Hace poco más de un mes se realizó una nueva versión del Carnaval Mil Tambores de Valparaíso y, como casi todos los años, desató un debate público sobre la conveniencia de realizar el evento. Las redes sociales se inundaron de post de porteños a favor y en contra. Que la ciudad quedaba muy sucia, que se instalan carpas en la playa, que se llena de santiaguinos que se lo van a beber todo. Un tuit que resume un estado de opinión repetido en Valparaíso decía: “¿Por qué el «turista», sea este de otro país, otra región o de Santiago, debe tener prioridad por sobre el bienestar, tranquilidad y seguridad de los vecinos y vecinas de nuestra ciudad?”.
El evento coloca en tensión lo público y privado en una sociedad neoliberal. Falta de conciencia pública, que no es otra cosa que conciencia del otro, tanto del que ensucia como el que no tolera el encuentro de las batucadas porteñas. La falta de senso público tanto del que mea en cualquier lugar; y la moral securitaria de quien aceptó que la tranquilidad de su barrio es posible al mismo tiempo que una parte importante de la misma ciudad que se habita, está contenida fuera, allá en los extramuros, allá al final de Playa Ancha. Ese otro lugar de las grandes ciudades contado por las pantallas de televisión, de habla flaite, muchas veces protagonista de asaltos.
Un debate que pone en tensión lo que esperamos del espacio público en una sociedad neoliberal, que ha reducido su concepción a una agregación de espacios propietarios, pero que tiene entre sus finos límites ese muro meado o esa puerta salpicada con vómitos. Ese espacio capilar del que nadie se hace cargo, ese territorio en que no cabe otra cosa que la disputa por quien se impone. Es cuando aflora el individualismo del chileno en fiesta, para quien tampoco el otro existe cuando mea el kiosco o lanza la botella de vidrio vacía al aire. Al momento de soltarla, en ese territorio vacío entre su sed satisfecha y la mala suerte de la cabeza de alguien a unos metros más allá, se anuncia el estallido de cualquier noción de comunidad. El yo no me preocupo por lo que pasa más allá de mi metro cuadrado tiene ahí uno de sus efectos.
UNA FIESTA PORTEÑA
Mil Tambores fue iniciativa del Centro Cultural de Playa Ancha hace ya más de una década. Durante los meses previos diferentes escuelas de batucadas y grupos de danza de los cerros porteños y de carreras artísticas se preparan para ofrecer lo mejor de sí en el evento. La juventud bullente y bulliciosa es también espacio de fiesta, suspendiendo por algunos días el transcurrir de la ciudad puerto. Una novedosa política del espacio público y de sus posibilidades, que apuesta por un uso no autorizado en el Chile de los últimos siglos, entrenado para mirar con distancia las fiestas. En dictadura la imagen del carnaval era una noticia una vez al año del carnaval de Rio de Janeiro, cuyos close up a la morena del Sambódromo de Sapucaí era acompañado en el relato de Javier Miranda del número de muertos. Los carnavales son de otras tierras, de otras costumbres es el relato que nos inventó un pasado conservados campesino.
El historiador Armando de Ramón en su historia de Santiago nos cuenta de que desde la Colonia se hacían carnavales y fiestas de máscaras que duraban varios días. La fiesta se extendía en época de cuaresma, desde mediados de enero hasta mediados de febrero, y duró hasta comienzos del siglo XX en varios barrios de las grandes ciudades hasta que el disciplinamiento cultural de los sectores subalternos a manos de la oligarquía modernizante acabó con la fiesta y enrieló al país en ese ideario de país sobrio y solemne. Las fiestas de la primavera duraron hasta 1973 y en Valparaíso duraban hasta dos semanas. Luego vino el golpe, la gestión militar del espacio público y el toque de queda.
En sus primeras versiones, las batucadas y los comparsas fueron dispersados por la policía, allá a comienzos del siglo XXI. La razón de siempre: porque no habían pedido permiso a las autoridades para la manifestación. Punto de tensión entre el viejo orden y las incipientes nuevas formas de uso del espacio público. Tal vez Mil Tambores anunciaba el divorcio entre las nuevas generaciones y la élite concertacionista más acostumbrada al compás de las marchas militares de los 21 de mayo. Los uniformes gallardos de los soldados pasando ante el monumento a Prat eran más vistosos para la foto de la transición que cientos de jóvenes de mil pintas al ritmo de batucadas.
Del carnaval pasaríamos con los años al pandemonium. Al principio la sociedad progre porteña (la que de seguro votó por Sharp) vio con simpatías el carnaval. Era el apoyo a la expresión de los cerros y el mundo popular. Pero lentamente el sonido de las batucadas ensayando las mañanas de los sábados cerca de la ventana, las calles llenas de gente, la presencia de jóvenes de las periferias de Santiago que vienen a un fin de semana con lo puesto y machetean monedas para comprar las cajas de vino, la contaminación acústica y la fetidez de litros de orina vertidos en las esquinas al salir el sol que sigue a la fiesta, transformaron la aprobación de quienes se fueron haciendo viejos en un cerrado rechazo al evento.
Una lectura conservadora la entrega el escritor Marcelo Mellado, quien describe Mil Tambores diciendo: “grafitean, mean, cagan las escalera.. digamos… se copetean, trafican, huevean, te arruinan la vida. Todos los artisticuchos que están tamborileando ahí en las escaleras, cerca de la casa de uno… que le hacen la vida imposible a las pobres viejas que alimentan los gatos que tienen que salir a limpiar la cagá que dejan los pendejos tomando chela en mi barrio y en todos los otros barrios”.
Su hermano, el crítico de arte Justo Pastor Mellado, remata diciendo: “empieza la africanización, la barbarie”.
O tal vez sea que los fuimos estudiantes, bebimos en la calle y no encontramos algún lugar para mear, estamos más viejos. El peso centenario del miedo al carnaval en Chile se mantiene muy bien en vecinos progres de los cerros porteños. Impera la racionalidad del ‘no en mi patio trasero’. Un discurso similar al repetido “es que los chilenos no sabemos tomar”, que justifica que Chile no se pueda beber en la calle. Dicho discurso es dicho muchas veces por quienes más de alguna vez bebieron en una plaza o la policía les rompió las botellas de cerveza.
LA CIUDAD DEL ESTADO MÍNIMO
Los medios acostumbran titular las noticias acabado Mil Tambores mostrando calles repletas de cajas de vino, latas, zapatos. Calculan toneladas de basura y acompañan con cuñas de molestos porteños. Esta pugna entre los vecinos y los visitantes ensombrece a un tercer actor: las instituciones públicas.
En Rio de Janeiro cada escuela de samba que pasa por las calles de la ciudad es seguida de un ejército de garis (aseadores) y todo el equipo de limpieza desplegado. Es tan así su importancia y presencia para la Prefectura que acostumbran a hacer huelgas salariales cada año en los días previos al carnaval. En Barcelona la celebración del año nuevo acontece igual: cientos de aseadores y decenas de máquinas limpiando la ciudad; así también en Londres en el Carnaval de Notting Hill cada agosto.
Así ocurre también con la provisión de baños públicos. En Valparaíso se vieron en las calles durante el reciente Mil Tambores apenas dos.
Las recientes elecciones municipales produjeron una nueva mayoría ciudadana que colocó a un joven puntarenense como alcalde de la ciudad. Un joven que, como muchos, llegó a estudiar al puerto y se fue quedando. Que debe haber bebido en las calles escondido de los pacos más de alguna vez o fumado un porro y que, de seguro se sumó a la masa hormigueante de Mil Tambores. La ciudad requiere un nuevo trato y eso se espera de las políticas públicas. Incluso ante actividades autogestionadas, pero que exigen un importante concurso por parte del municipio. El carnaval Mil Tambores también implica una sensata gestión. El futuro de la fiesta también depende de correctas decisiones públicas.
Mauricio Becerra R.
@kalidoscop
El Ciudadano
Fotos: Orl rival