En las negociaciones para definir un nuevo sistema electoral ciertamente no prevalece en éstas el interés de propiciar un sistema proporcional de elección sino, más bien, el intento de consolidar un sistema híbrido, una especie de binominalismo corregido para elegir a los miembros del Poder Legislativo. Se acepta por muchos actores políticos que el proyecto patrocinado por el Gobierno en ningún caso busca la instauración de un sistema como el que rigió en Chile antes de la Dictadura y que ciertamente permitía que nuestro Parlamento fuera una expresión muy amplia de nuestra diversidad política. Hoy, el oficialismo y la oposición discuten, se interpelan y motejan en relación a esta iniciativa, pero en general lo que ambos prefieren es un sistema en que el duopolio político mantenga su preeminencia en el Parlamento, limitando la presencia de representantes que puedan incomodarlos o desafiar su hegemonía. Salvo, por cierto, si se avienen a integrarse a estos pactos, a conformarse con algunos cupos cedidos por los que se han enseñoreado en la política durante los últimos 25 años. Lo que indiscutiblemente explica, por ejemplo, la incorporación de los comunistas a la Nueva Mayoría oficialista.
Más fácil habría resultado mirar al pasado para valorar lo que tuvimos, en vez de buscar ajustes a un sistema electoral tan desacreditado como el actual y en que justamente los legisladores favorecidos con el binominalismo son los menos idóneos para superar el sistema que tanto ha favorecido a sus partidos, cuanto a sí mismos. Advertido el país de que solo se quiere hacerle retoques a lo existente, es que a los “negociadores” les resulte cada vez más complicado un acuerdo, pese a los consensos que se expresan entre el oficialismo y la centroderecha en éste y tantos otros temas. Hasta aquí, de verdad, no asoman argumentos convincentes para justificar un aumento en el número de legisladores; así como el diseño de un nuevo mapa territorial provoca sospechas de que lo que quieren algunos partidos o pactos es solo asegurarse ventajas electorales y no procurar una equilibrada elección de representantes conforme a la distribución real de nuestra población.
En efecto, nos parece un despropósito que sean los propios legisladores elegidos por un sistema espurio los que acometan esta reforma. Soslayándose, además, la convicción popular de que es justamente el Congreso Nacional una de las instituciones más desprestigiadas de la posdictadura. Como lo indicara la reciente encuesta del Centro de Estudios Públicos, después de los propios partidos, los parlamentarios cuentan con solo un 12 por ciento de de credibilidad nacional. En la reconocida desacreditación general de la política, así como en el extendido registro de las discusiones, dilaciones y trabas constitucionales, lo que se evidencia es que el primer objetivo para consolidar una verdadera democracia en Chile debió ser una nueva Carta Fundamental que, por cierto, fuera concordada por representantes genuinos de la ciudadanía en una Asamblea Constituyente. Tal como se ha materializado en otros países que se han sacudido de las dictaduras militares en nuestro Continente.
Sin embargo, la “clase política” se resiste a implementar un itinerario de reformas congruentes con la opinión y las demandas de participación de los ciudadanos. Las cúpulas partidarias han demostrado que no quieren someterse al escrutinio público, demostrando una tozudez que arriesga a la postre que la política enfrente un nuevo quiebre institucional. Al fin de cuentas, lo que prevalece es la posición de quienes alentaron la crisis de 1973 y fueron partícipes de lo que le siguió, por lo que ahora no es extraño su empeño en perpetuar el régimen político, económico y cultural autoritario y excluyente. Lo que no se comprende es la forma en que sus ideas han tomado cuerpo en los partidos y caudillos que hoy se agrupan en la Nueva Mayoría, pese a su historial “revolucionario”, a sus promesas de campaña y a la ventaja que tienen entre sus diputados y senadores para imponerse, si quisieran, a la hora de legislar. Ya se conocen los vericuetos políticos seguidos para retractarse de una auténtica la reforma tributaria; ya se aprecian las postergaciones y retrocesos de la propia reforma educacional. Ahí están los pronunciamientos de los propios dirigentes oficialistas en favor de que otros cambios más bien se le deriven a una nueva Administración.
La “campaña del terror” emprendida por el empresariado, sus acólitos parlamentarios y sus poderosos medios de comunicación, en estos últimos días inclina a los propios moradores de La Moneda a atenuar los ritmos de sus pretendidas transformaciones, enredarse en el diálogo con los detractores de cualquier cambio, como por cierto, desencadenar la decepción del pueblo o la sociedad civil. Aunque, efectivamente, nuestra economía se esté desacelerando, es un hecho que los beneficios obtenidos en estos últimos meses por la Banca y el gran empresariado hablan de que estos sectores en nada han reducido sus multimillonarias utilidades, como que incluso las han elevado en más de un 50 por ciento respecto de los primeros meses del año pasado. En este sentido, no abochorna contemplar en los últimos días las pugnas internas que existen dentro del equipo de salud del Gobierno, cuya titular, en una reciente entrevista, ha desahuciado impulsar cambios profundos al escandaloso sistema de isapres, según recomendara la comisión ad hoc creada por la Jefa de Estado para recabar opiniones en tal dirección. Quizás la Ministra ni siquiera se ha enterado de que estas entidades privadas de salud obtuvieron recién las utilidades más altas de los últimos diez años, es decir más de 87 millones de dólares.
Qué duda cabe que en las querellas internas de quienes nos gobiernan, como en su irresoluta actitud, la oposición se fortalece y obtiene dividendos impensados por ésta en tan poco tiempo. Es cosa de observar las opiniones de quienes asumen ahora “con orgullo” su condición de derechistas, se ufanan de “poder salir a las calles sin que se los apedree” y se disponen ansiosamente a enfrentar desde ya su retorno al Gobierno. Lo más lamentable de todo es la forma que ha penetrado su discurso en algunos sectores de la vida nacional y cuanto empieza a gravitar en las encuestas el temor a los cambios, a un posible colapso de nuestra economía y otros sinsentidos vociferados por quienes simplemente se resisten a perder sus privilegios. Secundados, desgraciadamente, por aquellos políticos de centro siempre inclinados a “ganar con la derecha “ que no llevan registro de lo que trágicamente esto acarrea. Lo que llevó al ex candidato presidencial demócrata cristiano Radomiro Tomic a asegurar que es la derecha la que siempre gana de estas conjuras.
Por lo mismo es que tememos que lo ya está concertado por el Ejecutivo y algunos oportunistas legisladores de derecha no resulte en un cambio confiable y estable. Tal como está, el proyecto a punto de aprobarse en el Congreso perderá su credibilidad más temprano que tarde. Más aún si esta ley no se acompaña de las iniciativas que limiten, regulen y transparenten el gasto electoral, exijan la democratización de los partidos políticos, restrinjan las reelecciones de diputados y senadores y establezcan el derecho ciudadano de remover de sus cargos a quienes incumplan con lo prometido en campaña o caigan en flagrante abandono de sus deberes.
Un mecanismo que, sin duda, disminuiría drásticamente el número de legisladores en vez de aumentarlos como se nos está proponiendo.