Al hablar del año 1973, en Chile, se nos vienen a la memoria un sinfín de recuerdos y vivencias, las múltiples historias relatadas por quienes vivieron esa época y los hechos que la justicia, luego de muchos años y dificultades, ha ido exponiendo a la luz pública.
Independientemente de nuestra posición política, a esta altura la historia ha sido categórica y ha demostrado en forma indesmentible las terribles experiencias que sufrieron en esos años muchos compatriotas. Algunos por tener -y practicar- una ideología perseguida por el poder militar y otros, simplemente por la mala fortuna de estar en el lugar y en el tiempo no indicados.
Tal es el caso que presentamos a continuación: una persona que sin haber militado y ni siquiera ser simpatizante de algún partido político, sufrió múltiples vejámenes y que recién, luego de 33 años, es capaz de relatar públicamente su experiencia y -aún más- compartir todo ello a su esposa, permitiéndole sacar una espina que por tres décadas le carcomía el alma.
Pedro Segundo Calisto Molina, hoy de casi 53 años, es un paillaquino que -por esas casualidades de la vida- a los 20 años se encontraba en Panguipulli, a 5 kilómetros de Chapullén, en la propiedad de Segundo Chincolef (muy cerca del río Cayupán). Para ser más específico entre Coñaripe y Lican-Ray.
“Viajaba a Pucura y en el camino me encuentro a dos amigos y nos pusimos a conversar sobre el fútbol. En eso estábamos, cuando aparece un jeep de los militares con cuatro ocupantes y se bajan tres de ellos con total prepotencia, diciéndonos: ‘aquí los queríamos pillar, comunistas tales por cuales’ y sin mediar palabra nos comienzan a golpear con sus fusiles en todo el cuerpo”, recuerda Calisto.
Tal fue la golpiza, dice don Pedro, que dejaron moribundos a los amigos. Como si fuera poco, los militares le arrancaron el pelo con una máquina. “En esos años estaba muy de moda usar el pelo largo. Yo lo llevaba hasta los hombros y ellos me lo arrancaban con tal brutalidad, que quedé en estado de shock”. Agrega: “Mientras nos golpeaban, nos decían que devolviéramos las armas que Allende nos había enviado. Prometían que nos amarrarían con alambre y nos tirarían por un puente que tiene 15 metros de altura. Producto de la golpiza, perdí el conocimiento. No supe nada más de mí, ni de mis amigos. A los cuatro días me despierto y me encontraba sin ropa”.
CON UN FUSÍL EN LA SIEN
Calisto nos comenta que despertó en una casa que no era la suya y que se encontraba sin ropa porque ésta no le cabía, por lo hinchado que estaba su cuerpo a causa de los golpes. Lo acogió una señora amiga, María Caripán, quien le prestó los primeros auxilios y a quien señala como su “salvadora”.
Al recobrar el conocimiento, el dolor se mezclaba con una pena enorme pues se percató de que ya no le quedaba nada de la que había sido una reluciente dentadura. En la golpiza, habían destrozado todas sus piezas dentales.
La señora, con admirable paciencia se encargó, durante su recuperación, de administrarle alimentos molidos y curar sus múltiples heridas.
Calisto recuerda que -pasados ya cerca de dos meses- se encontraba algo más restablecido, cuando un día golpean la puerta de la humilde morada que lo había cobijado. Eran funcionarios del ejército que preguntaban a María Caripán quién estaba alojado en su casa. Ella les contestó que había una persona herida por militares. De inmediato los uniformados ingresaron y, apoyando un fusil en la sien de Calisto, comenzaron un nuevo interrogatorio.
Le preguntaron por su ciudad de origen y luego, si conocía a algún carabinero paillaquino. Nuestro entrevistado respondió que sólo conocía a algunos, dándoles los nombres. El militar del fusil, mientras tanto, buscaba su nombre en una lista de papel muy larga, donde tenían a “los más buscados” en ese entonces.
Dice don Pedro: “Yo en ese momento me encontraba más muerto que vivo. Imagínese si a usted le ponen un fusil en la cabeza durante 20 minutos, haciéndolo sonar como si lo prepararan para disparar. Ha sido algo que nunca he olvidado y que he llevado durante todo este tiempo en mi recuerdo”.
SECUELAS IRREVERSIBLES LE HICIERON ROMPER EL SILENCIO
“Mi sufrimiento lo guardé durante todo este tiempo. No tuve el valor de contarles a mis padres lo que padecí. Consideraba que ellos no se merecían sufrir conmigo por estos vejámenes”, argumenta don Pedro, y agrega: “Nunca nadie supo de esto hasta ahora. En la actualidad me encuentro muy enfermo y he hecho un esfuerzo para contarle a mi mujer. Lo he hecho principalmente para no llevarme este secreto a la tumba y porque creo que ella merece saber. Tengo 52 años y ya casi no puedo caminar. Mi visión esta muy mala, actualmente ya no veo producto de los golpes recibidos en mi cabeza, al igual que mi columna y mis riñones. Mi valor de hombre nunca me había permitido llorar, pero una vez que hablé con mi mujer y le conté de mi pesar, ha sido como sacarme un nudo de la garganta: he llorado como un niño destetado de su madre. He sufrido un daño irreversible que no se me podrá pagar con nada en el mundo. Es un dolor muy grande”– asegura, muy afectado, don Pedro.
En la actualidad, Calisto convive con un coágulo cerebral inoperable, según nos demuestra a través de unas radiografías tomadas hace algún tiempo. Tal es la complejidad de este problema que, en caso de ser intervenido quirúrgicamente, podría provocarle la muerte.
Al consultarle si ha postulado a alguno de los beneficios que otorga el Estado a las personas vulneradas en sus derechos en tiempos de dictadura, don Pedro nos señaló que nunca fue su intención lucrarse de esto. Además, como nunca había contado su terrible experiencia a nadie, difícilmente pudo informar a las autoridades respectivas para recibir alguna indemnización. Menos aún emprendió acciones legales contra quienes le golpearon y torturaron junto a sus amigos. Ni siquiera se enteró de sus identidades.
Hoy don Pedro vive junto a su esposa, Myriam Peña, en Paillaco. Sus dos hijos ya se independizaron y viven en Valdivia.
El matrimonio subsiste con una pensión asistencial de cuarenta mil pesos entregada a Calisto, debido a sus problemas a la vista. El concejal paillaquino José Aravena, adquirió un compromiso con la familia de entregar una ayuda económica mensual. Con esto deben sobrevivir y pagar sus gastos de arriendo y necesidades básicas.
Cuando pareciera que ya está dicho y hecho casi todo en relación a la época trágica que vivieron los derechos ciudadanos -en particular el derecho a la vida- en el periodo dictatorial, aún nos encontramos con testimonios conmovedores, como el de don Pedro Calisto. Sabemos que no son pocos, en especial en sectores rurales de la provincia, quienes vivieron experiencias parecidas y -por lo traumático de las mismas- nunca se han atrevido a revelarlas. Es una deuda pendiente que difícilmente la historia podrá terminar de pagar. Sólo nos queda hacer fuerza -todos- para que en nuestro país jamás vuelvan a repetirse hechos similares.
Juan Delgadillo