La derecha intelectual ha salido con garras y dientes a defender a su gran “guagua neoliberal” para la educación: el SIMCE. Organizados desde medios como El Mercurio, La Tercera, el Parlamento y sus centros de estudios, han reaccionado airados ante la indicación de la Ley de Presupuesto, que suspendería la publicación de rankings escolares basándose en puntajes SIMCE. Incluyen acciones frente a la Contraloría General de la República y el Tribunal Constitucional, para detener la indicación legal que aprobada. Y es que el SIMCE, más allá de esta indicación, está enredado con variados articulados legales que permiten la continuidad del proyecto neoliberal en Chile.
Chile, en su experimento “made in Chicago Boys”, aún no culmina de concretar el ideal de los neoliberales. En la cabeza de ellos existe un futuro que marcaría el fin del experimento: el “mercado perfecto”. Suena casi como idea libertaria: que sean los humanos, libres de ataduras morales, los que intercambien sus bienes y servicios, y le pongan precio al intercambio de acuerdo a sus propios juicios racionales, y quienes no sean exitosos de participar en un tipo de intercambio, lo hagan en otro. Sin intermediarios, sin Estado.
Pero lo lamentable es que no pueden prescindir del Estado. Cada vez que pueden, requieren que el Estado les resuelva sus problemas de humanos libres como, por ejemplo, pagarles por tener un SIMCE.
El SIMCE lleva 26 años buscando organizar un mercado perfecto donde antes hubo un amplio e inacabado proyecto de educación pública. Y es que los mercados no se pueden organizar por decreto, como les hubiese gustado a los amantes de la dictadura. Transformar algo desde lo público -en la mente y la legalidad de una población- a una mercancía requiere de un proyecto cultural que cambie la subjetividad de la población, con el fin de que consientan a involucrarse en el intercambio.
De allí que nazca la necesidad de “objetivar” lo que se intercambia, que en este caso es una abstracción: la calidad de la educación. Así, en el proyecto cultural se naturaliza la contradicción “medir la calidad”, y se asume como un deber, como una necesidad para el mercado: la calidad entendida como “cantidad de algo” es intercambiable por una cantidad de dinero.
Para el sueño e ideal neoliberal, eso era sólo posible si se extirpaba la noción de que la educación es un bien público (un derecho), y se constituyera una nueva subjetividad que justificara que fuese correcto y normal cobrar por la educación.
Por eso, a los neoliberales, y en particular a los economistas, no les importa si es el SIMCE u otro “objetivador” el que exista, sólo les importa que exista un instrumento que pueda realizar el mercado perfecto. A propósito del debate actual respecto al SIMCE y la calidad, estos economistas y neoliberales han hecho transparentes sus posiciones (vea un ejemplo de sus argumentos acá, otro acá, otro acá, y otro acá).
La reacción orgánica de la derecha que defiende el SIMCE indica lo sensible que es el instrumento para los defensores del modelo. Para detener el cuestionamiento a la publicación de los rankings escolares, han recurrido al artificioso acuerdo constitucional que hoy nos rige. Han abierto los cuadernos de campo de los Chicago Boys, para recordarle al país que el experimento neoliberal aún no ha terminado.
En 1983, cinco años antes de crearse el SIMCE, el ex-ministro de educación de Pinochet, Alfredo Prieto, recomendaba adoptar una prueba que permitiera al sistema educacional crear una de “las principales herramientas para hacer efectivas, reales y operativas el resto de las medidas que conforman la modernización educacional”.
Por supuesto, la modernización educacional correspondía a todo el proceso de transformación del Estado, que instaló la Constitución de Pinochet. Prieto abogaba por hacer el futuro SIMCE con el fin de darle coherencia a la educación con el legado de la dictadura. Prieto consideraba al SIMCE como una de las principales herramientas para hacer operativo el “mercado perfecto”, imaginado por los neoliberales.
Por eso salieron en defensa del SIMCE, 26 años después de inventado, 31 años después que Prieto les dijera lo importante que era tener el SIMCE.
Este debate estructural sobre el SIMCE y su relación con el mercado en educación, ha sido obviado por el Gobierno. En su desprecio por el debate radical, el Gobierno de Bachelet no consideró al SIMCE como una prioridad del presuntuoso “cambio de paradigma”. Quizá en las bien intencionadas mentes de la Nueva Mayoría persiste una subjetividad neoliberal que otorga una ilusión de cambio radical, pero que ocurre en los límites de la institucionalidad dictatorial.
Un buen ejemplo de tal desprecio es la creación improvisada de una comisión del SIMCE que no tiene ninguna posibilidad de hacer algo radical para modificar el destino del experimento neoliberal. De hecho, el gobierno asume esta comisión con la misma lógica de cuoteo que ha caracterizado a la pactada post-dictadura, y se la encarga a una acérrima defensora del SIMCE. Y en su torpeza política sobre el debate de calidad educativa, el gobierno se pierde la oportunidad de instalar un debate profundo sobre el SIMCE, y acepta la agenda de la derecha y sus reaccionarios.
Naturaliza al SIMCE en el manto de la “objetividad” y le quita su carácter político, su carácter opresivo, su función como organizador del paradigma que el gobierno quiere “cambiar”.
Una verdadera voluntad para cambiar un paradigma debiese reconocer el rol del SIMCE en la estructura del modelo de mercado en la educación chilena. La acumulación de anomalías, como las descritas en torno al rol del SIMCE en la selección de escuelas, debiesen alertar al Gobierno sobre dónde encontrar los nudos del modelo educativo de mercado.
Tanto la reacción de la derecha, orgánica, como el estudio del origen del SIMCE, sugieren que éste está en el centro de la articulación del experimento neoliberal en la educación de Chile y su ilusoria construcción de un mercado perfecto.
Si se quiere desmantelar este paradigma, es necesaria la existencia de una agenda legislativa enérgica de parte de las fuerzas progresistas dentro y fuera del gobierno para desmantelar los vínculos del SIMCE con los diversos mecanismos de política pública. Ello, al menos, permitiría discutir si es que estamos o no por un cambio de paradigma.
Fuente: El Quinto Poder