50 años del triunfo de la Revolución en Libertad

                 Con motivo del 50 aniversario del triunfo de Eduardo Frei Montalva, se provocaron en mí varios recuerdos de infancia: mi padre, Rafael Agustín Gumucio, cofundador la de Falange nacional, contaba entre sus amistades con puros políticos y  mi universo de niño se desenvolvía entre futbolistas y políticos; yo los miraba como unos […]

50 años del triunfo de la Revolución en Libertad

Autor: Director

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             Con motivo del 50 aniversario del triunfo de Eduardo Frei Montalva, se provocaron en mí varios recuerdos de infancia: mi padre, Rafael Agustín Gumucio, cofundador la de Falange nacional, contaba entre sus amistades con puros políticos y  mi universo de niño se desenvolvía entre futbolistas y políticos; yo los miraba como unos gigantes y tenían algo de mágico, como la famosa niña del teatro francés, que actualmente tiene locos a santiaguinos chicos y a grandes. Los falangistas eran, para mi mentalidad infantil, como grandes albatroses, de risas estertóreas a partir de chistes que no comprendía.

            En el local de la Falange, en la calle Alameda 360, frente al Cerro Santa Lucía, el retrato de mi abuelo, Rafael Luis Gumucio Vergara, presidía la sala del Consejo Nacional, y yo era su predilecto como primer nieto, (los niños siempre han sido partidarios de los abuelos, para sacarle pica a los papás). En 1946, mi abuelo había decidido apoyar al candidato conservador, el social cristiano Eduardo Cruz-Coke, quien aparentaba tener ideas progresistas. Mi padre, Eduardo Frei y Bernardo Leighton eran partidarios de apoyar al candidato radical de izquierda, Gabriel González Videla, pero como los niños son “momios” y apegados al abuelo, mi primera aproximación a la política fue bastante derechista. En ese tiempo, la Falange era un grupúsculo, bastante mesiánico y discutidor; claro, visto con ojos de la época, aparecía como un sector avanzado del cristianismo, respecto de una derecha, como siempre, ultra reaccionaria.

            Los falangistas constituían una élite bastante lectora y culta, si se le compara con la miserable clase política actual, que apenas ojea los diarios reaccionarios. Se conocían de pe a pa las encíclicas sociales de los Papas, las obras de Maritain, de Mounnier, de Peguy, León Bloy, y tantos otros, que representaban la avanzada religiosa, contra un catolicismo, fundamentalmente fascista. Durante este período – en los años 40-50 – podemos ubicar a Frei Montalva en el sector partidario de la alianza y participación en los gobiernos radicales, que se contraponía al vanguardismo purista de Jaime Castillo Velasco.

            Frei, con razón, es ubicado por la historiadora Sol Serrano dentro de un tipo de historiografía decadentista: en efecto, era admirador de Alberto Edwards Vives, que se hacía llamar a sí mismo el “el último de los pelucones”, pues el nombre lo dice todo; su modelo era la república portaliana, y toda la historia posterior a los pelucones era una seguidilla de intentos políticos liberaloides y que llevaron al derrumbe de lo que él llamaba “el Estado en forma”. En 1949, Frei escribió la continuación de la historia de los partidos políticos, que había comenzado Edwards Vives – en este caso, abarcaba el período posterior a 1925 -. Frei siempre admiró la obra de Edwards Vives, sólo manteniendo reservas y críticas sobre la participación de Edwards en el gobierno dictatorial de Carlos Ibáñez. Frei era un intelectual de fuste: publicó (1937) Chile desconocido; (1941) Política y espíritu; (1951), Sentido y forma de la política; (1955), La verdad tiene su hora, y muchas obras más.

            Cuando niño, me impresionaban los actos de la Falange: en general, se realizaban en teatros, que olían a ácido úrico, (como el Baquedano y el Miraflores). Después cuando estos jóvenes falangistas pasaron a ligas mayores, se atrevieron con el Caupolicán, en esos tiempos un monstruo con capacidad   para 9.000 personas, casi toda la Falange en el primer distrito de Santiago. La película siempre era la misma: hablaba Frei, atildado y analítico y después Radomiro Tomic, que comenzaba con una frase del evangelio, pronunciada con un tono casi imperceptible, para después levantar la voz y volver locos a sus partidarios con retórica rimbombante; hoy, que apenas berrean los parlamentarios y nadie escucha arias operáticas, pues algunos prefieren, con razón, dedicarse al porno en su computador personal, estos efluvios místicos serían  un poco risibles, pues  ¿a quién le importa las ideas? Y menos tratar de convencer a los demás.

            En 1952, los electores estaban hartos de los radicales: habían ganado fama de ladrones, apitutados y oportunistas; la política del “péndulo” –aliarse indistintamente con la derecha e izquierda – tenía aburrida a la sociedad. A partir de ese año, Eduardo Frei intenta, por primera vez, ser candidato presidencial, pero la pataleta de los radicales, que no querían soltar tajada, lo deja marcando ocupado. El electorado elige presidente de la república, con una gran votación, al entones anciano ex dictador, Carlos Ibáñez del Campo. Los falangistas estaban anonadados, pero como en toda crisis surge la oportunidad de salida, Eduardo Frei se convirtió, a finales del desastroso gobierno de Ibáñez, en  el único político que podía lanzar una tabla de salvación al decadente ibañismo; el Presidente le ofreció formar un gabinete a su gusto, constituyéndose, prácticamente, en primer ministro, en pleno régimen presidencial. Según sus biógrafos, alcanzó a preparar una minuta con un ministerio completo, sin embargo, un sector de los partidarios de Ibáñez, encabezado por Rafael Tarud, (padre del chauvinista PPD, Jorge Tarud), se opuso a las fórmula de Frei; en esos tiempos la revista Topaze, el barómetro de la política chilena, presentaba a Frei como una gran planta en un pequeño macetero, que era la Falange. El “bloque de saneamiento democrático”, una alianza falange-izquierda, derogó la “ley maldita” y aprobó la cédula única, (1958), que terminaba con el cohecho que  favorecía a la derecha.

            Recuerdo, como si fuera hoy cuando mi padre, en ese entonces presidente de la Democracia Cristiana corregía, una y mil veces, una carta de agradecimiento al Partido Liberal que, se suponía  iba a apoyar la candidatura de Eduardo Frei, que se presentaría por segunda vez. Como muchas veces en la historia chilena, un infarto le provocó la muerte a Raúl Marín Balmaceda, furibundo opositor a la candidatura de Frei, posibilitó que liberales y conservadores dieran su apoyo al más neurótico y solterón de los hijos de don Arturo Alessandri, Jorge Alessandri Rodríguez, quien ganó las elecciones de 1958, apenas con 30.000 votos sobre Salvador Allende; Frei logró un modesto tercer lugar, entre cinco candidatos.

            Personalmente, no creo que la hipótesis de los tres tercios sea siempre aplicable a nuestra historia política reciente: en muchos casos, a partir de los años 60, lo que ha predominado es la polarización, la más evidente es la elección de 1973, entre el CODE y la UP. En 1964, la derecha llevó como candidato a un arribista radical, Julio Durán, quien repetía, permanentemente, que si la izquierda triunfaba, iba a haber en Chile cuajarones de sangre, frase típica de la campaña del terror, que termina inocular grandes dosis de miedo a sus mismos creadores. En el verano de ese mismo año se convocó a elecciones extraordinarias de diputados por Curicó, zona agraria que, seguramente daría el triunfo a la derecha, (recuerdo que los políticos invadieron esta pequeña ciudad). Sorpresivamente, triunfó el candidato de la izquierda, Oscar Naranjo, sobre Ramírez, de la derecha, y Fuenzalida, de la Democracia Cristiana. Liberales y conservadores se aterraron, quitaron el apoyo a Durán, convirtiéndose en freístas forzados para evitar, como ellos decían, que “los comunistas se comían a los niños”.

            La campaña del terror fue feroz: colgaban carteles que presentaban los tanques rusos frente a La Moneda, y que se convirtió en realidad al utilizar los tanques militares, azuzados por la derecha, contra Allende, en 1973. Es cierto que la Democracia Cristiana fue muy hábil para ganar sectores de mujeres, campesinos y pobladores, muy abandonados por el obrerismo de la izquierda chilena. A su vez, el freismo tenía mayoría en la juventud universitaria, contaba con el apoyo de la iglesia, en especial de los jesuitas y, sobretodo, con el sostén del gobierno norteamericano de J. F. Kennedy. Hoy, no cabe duda de que las democracias cristianas alemana e italiana entregaron dineros a la candidatura de Frei. Como se puede ver, esto del aporte económico a los partidos políticos no es nuevo. El discurso de Frei, en la “marcha de la patria joven”, que llenó el Parque O´Higgins, constituye una pieza oratoria de alta calidad.

            En septiembre de 1964, Frei ganó ampliamente a Salvador Allende; parecía que había llegado la hora de la Democracia Cristiana;  incluso, con el mesianismo que caracterizaba a Radomiro Tomic prometió 30 años de gobierno de este Partido. No sé por qué a todos los políticos les da por el milenarismo y no se conforman con un corto período presidencial. Al comienzo, todo salió bien para la Democracia Cristiana: en las elecciones parlamentarias, de 1965, lograron el 42% de los votos, (80 diputados y 13 senadores) y la vía política estaba expedita para implementar el programa  de gobierno propuesto por Frei. No se puede negar que la reforma agraria, posteriormente complementada por Allende, significó el fin de la sociedad oligárquica, basada en el poder del latifundio; también los cambios cuantitativos en educación fueron muy importantes, sin embargo, la chilenización del cobre más bien favoreció a las compañías norteamericanas, como lo denunciara Radomiro Tomic, y no hubo reforma a ala banca, ni menos a la industria.

            En esos años, el conflicto político estuvo centrado en la Democracia Cristiana y se refería a la estrategia de alianzas: rebeldes y terceristas, con Tomic a la cabeza, querían una alianza con la izquierda, la unidad social y política del pueblo. Los oficialistas no se atrevían a confesar el deseo de unidad con la derecha, razón por la cual se resguardaban en la tesis del “camino propio”. En 1969 se funda el MAPU, que integra la Unidad Popular junto a radicales, socialistas y comunistas; el aporte de este partido, por pequeño que hubiera sido, fue decisivo para el triunfo de Allende.

            Hubo una serie de acontecimientos que pusieron fuera de sí al aparente inmutable Eduardo Frei Montalva:

El primero fue la acusación de Fiducia, (grupo ultraderechista que andaba por las calles, disfrazados de medievales, defendiendo la familia, la patria y la propiedad, sobre todo esta última), un ultraderechista, el brasilero Plinio Correa de Oliveira publicó un folleto llamado “Frei, el Kerenski chileno”, maldición que lo persiguió hasta el fin de sus días.

El segundo lo constituyó el triunfo de Salvador Allende, en las elecciones de 1970. Frei y Allende habían sido amigos hasta 1964, incluso veraneaban con sus familias, en Algarrobo; fue la campaña del terror la que rompió esta amistad; Frei estaba muy incómodo durante el período del triunfo de Allende y la asunción del mando, en noviembre de 1970. Entre septiembre y noviembre, previo al cambio de mando, ocurrió la corrida bancaria, la conspiración de la ITT y el asesinato del comandante en jefe, René Schneider. Cuentan que Frei recibió muy fríamente a Allende cuando le pidió audiencia para coordinar la pesquisas respecto al asesinato de este general; el hielo en la entrevista lo quebró Allende con una de sus típicas salidas humorísticas sentándose, súbitamente, en el sillón presidencial y decirle “¿Cómo me veo?”. El trato que da Frei a Allende en sus discursos y entrevistas, en el período de la Unidad Popular fue, en extremo, despectivo tratándolo de superficial y hasta irresponsable.

El tercer elemento se refiere a la carta a Mariano Rumor, quien  presidía la democracia internacional, en la cual acusaba a la Unidad Popular de haber provocado el golpe de Estado y apoyó a la Junta Militar.

            Durante parte del período de la dictadura, la Democracia Cristiana, al menos su sector freísta, mayoritario, se negó a formar un frente antifascista con la izquierda, sólo aceptaba aliarse con los socialistas, que ellos consideraban “democráticos”, entre ellos, Carlos Briones y Aniceto Rodríguez, incluso preferían el cambio dentro del mismo régimen, con militares menos comprometidos con Pinochet. Hay que exceptuar, necesariamente, a Leighton, Fuentealba, Castillo y muchos otros más que, claramente propiciaron una alianza con la izquierda; baste recordar, como botón de muestra, la reunión de Colonia Tobar, en Venezuela.

            En 1980, Eduardo Frei encabeza la oposición a la aprobación de la ilegítima Constitución dictatorial, (que hoy, muy torpemente, lleva la firma de un demócrata, como el ex presidente Ricardo Lagos). Su discurso fue contundente, como el de sus mejores épocas, incluso tuvo el valor de desafiar al tirano a un diálogo público, ante las cámaras de televisión, desafío que el cobarde dictador no aceptó. En este último acto público Eduardo Frei selló su sentencia de muerte.


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