Voces de los que no marchan

La televisión y el duopolio impreso y digital (esa dictadura simbólica/representacional que define la llamada ‘opinión pública’) han sido majaderos enfatizando la opinión de quienes se ven afectados durante los días de marcha, principalmente, en sus actividades comerciales

Voces de los que no marchan

Autor: Cristobal Cornejo

La televisión y el duopolio impreso y digital (esa dictadura simbólica/representacional que define la llamada ‘opinión pública’) han sido majaderos enfatizando la opinión de quienes se ven afectados durante los días de marcha, principalmente, en sus actividades comerciales. Pero siendo justos, entre los que no marchan las opiniones son diversas y basta mirar a ambos lados de la calle durante una marcha para darse cuenta.

 

Miles y miles atraviesan abrigados las calles de Santiago esta mañana. Mientras unos van a sus trabajos, otros se preparan para otra jornada de movilizaciones por una educación pública, gratuita y de calidad. Se miran silenciosos, casi desconfiados, podríamos aventurar. Años de marchas digeridas por la pantalla del televisor han sido efectivos (aunque no infalibles) en mantener distancia entre los que marchan y los que no; entre jóvenes y viejos, trabajadores y estudiantes, pacíficos y violentos y así con otros dicotomías. “¡A la calle los mirones, no se hagan los gueones!”, dice la tradicional consigna que exhorta a quienes miran quietos desde la vereda pasar a las multitudes movilizadas.

En la micro llena, el chofer averigua por radio la situación de las calles desviadas. “Ya estoy acostumbrado”, dice a los pasajeros que lo rodean y a un fiscalizador que los acompaña. Parece no molestarle el atochamiento. Maneja una 505 del Transantiago. Tiene dos hijos y asume con tranquilidad que deben estar rumbo o ya en Plaza Italia con sus compañeros del colegio en Renca. Más atrás, otras personas se lamentan el taco, miran el reloj, aunque otros parecen muy agradados en su asiento y escuchando quizás que cosa por los audífonos.

Miro a los jóvenes e intuyo que todos deben ir a la marcha. Luego volvería a encontrarlos, dándome la razón; así como a dos chicas que caminan por Compañía y a quienes distingo desde la ventana de la micro.

Don Carlos Molina no marcha. Está viejo, dice, mientras se apronta a buscar un sitio en el Cerro Santa Lucía para orinar. Un minuto antes lo vi cerrando una pancarta, en medio de la nada. Nadie lo mira y nadie lo ve. Le pido una fotografía. Su cartel muestra un afiche con varias insignias y un afiche con su foto, unos años más joven. Ex profesor normalista de la Abelardo Nuñez, lleva 40 años esperando el pago de la deuda histórica. En oraciones que tropiezan, me habla de Pinochet y de la deuda, y aunque no logro comprender todo, dice “esta es mi lucha” antes de retirarse con la mano en el cierre del pantalón.

Estoy viejo y me canso caminando, por eso no marcho. Pero igual vengo a apoyar. Las palabras de don Carlos me quedan grabadas cuando intento encontrar algún negocio abierto en la Alameda.  A la altura de Portugal, “El Chele” condimenta la lluvia con sopaipillas. Voy a cerrar pronto, dice, pero la vocación lo lleva a que en un día que anuncia lluvia no puedan faltar sus sopaipillas. No se muestra contrario ni afectado por la marcha, dice que le parece “bonito tanta gente”, pero “ojalá que no hayan desórdenes”. «Yo tambien marcharía si fuera joven», concluye.

Los “desórdenes” vendrían. Y muy pronto. Una marcha fragmentada por el accionar policial hace que avanzar sea lento y complicado. El agua lluvia potencia el ardor de los gases lacrimógenos, abundantes e indiscriminados. Pero a la vez potencia la ira de quienes deciden responder directamente y no levantar las manos alegando inocencia.

Casi una hora más tarde, Avenida España ve pasar al último grupo que quedaba bajando desde Alameda.  A la altura de Sazié, la tienda de abarrotes de un señor de mediana edad se ve de pronto llena de jóvenes que compran limones, cigarrillos, pañuelos desechables. Voy a cerrar, dice nervioso. Imagino que la escena del saqueo pasa como pesadilla por su cabeza de comerciante. Entra rápidamente la paloma de afuera y antes que baje la cortina le pregunto que le parece la marcha: Antes me parecía bien, cuando pasaba por la Alameda, dice. Ahora la desvían por esta calle y es peligroso. ¿Qué es lo peligroso?, le pregunto. Los cabros… muy violentos, dice.

Lo abordo con más preguntas. Reconoce que apoya la demanda de los estudiantes, pero no cuando “hacen leseras”. Le doy otra vuelta y termina diciendo que son los Carabineros a los que se les pasa la mano, que no tienen estrategia para parar a los cabros, que bastaría que trajeran caballos y listo. Sin gas ni lanzagua, dice. No como ahora: yo vivo con mi mamá, que está acá atrás.

Intento imaginar a la señora, recostada, tapando su boca y nariz con un pañuelo de abuela, mientras afuera el aire se torna verdoso cuando el zorrillo devuelve la bocanada. Una, dos, tres piedras sobre el acero, un dribleo del conductor, aplausos. El zorrillo dobla la calle, y la abuela se ha salvado. Ni un milímetro lacrimógeno ha logrado colarse. Afuera, encapuchados y no encapuchados aplauden más fuerte.

Más allá del Colegio Excelsior, poco más al sur, por la misma avenida, una construcción en proceso entrega en su frontis un cerro de barro que esconde piedras de diverso tipo. Algunos aprovechan los pertrechos. Cerca de diez trabajadores, con overoles naranjos, ríen y fuman. Son hombres rudos, viejos y jóvenes, y parecen sentir cierta simpatía por los estudiantes.

Cómo me va a parecer mal, po, dice uno. Yo también tengo hijos. Comenta que tiene tres hijos y, “gracias a dios”, uno de ellos estudia Administración en un Centro de Formación Técnica. Cara la gueá, advierte, aunque asume que el estudio es la única forma de surgir en esta vida. “No estoy ni ahí con que terminen robando o trabajando en la contru, como yo… con puros viejos culiaos”, y suelta una risotada que con efecto dominó suma a todos sus compañeros.

“Es que en este país el que es pobre tiene que seguir siendo pobre”, dice otro más viejo. “No ve que por eso es caro estudiar: pa’ que la mayoría siga siendo obrero y ellos sigan robando”, continúa. «Yo tambien protesté pa’ que cayera Pinocho, mi papá era del Partido», me aclara. “Pero yo le voy a decir una cosa: Sabe, a mi no me parece mal que tiren piedras, porque ha sido la misma sociedad, la pobreza, la droga la que tiene así a los cabros”.

Sus palabras resuenan con la sabiduría de la experiencia. Los trabajadores siguen alentando a los encapuchados entre risa y risa. Los jóvenes no entienden el motivo, pero tampoco lo preguntan. Más allá, un piquete resguarda una comisaría cerca de República y sus escudos los hacen inmunes a las piedrecitas que apenas rozan sus armaduras. A mi también me caen mal los pacos, chiquillos. Yo les voy a buscar más limones, dice una mujer morena y baja que pasa con una bolsa de feria vacía. Más acá, un señor de unos sesenta años se acerca a la reja verde que corta el acceso hacia la comisaría y antes de devolverse rápido y con un gesto casi de travesura, arroja una piedra hacia el piquete. Qué es la revuelta sino un juego muy serio. Poco más allá, más risas se escuchan entre el ruido de metales y la cortina de gases y lluvia.

Por Cristóbal Cornejo

El Ciudadano


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