue tan violento que no les quedó otra que continuar la lucha en la calle. Estuvieron ocho meses y 11 días con una carpa instalada en una plaza contigua a la fábrica, lo que despertó la solidaridad de las asambleas barriales y organizaciones sociales.
Pasaron el invierno, el frío y la lluvia y la carpa se vaciaba. Apenas podían sobrevivir recolectando dinero en universidades o eventos. También les salían pedidos, como unos dos mil pañuelos mandados a hacer para un colectivo inglés antiglobalización que los estrenaría en la protesta contra el G-8 en México.
Pero a fines de ese año las nubes se disiparon. Una solución transitoria de la Legislatura expropió temporalmente Brukman, declarada en quiebra, y la entregó en comodato a la Cooperativa 18 de Diciembre. Ya habían cambiado de nombre y decidieron ponerle la fecha de la primera asamblea.
Hoy dan trabajo a más de 60 personas -la mayoría mujeres-, tienen un reglamento interno y toman las decisiones en asambleas. No hay jefes ni patrones. Decidieron así entrar a las seis de la mañana y concluir las labores a las tres de la tarde. El sueldo es de tres mil pesos ($360.000 pesos chilenos -que es el salario promedio en Chile).
Delicia detalló que “se trabaja a conciencia, porque ante tus compañeros no vas a andar sacando la vuelta”. Juan Carlos añadió que para organizarse “y que esto no sea un quilombo, partimos de la autodisciplina, que es yo cumplo, vos cumplís; vos no cumplís, yo no cumplo”.
Tienen contador y fiscalización hecha por fiscales elegidos en la asamblea a la que rinden cuentas y al síndico de la Cooperativa. Todo ahora es hecho por ellos. Es simple, según Delicia, porque “siempre el trabajador sabe donde empieza el trabajo y donde termina”.
LA EXPERIENCIA QUE QUEDA
Waldo Lao, investigador de la Universidad de São Paulo, observó que pese a que estas experiencias “están insertas en la lógica del capital y de la economía de mercado, viabilizan otras formas de relación, que pasan por la división igualitaria de los salarios, las decisiones colectivas y por la socialización de espacios para crear actividades para su comunidad”.
A juicio de Silvia Díaz, estas cooperativas son “una herramienta de lucha, una experiencia que demuestra que los trabajadores somos capaces de generar nuestras propias unidades productivas. Esto es importante en lo inmediato, en periodos de crisis de un modelo que genera desocupación constante. También por lo que nos abre sobre la sociedad por venir. No es trasladar todo mecánicamente y que todos sean cooperativas, pero aportan a la construcción de un modelo social”.
Agregó que se asiste a “la transformación del sujeto social, que viene del asalariado o de la cesantía, en un sujeto autogestivo. Su subjetividad, su conciencia, sus valores es un proceso que tiene una velocidad distinta a la exigencia de responder al mercado, que es una jungla”.
La Cacerola es hoy un café, panadería y entrega colaciones a los colegios de la provincia; la ex Brukman tiene pedidos para el 2011 y 2012, como los uniformes de Aerolíneas Argentinas, por ejemplo.
Ahora, las cooperativas y fábricas sin patrón apuntan a una ley que les permita acceder a créditos para renovar maquinarias y así ser competitivas. Otras tantas aún esperan una ley de expropiación que les permita certeza respecto de su futuro. “Si lo vemos desde donde surgimos hemos avanzado un montón, pero si lo vemos desde donde deberíamos estar ya, creo que falta mucho”, recalcó Silvia.
Por Mauricio Becerra Rebolledo
El Ciudadano Nº113, primera quincena noviembre 2011
Fotografías: Chat Perché / Mauricio Becerra
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