En Montevideo -según cifras estimadas por distintos organismos públicos- hay cerca de 500 casas y 80 edificios abandonados, unas 55 mil viviendas desocupadas y más de 300 mil personas sin un lugar donde vivir.
Hasta hace poco, un grafiti sobre las chapas de una obra en Mercedes y Florida resumía: «Tanta casa sin gente y tanta gente sin casa». A algunos no les queda otra salida que ocupar. Sobre cómo viven, cómo se organizan y con qué sueñan los vecinos de un edificio tomado trata esta nota.
A fines de 2010 la Defensoría del Vecino de Montevideo contaba con apenas 20 denuncias de abandono y ocupación «de fincas» en condiciones de «altísima precariedad»: sin saneamiento, luz ni agua.
«Los que rompen más los ojos son los edificios, lugares tugurizados que fueron saqueados y luego ocupados, en los que se instalaron personas desesperadas por no tener otro lugar donde vivir y también redes delictivas que usaban esos edificios como escondite», comentó a Elena Goiriena, asistente social que asesora a la Defensoría en el tema.
Quienes en general alertan sobre las ocupaciones son los vecinos cercanos, que denuncian situaciones de insalubridad e inseguridad. En Montevideo -según cifras estimadas por distintos organismos públicos- hay cerca de 500 casas y 80 edificios abandonados, unas 55 mil viviendas desocupadas y más de 300 mil personas sin un lugar donde vivir.
Hace mucho tiempo ya que se sabe de esa ecuación entre casas vacías y gente con necesidad de vivienda, pero por muchos motivos el problema no termina de resolverse. Incluso hay quienes aseguran que el déficit habitacional de Uruguay es más de acceso que de infraestructura. Y en ese entendido sorprende que las ocupaciones sean tan pocas. Aunque se registran algunas, no se trata de un movimiento pro-okupa, sino de casos aislados, situaciones de desborde familiar o desesperación.
Distinto a lo de los squatts en la Inglaterra de Margaret Thatcher, esa que parió al punk y al movimiento que ocupó los edificios vaciados por la crisis, o la ocupación masiva del parque Indoamericano en Buenos Aires el año pasado.
Hay una novela de Doris Lessing de comienzos de los ochenta llamada La buena terrorista que narra las peripecias de un grupo de ocupantes de una casa ruinosa, y sus esfuerzos, incluidas las negociaciones con las autoridades municipales, para poder vivir en el lugar. La posibilidad que se plantea en esa ficción, de que desde el Estado se brinde apoyo a los ocupantes para refaccionar los lugares donde ya están instalados y hacerlos habitables, estaría fuera de cuestión.
«En una situación en que tuvieras un grupo acotado de personas sin vivienda podría ser la solución ideal, pero en un momento de emergencia habitacional como el actual eso sería legitimar la ocupación como forma de acceso a una vivienda», argumenta Goiriena.
VECINOS, OKUPAS, DUEÑOS
Fue por las constantes denuncias y el ojo rojo de los noticieros que se difundió la ocupación del edificio de la ex mutualista Comaec, ubicado en bulevar Artigas y Maldonado.
La primera vez que la Defensoría actuó allí intentó ubicar a algún propietario que se hiciese cargo del lugar, tramitar y destrabar la situación de deuda que se había generado durante los años de abandono y encontrar un comprador.
Además debió hallar una solución para los ocupantes: 50 adultos y 18 menores de edad. La tarea duró cerca de un año y medio. Lo primero fue asegurarles la cédula de identidad y la tarjeta alimentaria del Ministerio de Desarrollo Social (Mides), ya que muchos carecían de documentación.
Según cuenta Goiriena, para las opciones de realojo manejadas se contemplaron las situaciones de cada familia y se puso en marcha un programa piloto de garantías y subsidios de alquiler. Se aseguró el seguimiento del proceso de realojo y el Ministerio de Vivienda se encargó de la paga del alquiler durante dos años: cada familia dispuso así de 12 ur mensuales con las que debían gestionar un lugar alternativo para vivir.
«El problema es que realojarlos no significa mandarlos para la periferia. Sus estrategias de supervivencia están vinculadas con el centro, si los mandás a un asentamiento los matás de hambre», afirma Goiriena.
Quizás uno de los temas centrales a la hora de desocupar un edificio es tener resuelto dónde reubicar a los ocupas. Sobre todo en una ciudad que hace tiempo que empuja hacia la periferia a los sectores más desfavorecidos, y cuyos habitantes han declarado en distintas encuestas que tienen miedo de vivir cerca de un pobre.
En el caso de Comaec, el edificio fue finalmente adquirido por el mismo grupo de comerciantes de la zona que hacía las denuncias, y fue demolido. Elena Antelo, coordinadora de la Región Centro del inau, comentó que con muchas de las familias realojadas fue necesario llevar a cabo un proceso que les permitiera volver a hacerse cargo de ciertas exigencias formales (asumir el pago de la luz, el agua, impuestos), de convivencia y cuidado de la casa.
Goiriena señala que en algunos casos replicaban las situaciones precarias de la vida que habían llevado durante la ocupación. A raíz de esa experiencia se comenzó a trabajar en la creación de un lugar, una pensión, una salida transitoria que funcione como lugar de aprendizaje de la gestión de una casa y donde se asegure el cuidado de los hijos a cargo. Según se adelantó, esta casa se ubicará entre los barrios Sur y Palermo y estará disponible durante los primeros meses de este año.
Tanto en los edificios ocupados como en las casas deshabitadas -que al no participar en el mercado inmobiliario empujan hacia arriba los precios de los alquileres- existe un tema sin resolver: la responsabilidad de los propietarios sobre sus bienes y el reconocimiento del fin social de las construcciones y la vivienda, en un país donde su posesión se ha entendido como una de las formas de inversión o de especulación más seguras y rentables. Desde la Defensoría afirman que uno de los caminos posibles para solucionar este problema sería la reglamentación de las responsabilidades de los propietarios y la aplicación de sanciones por incumplimiento, que ya se encuentran establecidas en la ley de ordenamiento territorial.
Otro de los caminos que se estudian, a partir de un proyecto de ley presentado por el diputado Alfredo Asti (fls) es la conformación de la figura de abandono, que permitiría al Estado actuar sobre las propiedades en desuso. Desde la Defensoría aseguran que la discusión se da en torno al derecho a la propiedad y su imprescriptibilidad.
EDIFICIO VARELA
¿Cómo no haberlo visto antes? ¿Cómo no recordar ese edificio que en vez de balcones tiene hileras de ropa tendida? Sobre la avenida José Pedro Varela, a media cuadra de Propios. El sol le pega a los fondos al mediodía. En el primer piso hay un pibe sentado en un sillón conversando con otro que está parado en la vereda. El pibe del sillón limpia vidrios en los semáforos. Es de los primeros que llegó al edificio, cuando estaba vacío y entraba para achicar y dormir. Como lo hacían algunos más.
Cuenta cómo la Policía entraba y los sacaban a palos al encontrarlos durmiendo. De cómo un día, a fines de setiembre de 2010, empezaron a llegar familias enteras que se iban distribuyendo a lo largo de las dos torres de cinco pisos. Ahora los treinta apartamentos están ocupados. Es un edificio sin terminar, abandonado por la empresa constructora que se fue con el fondo de las ventas de los apartamentos. Una sociedad anónima que desapareció dejando como testimonio ese esqueleto urbano. Desde el hueco que oficia como entrada al edificio, sale a la luz del día una gurisa flaquita con dos bidones que llena de agua en una de las canillas comunes.
Fueron dispuestas en diciembre de 2010 por un grupo de trabajo multidisciplinario (que incluye varios organismos estatales y municipales nucleados en la Mesa de Convivencia y Seguridad Ciudadana), a raíz de las denuncias de insalubridad radicadas por los vecinos del barrio. Pero ahora la situación ha cambiado, comenta el muchacho. Se ajusta los lentes de sol y señala en dirección a donde estaba sentado antes. El sillón ahora está ocupado por una muchacha con un bebé. Es su pareja, que tuvo una nena. Ahora, dice, debe pensar en ellas, antes él se las arreglaba en cualquier lado. La niña termina con los bidones y entra al edificio. Dentro hay un olor particular, pero no demasiado fuerte. Al no haber conexión con la red de saneamiento las aguas servidas van a dar a dos grandes recipientes instalados junto a las canillas, en lo que sería la zona de garages. Del lado derecho están los huecos de los ascensores que nunca se instalaron, y enseguida una escalera. Viene bajando una mujer muy menuda y arrugada. Lleva un gorro para el sol y cara de cansada. A su lado una niña baja los escalones saltando. Está feliz porque pasó de año, dice mostrando el carné que saca de su bolsito. En el tercer piso nos detenemos frente a una puerta de madera cerrada con un candado. La madre manda a la niña a jugar porque tiene que conversar con esta cronista y le dice que la espere, que ya baja. La casa es oscura. Las ventanas están tapiadas con maderas y la única luz viene de una bombita que lo tiñe todo de un tono naranja opaco. Ella y su compañero «hacen contenedores», y llegaron al edificio hace cerca de un año. Vivían en un asentamiento al costado de la ruta 8 pero sus hijos tuvieron problemas y decidieron irse. Vivieron en la calle hasta que supieron de este edificio. Tanto ella como los demás entrevistados dijeron que allí vivían mejor que donde estaban antes.
Según el censo realizado por el grupo de trabajo local, el 81 por ciento de los ocupantes opina lo mismo. La puerta del apartamento de al lado está abierta. Se ve un líving y una mujer que toma mate acompañada de un niño. A su casa sí entra la luz, porque le puso ventanas. Fue haciendo mejoras a fuerza de préstamos, metiéndose en deudas. También conectó el agua para el baño y la cocina por el exterior del edificio. Del baño sale otra niña, con el pelo mojado y aroma a champú. En el apartamento viven seis en total, sus hijos, ella y su compañero. Ella es empleada y su marido hace changas. Alquilaban una casa hasta que perdieron la garantía. Tampoco llegaban a alquilar mediante depósito. Un compañero de trabajo le habló del edificio. La situación apremiaba y el lugar estaba disponible. Pagó 10 mil pesos por su apartamento. Todo su sueldo de un mes para poder mudarse rápidamente, y el resto al mes siguiente. La reciente aparición de un posible comprador para el edificio se les comunicó a los ocupantes el día del censo. Ella mira alrededor y piensa en sacar las ventanas y los caños que puso, cuando se vaya.
La señora menudita vuelve. Ofrece llevarme al apartamento de otro muchacho porque «es muy lúcido y va a poder hablarte bien». Bajamos. Los corredores están vacíos y se escucha gente en los apartamentos. Entre las dos torres hay un pozo de aire atravesado por dos pasillos sin barandas y que parecen flotar. Desde allí se ven los patios del piso de más abajo, donde una niña juega con un perro flaco. Quien abre la puerta no tiene más de 25 años. Sonríe. Demoró en abrir porque estaba pintando la otra habitación. Se escucha la voz de Bob Marley y la cadencia cansina del reggae. Hay pocas cosas en esta casa, una mesa, un par de sillas, la mesada de la cocina, una garrafa y la heladera. La ventana junto a la puerta que da al pasillo está cerrada con madera, pero del otro lado hay un balcón por donde entra con fuerza el sol. En la pared sobre la mesa está perfectamente dibujada y pintada la cara del Che Guevara -esa que conocemos todos, la de la foto de Korda-, junto a la popular frase «Hay que endurecerse sin perder la ternura jamás». También las pintó él. Del otro lado, otro mural, el que hizo mientras su hijo estuvo internado y él no podía dormir. Llegaba de trabajar y pintaba, para recibirlo cuando se curara. Antes vivía en una casa chica con su compañera, su hijo y todo el resto de la familia. Eran 11 en total. Llegó junto al resto de los que poblaron el lugar, cuando todavía era un chiquero inhabitable, y pasó días limpiando.
Refaccionó con las cosas que tenía a mano, con un ojo en la volqueta de enfrente por si alguien tiraba algo que sirviera. Habla de las filtraciones y de los problemas de construcción del edificio, de las diferencias incluso entre un apartamento y otro, de que a pesar de todo para ellos el cambio también fue positivo, de las ventajas de poder vivir por primera vez en un lugar céntrico, de lo rápido que llega a trabajar. Es feriante y la cercanía implica alguna horita más de sueño en la madrugada. Durante la conversación otro niño le golpea la puerta para pedirle un favor. Es una constante, comenta. El relacionamiento entre los ocupantes se ha ido aceitando, incluso en cuanto a la limpieza de los lugares comunes del edificio. La puerta se abre de nuevo y entran la compañera del muchacho pintor de murales, su hermana y otra vecina, unos diez años mayor que todos ellos. La vecina también se fue de un asentamiento porque sus hijas estaban inseguras. Ella trabaja todo el día y las nenas quedaban solas. También afirma que en este lugar vive mejor. Sonríe y recuerda la primera vez que llovió estando ahí, de la alegría al ver que ahora su casa no terminaba inundada, de haberle zafado al lodazal del asentamiento.
¿Y qué pasa con los vecinos del barrio? ¿Se les han acercado? ¿Los integran? Todos afirman que no. Que lo único que reciben de quienes viven alrededor son las sospechas de creerlos responsables de todos los atracos y problemas de convivencia. Recuerdan la vez que vino la tele y de cómo buscaban la sangre y la delincuencia. La hermana comenta de la reacción de sorpresa del muchacho con el que empezaba a salir cuando le dijo que vivía en ese edificio. La conversación deriva sola hacia lo que pasará con el lugar. Ninguno de ellos tiene mucha idea de lo que les espera. Casi todos en ese lugar son jóvenes. Lo corrobora el censo realizado a fines de diciembre: más de la mitad son menores de edad y el resto personas aún en edad de tener hijos. Quieren saber sobre el Comaec, sobre las soluciones habitacionales que se dieron en ese caso. Cuento lo que sé. La vecina suelta un suspiro que trasluce sus esperanzas magulladas: «No creo que mi situación cambie demasiado cuando el subsidio del alquiler se termine dentro de dos años».
Por Eliana Gilet