El 11 de abril de 2002 fue la fecha señalada para derrocar el gobierno de Hugo Chávez; un proceso laboriosamente planificado por un estado mayor de empresarios, militares, jerarcas de la iglesia católica, medios de comunicación, partidos políticos y la mafia sindical, con el apoyo de la embajada norteamericana.
En la mañana del 11 de abril, la oposición había convocado a una marcha desde las urbanizaciones acomodadas del este de Caracas hasta el edificio central del consorcio estatal Petróleos de Venezuela. Los bolivarianos comenzaron a agruparse en torno al palacio presidencial de Miraflores, para defender al Gobierno: el ambiente hedía ya a golpe de Estado.
Los líderes de la multitud opositora -abrumadoramente de clase media- ya no exigían solamente la revocación de las llamadas Leyes Habilitantes, promulgadas por Chávez con un mandato especial de la Asamblea Nacional; enardecidos, querían ahora el poder, la cabeza del odiado Chávez.
¿Por qué tanto encono? El motivo era uno sólo: las 49 leyes habiltantes demostraron que Chávez no se quedaría en las profundas reformas políticas que inició al tomar el gobierno en 1999, sino que se proponía a la transformación revolucionaria del país a través de la redistribución de la riqueza y el ejercicio de la soberanía económica.
Particular alergia produjeron la ley de Tierras, contra el latifundio, y la ley de Hidrocarburos, que pondría fin a la sangría financiera de la industria petrolera estatal -principal fuente de ingresos del país- una especie de Estado dentro del Estado, controlada desde su interior por las transnacionales del petróleo, que habían impulsado una privatización camuflada.
Según el economista y diputado Jesús Faría, “en primer lugar se trataba de restablecer la hegemonía nacional sobre nuestra principal riqueza natural que es el petróleo… y en segundo lugar muchas estructuras de poder y privilegios estaban siendo desmanteladas con las políticas revolucionarias y con leyes habilitantes, lo que generó la reacción virulenta, inconstitucional y criminal de las cúpulas empresariales venezolanas que apuntaban igualmente a la desestabilización económica y, por lo tanto, política del país”.
La cúpula sindical de la Confederación de Trabajadores de Venezuela -controlada por el partido Acción Democrática (AD)- entró en abierta alianza con Fedecámaras, la principal asociación empresarial. Cayeron allí las caretas que ambos grupos portaban por décadas, pretendiendo enfrentarse cuando en realidad convivían en un cómodo maridaje. AD había sido el principal partido político del país, con un discurso de reforma social, y su influencia se desmoronó junto con todo el sistema político con los escándalos de corrupción y tráfico de influencias que terminaron con el último mandatario de esta corriente, Carlos Andrés Pérez, expulsado del poder por un Tribunal Constitucional en 1993.
Aquel 11 de abril estaba marcado para desatar un golpe, como lo evidencian infinidad de datos conocidos con posterioridad. Los jefes opositores comenzaron esa mañana a difundir la consigna «a Miraflores» entre los manifestantes, con el apoyo de los canales de televisión y las radios privadas que llamaban a la población a sumarse a la avanzada, que rompió las barreras de una policía pasiva.
En un momento determinado, y como parte del plan, comenzó la violencia: francotiradores apostados en edificios del centro de Caracas iniciaron simultáneamente una serie de disparos contra los dos grupos de manifestantes, que dejaron un saldo de 19 muertos, la mayoría de un sólo tiro en la cabeza o el pecho. Los medios de comunicación «informaron» inmediatamente que se trataba de agentes del Gobierno, pero omitieron que la mayoría de los muertos y heridos provenía de las filas del chavismo.
Un reportero del canal privado Venevisión incluso obtuvo el premio Príncipe de Asturias por cubrir lo que se llamó «la masacre de Puente Llaguno«, en las inmediaciones del palacio presidencial, en que aparecían partidarios del Gobierno disparando contra una marcha opositora. Sólo mucho después, cuando el cineasta Ángel Palacios demostrara en un documental que todo el «reportaje» había sido realizado con planos de situaciones diferentes, y que los chavistas en realidad disparaban en defensa propia contra carros blindados de la policía golpista, reconoció el reportero premiado el «error», y culpó de ello al canal.
El entonces corresponsal de CNN en Caracas, Otto Neustadt, admitiría después que minutos antes de que estos hechos violentos comenzaran, él había grabado en un edificio empresarial a un grupo de militares leyendo un comunicado que denunciaba las muertes (que aún no se producían) y la violencia del Gobierno como motivo para un golpe que se presentaba como un hecho, cuando en realidad tendría lugar muchas horas más tarde.
Días antes de todo esto, una reportera de la estación privada Radio Caracas fue enviada por error a cubrir un encuentro en un departamento del centro de la ciudad. Allí se encontró a un grupo singular de empresarios, dirigentes políticos y sindicales, militares, sacerdotes y propietarios de medios de comunicación, todos conocidos públicamente, que hablaban precisamente del inicio del tiroteo. Boquiabierta, llamó a sus jefes, quienes le ordenaron salir inmediatamente del lugar.
Chávez pasó una tarde angustiosa, tratando de revertir una correlación de fuerzas que iba tomando cuerpo a favor de los golpistas en el alto mando militar. Generales que habían jurado defender la Constitución, se atrincheraron en su contra en Fuerte Tiuna, el inmenso complejo militar de Caracas y comenzaron a presionarlo para que renunciara. Según han recordado el propio Chávez y varios historiadores, en la cabeza del mandatario comenzó a penar el fantasma de Salvador Allende y su decisión trágica de inmolarse en defensa de la democracia y de sus principios, postura que también defendía el entonces ministro de Defensa, José Vicente Rangel.
Fidel Castro cuenta en las memorias recopiladas con Ignacio Ramonet que sostuvo esa tarde y noche varias conversaciones con Chávez, y que le aconsejó no seguir el ejemplo de Allende, porque mientras Allende se encontraba sólo, militar y políticamente acorralado, Chávez disfrutaba de amplio apoyo entre los militares y el pueblo. En otras palabras, que si no lo mataban, podría emprender una nueva batalla.
Los mediadores militares le llevaron a Chávez una carta de renuncia que él ponderó por horas en la soledad infinita de esos momentos cruciales. Había aceptado renunciar, a cambio de que se mantuviera el hilo constitucional, pero finalmente resolvió no suscribir el documento y se entregó, ya en la madrugada del 12 de abril. Se convirtió así Chávez en una papa caliente en manos de un grupo golpista que no podía confiar en nadie, y con razón, como se comprobaría más tarde.
De la celda de Fuerte Tiuna fue llevado el Presidente a una base naval y de allí a la isla caribeña de La Orchila, siempre bajo presión para que firmara la renuncia. En cada oportunidad, por su parte, Chávez aprovechaba de entablar conversación con sus guardias, quienes le informaban de los acontecimientos, y uno de ellos le pasó papel y lápiz para que ratificara de puño y letra que estaba secuestrado, no dimitido.
Mientras esto ocurría, el 12 de abril, en Caracas los golpistas negociaban febrilmente la repartija del poder. Para no perder tiempo en formalismos, se nombró Presidente a Pedro Estanga, el líder de los empresarios, quien asumió su cargo en una concurrida asamblea celebrada en un salón del palacio de Gobierno. La codicia pudo en esas horas más que el sentido común: en medio de un coro de aplausos y burlas, un funcionario fue detallando una a una, en un tono sarcástico, las importantes decisiones adoptadas: anulación de la Constitución, cambio del nombre del país, disolución de la Asamblea Nacional, del Tribunal Supremo de Justicia, de la Fiscalía, de la Contraloría, y por supuesto la anulación inmediata de las leyes habilitantes.
El pequeño carnaval de odio, transmitido en directo, enervó a la población y asustó al alto mando golpista, que había asegurado a la tropa y oficiales que el Presidente se iba a Cuba y que se mantendría la Constitución bolivariana, redactada por una Asamblea Constituyente libremente elegida, y refrendada en plebiscito nacional por aplastante mayoría.
Los gobiernos de Estados Unidos y España se apresuraron a apoyar el golpe, seguidos luego por Chile, en un episodio que obligaría al presidente Ricardo Lagos a disculparse. El Gobierno descargó la responsabilidad en el embajador chileno en Caracas, el radical Carlos Álvarez, pero la declaración oficial de la Cancillería, encabezada entonces por la DC Soledad Alvear, es inequívoca: «El Gobierno de Chile lamenta que la conducción del gobierno venezolano haya llevado a la alteración de la institucionalidad democrática”.
Ya mucho antes de esto, en las extensas barriadas populares de la capital venezolana y de otras ciudades importantes, y en los cuarteles, se estaba regando una pregunta fundamental: ¿»Dónde está Chávez»?, y la demanda consiguiente: «queremos ver a Chávez; si renunció, que lo diga él».
Mientras esto acontecía, los golpistas debatían si asesinar a Chávez o no, y mandaron a un obispo a La Orchila a convencer al mandatario de renunciar, a cambio de su vida y la de su familia, en el exilio cubano. Como se mantuvo en sus trece, los emisarios resolvieron tomar el helicóptero y regresar a Caracas, y se despidieron de él. Chávez cuenta que a los pocos minutos sintió un estruendo de helicópteros, y pensó que venían a matarlo, y por ello no se sorprendió de ver de regreso en su celda a los emisarios.
-¿Vienen a matarme?
-No, ¡lo vienen a rescatar a usted!
Los helicópteros pertenecían a una unidad de comandos de la Armada venezolana, enviados a rescatar al Presidente, quien inició así el retorno al poder. Ese regreso fue obra no de un súbito cambio de opinión de los generales golpistas, sino de la rebelión espontánea de millones de venezolanos y venezolanas, en su mayoría pobres, que bajaron de los cerros en que vivían y acorralaron los cuarteles y centros de poder. Esa presión inclinó la balanza en favor de los oficiales constitucionales, como el comandante de la Guardia Presidencial, quien fingiendo asegurar el perímetro del palacio de Miraflores, apostó a sus soldados -leales al Presidente- efectivamente ocupando el edificio.
En el interior de Miraflores, la fiesta se convirtió súbitamente en resaca, y de ahí en pánico. Aterrados, los efímeros gobernantes observaban cómo a las puertas del Palacio se agolpaban miles de personas empujando las rejas, mientras eran saludados desde los techos por soldados con el puño en alto.
¿Qué hacían a todo esto los canales de televisión? Transmitían monos animados.
En la madrugada llegaría Chávez en medio de la algarabía general, y cuando todos esperaban una venganza feroz, la ley marcial, el estado de sitio, el cierre de los canales de televisión activistas del golpe, el Presidente tendió esa misma noche una mano de reconciliación, que no tardaría en ser mordida por sus beneficiarios. Allí mismo se iniciaba una nueva y aun más peligrosa conspiración.
Por Alejandro Kirk
Periodista
El Ciudadano